El siglo de la relatividad. Una nueva idea del universo.
En 1905, Einstein formuló la teoría de la relatividad y transformó para siempre nuestra concepción del universo. Así ha cambiado el mundo de la física en los últimos cien años. A finales del siglo XIX, una avalancha de revolucionarios descubrimientos científicos sacudió los cimientos de la física clásica y del mundo newtoniano, firmemente asentado desde hacía más de doscientos años.
Todo comenzó el 17 de marzo de 1905. Ese día Einstein, con 26 años, envió a la revista Annalen der Physik el primero de cinco trabajos que aparecerían repartidos entre el famoso volumen 17 −donde se publicaron los más importantes− y el 18. Era el comienzo del annus mirabilis del que sería "personaje del siglo XX". En toda la historia de la ciencia sólo ha ocurrido algo parecido otra vez. Fue en 1665, con Isaac Newton. En el verano de ese año la peste asoló Londres con tal fuerza que en poco tiempo habían muerto uno de cada diez ciudadanos. Ese otoño, la Universidad de Cambridge cerró sus puertas. Así, en la soledad de la campiña, Newton se dedicó a la única actividad que le satisfacía: pensar.
Tras la estela de Newton
Durante los 18 meses que pasó allí concibió todas las ideas que años después lanzaría al mundo, que acabaría teniendo el apelativo de newtoniano. En él, el universo funcionaba como un reloj bajo las leyes inmutables que quedaron impresas en el libro más importante de la física, el Philosophiae Naturalis Principia Mathematica. Aquellos principios se mantuvieron hasta 1905. Entonces Einstein pidió perdón a Newton por su osadía. Desde octubre de 1903 los Einstein vivían en un apartamento en el casco antiguo de Berna. Albert trabajaba en la mesa del comedor, con una mano garrapateando fórmulas mientras sostenía a su hijo Hans, de casi un año, con la otra. Einstein tenía una formidable habilidad para abstraerse de lo que él llamaba "lo meramente personal". Mientras a su alrededor se hablaba y discutía, él se sentaba y se ponía a trabajar. En lo que para cualquiera serían las peores condiciones de trabajo, Einstein completó dos de los tres grandes trabajos del volumen 17, pergeñó el borrador de lo que sería el comienzo de la teoría de la relatividad, escribió su tesis y diez críticas de libros. Entre pañales y papeles, la física newtoniana, la de toda la vida, iba a cambiar. En realidad, ya estaba cambiando. Algo que estaba escondido entre los pliegues de la materia empezaba a ver la luz. Por un lado estaba la idea de los átomos. Durante casi toda su existencia, la teoría atómica tuvo mucho más de filosofía que de ciencia. Aunque oculta a los ojos de gran parte de los científicos, para los que investigaban las propiedades de la materia era indudable que ésta estaba compuesta por átomos. El problema residía en que no había forma de probar su existencia, postulada en su forma moderna por un meteorólogo cuáquero llamado John Dalton en 1805. En Francia, por ejemplo, el químico Berthollet y el matemático Laplace se negaban a aceptarlos. Sin embargo, había un fenómeno conocido desde 1827 que los defensores del átomo esgrimían como prueba, el movimiento browniano, un desplazamiento aparentemente caótico que cualquier partícula pequeña experimenta en el agua. Décadas más tarde se halló que este movimiento, llamado así por su descubridor, el conservador del Museo Británico Robert Brown, podía deberse a las colisiones de partículas mucho más pequeñas. El fenómeno puede apreciarse en el siguiente experimento. Llenemos un vaso con agua del grifo. A su vez, calentamos agua en otro. Si echamos unas gotas de tinta en ambos veremos que se difundirá más rápidamente en el de agua caliente. La explicación reside en que las moléculas de agua se mueven con más violencia a medida que se calientan y, por tanto, golpean con más frecuencia las partículas de tinta. Esto indica que las moléculas de agua están en un estado de violenta agitación, dando vueltas y empujándose entre sí. Este movimien- Nuevo modelo atómico para llegar al fondo de la materia Esta imagen de una nube de electrones es más realista que la que representa órbitas estacionarias de estas partículas, propuesta por Niels Bohr en 1913. El Acelerador Lineal de Stanford (EE UU) -abajo- los hace chocar con positrones, su equivalente de antimateria, para producir otras partículas exóticas. to irregular recibe el nombre de agitación térmica, ya que su causa está en el calor. Nosotros no vemos esa agitación molecular, pero sí provoca cierta irritación en nuestras células nerviosas, originando una sensación de calor. Para organismos mucho más pequeños que nosotros, como las bacterias, el efecto es más pronunciado. Éstas son empujadas incesantemente por las inquietas moléculas de agua que no las dejan en paz. Esto era, al menos, lo que algunos físicos pensaban. Pero claro, una cosa era intuir qué pasaba y otra muy distinta explicarlo convenientemente.
