Ingác Semmelweis, un médico pionero
Los descubrimientos del obstreta húngaro chocaron contra los prejuicios de la época y sus medidas sanitarias salvaron la vida de muchas parturientas.
En la Viena de principios del siglo XIX, las damas de buena posición daban a luz en la intimidad de sus hogares; sólo las mujeres pobres recurrían a los hospitales.
Allí eran atendidas por médicos profesionales, pero también servían como “material de prácticas” para los estudiantes, y eran frecuentes víctimas de una dolencia que causaba estragos: la llamada fiebre puerperal, que acababa con su vida tras el alumbramiento.
En aquella época, Ingác Semmelweis, estudiante húngaro de Medicina, fue nombrado asistente en la clínica ginecológica más importante de Viena.
Como ocurría en todos los centros sanitarios, allí la mortalidad de las parturientas seguía siendo muy alta. Descubrir la causa se convirtió en una obsesión para él.
Semmelweis se percató de una evidencia: si los estudiantes atendían a las mujeres justo después de haber estado en la sala de cadáveres, las infecciones se multiplicaban. Sus sospechas fueron tristemente confirmadas: Kolletschkas, un médico amigo suyo, se pinchó en un dedo mientras estaba diseccionando un cadáver y murió con los mismos síntomas que las parturientas.
Semmelweis lo vio claro: los estudiantes portaban algún tipo de infección. Su intuición le llevó a solicitar un permiso en el hospital para que todos los profesionales que ayudaran a una parturienta se lavaran antes las manos con agua de cloro y desinfectante.
Los resultados fueron los que él esperaba: la mortalidad bajó y se salvaron las vidas de muchas madres. En 1861 publicó sus conclusiones en la única obra de su vida: Etiología, concepto y profilaxis de la fiebre puerperal.
Pero los médicos de la época se declararon ofendidos y humillados por tener que lavarse las manos por la tesis de un extranjero.
Lleno de amargura, Semmelweis decidió volver a Hungría donde instaló su propia clínica con las mayores medidas higiénicas de la época: ninguna mujer, obrera o burguesa, contrajo la temida fiebre. No obstante, el desprecio de sus colegas le había afectado tanto que su mente se trastornó y tuvo que ser ingresado en un asilo.
Su historia tiene un final digno de los héroes de la antigüedad: en una época en la que sus problemas psicológicos habían remitido, volvió a la sala de disecciones del hospital y tras practicar una autopsia, se cortó a sí mismo con el bisturí. Quería demostrar que su tesis era cierta. Murió víctima de la enfermedad contra la que había luchado toda su vida.