Miguel Ángel, el genio precoz
Miguel Ángel Buonarroti (1475-1564) tuvo que vencer las reticencias de su familia para desarrollar su vocación artística. Menos mal que se empeñó, porque si no el mundo se habría perdido a uno de sus mejores artistas.
Miguel Ángel, decidido desde muy joven a ser artista costase lo que costase, consiguió doblegar la oposición de su padre a base de una inquebrantable voluntad, demostrada repitiéndole constantemente a su progenitor que su destino como escultor estaba sellado desde la cuna. Porque es el caso que el pequeño Buonarroti había tenido como nodriza a la mujer de un picapedrero y que se le había dejado al cargo de esta familia, por lo que le gustaba afirmar: “Junto con la leche de mi nodriza, mamé también las escarpias y los martillos con los que he esculpido mis figuras”.
Su precocidad artística sólo es superada en la Historia del Arte, probablemente, por la de Mozart como músico: a los doce años, el genial florentino entraba como aprendiz en el taller de los hermanos Ghirlandaio y, poco más de un año después, su obra ya interesaba al mismísimo Lorenzo de Médici, el Magnífico. El triunfo de Miguel Ángel fue efectivamente muy rápido, puesto que siendo apenas un adolescente ya ocupaba una posición destacada como artista en la corte del gran mecenas florentino. La muerte de éste, sin embargo, lo obligaría a huir de la ciudad, llevándolo en los años siguientes a un peregrinaje por diversas capitales italianas que, a la postre, sería un acicate para su fama.
Extraer lo oculto en la piedra
Tras realizar obras en Venecia y Bolonia llegó a Roma y, con apenas veinticuatro años, esculpió La Piedad del Vaticano, obra que le encargó un cardenal y que debía completar en un año, lo que cumplió con puntualidad exquisita, adelantándose dos días al plazo marcado. Del bloque de mármol que escogió en una cantera de los Alpes Apuanos extrajo una impresionante figura del dolor sereno de la Virgen ante la muerte de Jesucristo, y lo hizo a impulsos, como gustaba de trabajar, porque estaba convencido de que esos pedazos de piedra que tallaba contenían toda la naturaleza y sólo había que saber ver el motivo oculto y quitar la piedra sobrante.
Por supuesto, una obra maestra realizada por alguien tan joven no dejó de despertar suspicacias: antes de que la terminara ya circulaban rumores que ponían en duda su autoría, por lo que un enojado Miguel Ángel firmó con su nombre en la cinta que cruza el pecho de la Virgen. Fue el único caso en que lo hizo.
Luego vino el David, la obra cumbre de la escultura de todos los tiempos, acabada antes de cumplir los treinta años, una vez más un ejemplo mareante de precocidad. Y también de técnica: lo esculpió directamente sin hacer un modelo en yeso, como era frecuente. Fue la gran obra que hizo en su ciudad natal.
El primer artista venerado en vida
Su producción culminó no con una escultura sino con un trabajo pictórico, los frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina, obra maestra que puede ser descrita como el producto genial del choque sideral entre dos personalidades monumentales: la del artista y la de su patrón, en este caso el papa Julio II. Fue una ardua tarea, ya que Miguel Ángel no dominaba la técnica de pintar al fresco, lo que se unía a las dificultades inherentes a la posición de su pintura, en lo más alto de la Capilla. Aun así, renunció a la colaboración de otros pintores, aunque al principio necesitó ayuda hasta que dominó esa técnica que era nueva para él: tenía que pintar sobre la cal fresca y concluir en la jornada toda la parte prevista, ya que esa es la forma de mantener la pintura indeleble. Durante cuatro largos años (de 1508 a 1512), Miguel Ángel demostró su polivalencia y capacidad de sacrificio, pues pintaba tendido sobre el andamio y con la pintura cayéndole encima (lo que tendría consecuencias negativas para su visión).
Si al principio de su carrera las artes no eran una disciplina para alcanzar la gloria, en su madurez se convirtió en el primer artista venerado, lo que queda demostrado por ser el primero del que, en vida, se hicieron dos biografías.