Misterios físicos seculares
Pero las incógnitas no terminaban aquí. Había algo que tenía muy escamados a los físicos que trabajaban con los tubos de descarga de gases, o dicho de otro modo, con los fluorescentes. Las luces de neón no son otra cosa que un tubo relleno con un gas a baja presión al que se aplica una corriente eléctrica. En condiciones normales un gas es un mal conductor de la electricidad. Sin embargo, si se reduce lo suficiente la presión y se aplica un voltaje mediante dos electrodos, el gas se vuelve conductor y se observa una descarga eléctrica en forma de un rayo de luz brillante; se llamaron "rayos catódicos".
¿Por qué sucedía éso? El misterio se resolvió el 30 de abril de 1897, en el clásico "encuentro de los viernes" de la Royal Institution británica, cuando tomó la palabra Joseph John Thomson. Aunque era físico teórico, con sólo 28 años había sido elegido director del Laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge; una elección muy discutida, pues tenía muy poca experiencia en física experimental. De hecho tenía tal fama que decían que sólo con entrar en un laboratorio los instrumentos se estropeaban. Thomson había descubierto que aplicando un campo eléctrico al tubo los rayos catódicos se desviaban, demostrando que estaban compuestos de una partícula con carga negativa. A esta nueva partícula la llamó electrón. ¿Pero de dónde salía? ¿Quizá de dentro del átomo? Si así fuera, éste había dejado de ser indivisible. Pese a lo que creía el físico Philipp von Jolly, que en 1874 había afirmado que la física era, en esencia, una ciencia completa de la que pocos desarrollos se podían esperar, las cosas estaban cambiando. Prueba de ello fue el hallazgo de la radiactividad por Antoine Henri Becquerel en 1896.
Una extraña radiación
Éste estaba estudiando la posibilidad de que ciertos compuestos de uranio, al ser expuestos a la luz solar, emitiesen rayos parecidos a los rayos X, descubiertos por Röentgen poco antes. Becquerel colocó varias placas fotográficas debajo de sales de uranio y las expuso a los rayos solares. Tras revelar las placas, observó unas manchas negras con la silueta de las sales. Pero el Sol se ausentó de París, donde trabajaba, el 26 y 27 de febrero, así que guardó el resto de sus placas en un cajón. Cuando las reveló comprobó que habían sido impresionadas ¡en ausencia de luz! Las sales emitían una radiación desconocida. Fue entonces cuando los Curie quisieron comprobar si otros cuerpos poseían también propiedades radiactivas. Estudiaron los minerales de uranio y el 6 de junio de 1898 aislaron un cuerpo 400 veces más activo que éste, el polonio. Unos meses más tarde hicieron lo mismo con otro elemento un millón de veces más activo, al que denominaron radio. Becquerel y los Curie compartieron en 1903 el Nobel de física por el hallazgo de la radiactividad natural. Los nuevos descubrimientos precisaban una nueva física. Ésta podía ser la que nació el 14 de diciembre de 1900, cuando el alemán Max Planck explicó la radiación de cuerpo negro. Éste es un radiador ideal, pues absorbe toda la energía que le llega y luego la emite de una forma muy particular. Sin embargo, nadie había encontrado una fórmula que lo aclarase. Al final Planck se dio cuenta de que sólo podría deducirla si suponía algo impensable: debía renunciar a la física de Newton y admitir que la materia no absorbe ni emite energía en forma continua. Según Planck, la materia no podía absorber ni emitir radiación en cantidades cada vez más pequeñas, sin límite. Existe una cantidad mínima de energía por debajo de la cual no se puede bajar: el cuanto.
Nuevos modelos científicos
Otro fenómeno que carecía de explicación era el efecto fotoeléctrico. Cuando la luz incide sobre ciertos metales, éstos emiten un electrón. ¿Por qué sucede? Nadie lo sabía. Y no sólo eso. Para sorpresa de todos, la velocidad con la que salen los electrones no depende de la intensidad de la luz, sino de su color. Para la física clásica era como si la velocidad de un balón dependiese del color de la bota de un jugador. Para terminar de enredar las cosas, las dos grandes teorías de la física del siglo XIX, la mecánica de Newton, que se ocupa de los cuerpos en movimiento, y el electromagnetismo, explicado por James Clerk Maxwell en 1873, eran incompatibles. Maxwell había demostrado que la luz era una onda electromagnética que se desplazaba a 300.000 kilómetros por segundo por el éter, un fluido sutil y en reposo absoluto que llenaba el espacio cuya existencia era necesaria para que la luz viajase por éste. Ahora bien, según la física clásica ni el movimiento ni el reposo absolutos existen. Sin embargo, y como mencionaba el físico Banesh Hoffmann, "la teoría de Maxwell establece diferencias injustificadas entre reposo y movimiento". La situación era crítica: o se cambiaba la mecánica de Newton o se hacía lo propio con la teoría de Maxwell. La existencia de los átomos, la radiactividad, el efecto fotoeléctrico... Éste era el nuevo mundo que había que explicar. Entre semejante agitación podemos imaginar a Einstein encerrándose en una habitación, bajando las persianas y comentado: "Me pondré a pensar un poco".
Miguel Ángel Sabadell