Grandes migraciones de la historia. ¡Qué vienen los bárbaros!
Los ejércitos invasores y las muchedumbres que los acompañaban han protagonizado algunas de las mayores migraciones de la Historia.
Mucho antes de que los romanos extendieran su administración unificadora por el Viejo Continente, los cambios climáticos, las crisis demográficas o, simplemente, las ansias de conseguir nuevas tierras habían obligado a numerosos pueblos a moverse y a penetrar más allá de las fronteras de sus vecinos. El fenómeno no sólo se ceñía a Europa y no siempre era pacífico. A menudo, aquellas migraciones involucraban a cientos de miles de personas que, organizadas en una formidable fuerza armada, trastocaban por completo las sociedades que invadían.
Uno de esos grandes desplazamientos se produjo a mediados del siglo XII a. de C., cuando las tribus dorias, seguramente presionadas por los movimientos de otros pueblos asiáticos, asaltaron en masa el Peloponeso con sus armas de hierro. La próspera civilización micénica fue destruida, el territorio quedó fraccionado y miles de griegos huyeron a las costas de Asia Menor. En Grecia se impuso una oscurantista cultura que apenas había evolucionado desde la Prehistoria. Las grandes ciudades, como Tirinto y Argos, fueron arrasadas; la escritura micénica, el Lineal B, desapareció para siempre y las cabañas de piedra se alzaron sobre los restos de los grandes palacios.
La presión viene de Asia
Casi cuatro siglos después, el Este europeo fue sacudido por otro violento flujo de población. Entre los años 800 y 400 a. de C., las tribus de las estepas asiáticas se desplazaron de nuevo hacia el Oeste y los germanos descendieron de las regiones bálticas. Los celtas de Europa central, acosados, se extendieron por todos los rincones del continente y en el año 386 a. de C., uno de esos pueblos, los galos transalpinos, penetró en la Península Itálica y saqueó Roma.
No fue la última vez que la Ciudad Eterna se vio amenazada por el desplazamiento de un pueblo belicoso. A finales del siglo II a. de C., un millón de cimbrios y teutones partieron de la Península de Dinamarca y se encaminaron a Italia destruyéndolo todo a su paso. Las fuerzas romanas, incapaces de frenar aquella avalancha, fueron masacradas en Noreia (113 a. de C.) y Arausio (105 a. de C.), aunque finalmente pudieron evitar el desastre y detener la migración.
La construcción de una línea defensiva a lo largo del Rin y del Danubio, el limes, a finales del siglo I de la Era cristiana, contuvo una nueva invasión durante cien años. Sin embargo, a finales del siglo II, los temidos bárbaros superaron por primera vez aquella frontera fortificada. Su reconstrucción no impidió el asalto definitivo, a finales del siglo IV. No sabemos con certeza qué causas precipitaron la crisis, pero lo cierto es que los movimientos de aquellos bárbaros fueron cruciales en la formación de la nueva Europa.
El pueblo godo, quizá el más civilizado de los invasores, había partido de Gotland, en Suecia, hacia 50 a. de C., y había recorrido en los tres siglos siguientes el sur de Escandinavia, Polonia y Alemania. En el siglo III, como consecuencia de aquellas migraciones, surgió un grupo perfectamente delimitado que ocupó Dacia, en la actual Rumanía: los visigodos. Tras mantener diversas escaramuzas con los romanos, se les concedió el estatus de federados al Imperio. Algo ocurrió, sin embargo, en el año 376 que cambió las relaciones con Roma: los hunos, un pueblo que vagaba por las estepas de Asia central, se encaminaron hacia el Oeste, obligaron a los visigodos a cruzar el Danubio y a penetrar en el Imperio romano.
El acoso de los bárbaros
Parece que los abusos de los funcionarios del Imperio provocaron una rebelión, y los visigodos se lanzaron al saqueo de las regiones balcánicas. En el año 408, conducidos por Alarico, arrasaron Roma. Por su parte, los hunos, que se habían puesto de nuevo en marcha a finales del siglo IV, invadieron las regiones próximas a la actual Rumanía y provocaron una nueva oleada de migraciones de tribus germánicas. La muerte en 453 de su caudillo, Atila, y la disolución de su confederación de pueblos bárbaros pareció ralentizar aquel formidable fenómeno migratorio. Sin embargo, éste sólo acabó décadas más tarde, con el establecimiento de los pueblos góticos en lo que serían sus territorios definitivos. El fenómeno terminó con el Imperio romano de Occidente, pero a su vez dio origen a los estados nacionales europeos.
Seiscientos años más tarde, también las armas ampararon otro gran movimiento de población: las cruzadas. La formación de aquellos impresionantes contingentes de caballeros y campesinos que partían hacia Tierra Santa fue en gran parte el resultado del crecimiento económico y demográfico que se había producido durante la Alta Edad Media en Europa. Según señala Karen Armstrong en su obra Holy War: The Crusaders and Their Impact on Today?s World, cuando la primera cruzada llegó a Constantinopla a finales del siglo XI, la princesa bizantina Anna Comnena señaló que "parecía como si Occidente entero, incluidas todas las tribus de los bárbaros que viven desde más allá del mar Adriático hasta las Columnas de Hércules, hubiera iniciado una migración masiva y estuviera en camino, prorrumpiendo en Asia como una masa compacta, con todas sus pertenencias".
Según señala Marlou Schrover, experta en Historia de las Migraciones de la Universidad de Leiden, en Holanda, entre los siglos XI y XIII unos 250.000 europeos occidentales, entre ellos más de 7.000 caballeros y nobles, se establecieron en Tierra Santa. La aventura terminó para ellos en 1291 con la pérdida de Acre, último reducto cristiano.
El Khan se pone en marcha
Aproximadamente al mismo tiempo que comenzaba la tercera cruzada, en 1189, otro pueblo asiático, el de los mongoles, inició una expansión que le llevó a dominar en unas pocas décadas el norte de China, las regiones meridionales de Rusia y vastas extensiones de Polonia. La presión de sus caudillos, los khanes, originó un gran número de desplazados que muy pronto se constituyeron en una verdadera fuerza migratoria, especialmente en China y en Oriente Medio.
Eso sí, las grandes movilizaciones impulsadas por el poder militar no son exclusivas de la Antigüedad o de la Edad Media.
En el siglo transcurrido entre el final de las guerras napoleónicas, hacia 1815, y el inicio de la Primera Guerra Mundial, en 1914, el imperio que había formado Gran Bretaña no dejó de crecer. Al amparo de su ejército, formado por tropas coloniales y unidades de aliados locales, uno de cada tres británicos se dirigió a las colonias, un porcentaje que aumentó aún más durante los primeros años de la década de 1910. Las colonias británicas de África y Oceanía, por su gran capacidad de absorción de población, se convirtieron así en una válvula de escape a las tensiones sociales que sacudían la metrópoli. La emigración se convirtió en una forma de mejorar el nivel de vida de quienes la abandonaban. Los esclavos y los desplazados por las guerras y las hambrunas constituyen la otra cara de la moneda migratoria, sin duda mucho más dramática.
Luis Otero y Abraham Alonso