Giovanni Falcone, el deber por delante de su propia vida
Tras encarcelar a 357 mafiosos, sabía que era hombre muerto.
Como él mismo predijo, murió en un atentado brutal. Mil kilos de explosivo acabaron con la vida de Giovanni Falcone, su mujer y sus escoltas.
“No quisiste tener hijos. Pero yo hubiera querido ser uno de ellos”. Este mensaje lo dejó una niña en un árbol frente a la casa del magistrado italiano Giovanni Falcone en 1992, después de que fuera brutalmente asesinado por la Mafia. Desde entonces, “el árbol de Falcone”, como se le conoce ahora, se cubrió de notas.
Su funeral fue una de las escasas ocasiones en las que los italianos vencieron el miedo y se lanzaron en masa a las calles para mostrar su repulsa contra el crimen organizado. Además, querían despedir a un hombre al que todos consideraban un héroe. ¿La razón? Había luchado como nadie para desentrañar el entramado político de esta organización criminal.
Falcone fue el primer hombre en entender la estructura de la Mafia, y por ello, uno de sus más duros perseguidores. Él consiguió lo que hasta ese momento era impensable: que uno de los grandes capos, Tommasso Buscetta, se arrepintiera hasta el punto de romper con la omertà, la ley del silencio que rige la organización y que castiga las delaciones con la muerte. La confesión de Buscetta aportó las pruebas necesarias para poner en marcha el mayor juicio de la historia contra la Cosa Nostra. Era 1987, y el conocido como Proceso de Palermo acabó con 357 mafiosos declarados culpables.
Buscetta, Falcone y otro juez que trabajó con ellos, Paolo Borsellino, sabían que tenían los días contados. En 1989, Falcone salvó su vida por los pelos de un atentado mientras veraneaba en la playa siciliana de Villa Addaura. Pero siguió con su lucha. Pocos años después, el 23 de mayo de 1992, 1.000 kilos de explosivo hicieron saltar su coche por los aires.
En los atentados del 11 M en Madrid había 10 kilos de explosivo en cada tren, lo que muestra la magnitud del ataque. El juez, que acababa de cumplir 53 años, su esposa y sus dos escoltas murieron en la autopista Palermo-Tarppani, a 20 kilómetros de Sicilia.
Giovanni Falcone era un siciliano de pura cepa. Comenzó su carrera como juez de primera instancia en el pueblecito de Lentini, en Siracusa. De allí pasó a Trapani, donde trabajó como fiscal, y finalmente a Palermo. “Un hombre debe hacer aquello que su deber le dicta, cualesquiera que sean las consecuencias personales, cualesquiera que sean los obstáculos, el peligro o la presión. Ésta es la base de toda la moralidad humana”, son las palabras de Kennedy que Falcone repetía continuamente.
Se negaba a mirar para otro lado, como hacían muchos de sus colegas cuando el caso que tenía sobre la mesa apuntaba a un gran capo. No le detuvieron las amenazas, ni de la Mafia ni de los políticos. La tenacidad con la que ejerció su lucha le granjeó la admiración de todos, incluso de sus enemigos.
Los capos le llamaban Il Dottore. Un año antes de su muerte había publicado el libro Cosas de la Cosa Nostra, escrito junto con la periodista francesa Marcelle Padovani, de Le Nouvel Observateur, en el que denunciaba los vínculos entre políticos y mafiosos. “Nadie me hará creer que algunos grupos políticos no están aliados con la Cosa Nostra en el intento de condicionar nuestra democracia, todavía inmadura, eliminando a personajes incómodos para ambos”, decía. Allí demostró que sabía demasiado.