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Los primeros signos de decadencia del Imperio romano

La simple presencia del ejército de Roma sirvió para que los persas se retirasen precipitadamente de la provincia.

A principios del siglo III, el rey Ardacher I se había hecho con el poder en Persia, poniendo fin a un largo periodo de luchas intestinas que habían debilitado a la monarquía, circunstancia aprovechada por Roma para mantener su control sobre esa región. Ardacher inició una serie de campañas militares para extender sus dominios a costa de los territorios fronterizos con el Imperio Romano.
En aquel tiempo el emperador era Alejandro Severo, un joven débil dominado por su madre, Julia Mamea, mujer de fuerte carácter que con sus decisiones gobernaba Roma. El propio Alejandro Severo encarnaba algunos de los problemas que habían conducido al inicio del declive de la mayor potencia de la época, había heredado con tan sólo trece año el trono de un imperio con unas arcas públicas en bancarrota y un ejército descontento que sufría el retraso en el pago de las soldadas.
El Emperador se preparó entonces para la guerra, dirigiéndose hacia Oriente al frente de una fuerza expedicionaria reclutada en todos los rincones del Imperio, pero la moral de los legionarios era muy baja y se produjeron varios motines antes de iniciarse las operaciones militares.
La simple presencia del ejército de Roma sirvió para que los persas se retirasen precipitadamente de la provincia. Finalizada la campaña, Severo volvió a Roma para celebrar su triunfo, aunque la alegría no duró demasiado. En 234, apenas un año después de su regreso, hubo de partir hacia la frontera del Rin para hacer frente a nuevas dificultades.
Las tribus germanas situadas en la ribera oriental del Rin siempre habían sido consideradas por Roma un enemigo peligroso. Con el propósito de pacificar la región, el emperador Augusto elaboró un plan para anexionar los territorios que se extendían desde el Rin hasta el Elba, pretensión que sería olvidada cuando sus legionarios fueron masacrados por los germanos en la batalla del bosque de Teutoburgo. Este fracaso obligó a Roma a mantener guarniciones en las orillas opuestas del Rin y del Danubio, que se convirtieron así en el límite de demarcación de las fronteras del Imperio. Sin embargo, en las primeras décadas del siglo III se hizo evidente que eran insuficientes para proteger los asentamientos romanos de las continuas incursiones de los germanos.
Remite al artículo El principio de un largo ocaso, de José Luis Hernández Garvi. Más información sobre el tema en el último número de Muy Historia, dedicado a la Caída del Imperio Romano.
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