Ramses II, gigante, pelirrojo y muy soberbio
Es, posiblemente, el faraón más importante de la historia egipcia; tanto por los hitos de su longevo reinado como por su espectacular legado constructivo.
Autor: Alberto Porlan
Una calurosa tarde de comienzos del siglo pasado, el eminente anatomista y arqueólogo australiano Grafton Elliot Smith y su equipo de ayudantes despegaban la última banda que cubría la recién descubierta momia de Ramsés II. Después de treinta y dos siglos, el cuerpo de quien había sido el Dios Viviente de Egipto mostraba sus desnudeces al mundo. Los circunstantes, plenamente conscientes del momento que estaban viviendo, observaban con una mezcla de admiración y respeto aquellos restos consumidos pero todavía bien reconocibles y -lo que era mejor- susceptibles de ser analizados. En ese momento, ante los ojos de los científicos, el brazo derecho de la momia hizo un brusco movimiento de llamada y el emocionado silencio se deshizo en un estallido de exclamaciones de horror y de carreras. Los tendones, libres por fin después de permanecer tres milenios forzados por las vendas, se habían contraído mecánicamente y el inesperado movimiento provocó entre el corro de científicos el mismo reflejo de pavor que hubiera provocado en unos colegiales.
El último gesto del faraón había sido consecuente con su historia: también los gestos que hizo en vida hicieron temblar a los hombres. Cuando Grafton Smith y su equipo digirieron el susto y prosiguieron el trabajo, se encontraron ante el cadáver de un hombre dotado de un físico extraordinario para su tiempo. La encorvada momia medía más de 1,70 m, lo que hacía pensar que en vida debió de tener una estatura en torno a 1,90 m, absolutamente inusual en su época. Considerando que había sobrepasado los 90 años cuando murió, es indudable que en su juventud, revestido de su atavío de gala y tocado con la corona doble, su presencia debió de ser imponente. De modo que no sólo fue un gran faraón, sino también un faraón muy grande. Y por si fuera poco, los cabellos que aún quedan pegados a su cráneo demuestran que era pelirrojo. El concienzudo trabajo de los embalsamadores reales nos ha permitido conocer muchos otros detalles físicos de su persona. Tomando sus cuidadosas observaciones del natural -o sea, de la momia misma-, el gran egiptólogo francés Maspero describió a Ramsés de esta manera: "...la cabeza es alargada y pequeña en relación al cuerpo. La parte alta del cráneo está completamente calva. La frente es baja y estrecha, con un prominente arco superciliar. Las cejas, muy pobladas y canosas; los ojos, pequeños y juntos; los pómulos, muy pronunciados. La nariz es larga, fina y ganchuda como la de los Borbones; las orejas están muy separadas del cráneo y lucen perforaciones para llevar pendientes. La mandíbula es fuerte y recia; la boca, pequeña pero de labios gruesos".
Así era físicamente el hombre que dirigió durante 67 años los destinos de Egipto. Habida cuenta de que la esperanza de vida en aquella época no rebasaba los 23, esto significa que Ramsés reinó sobre tres generaciones sucesivas de súbditos, y que al final de su faraonato quedarían muy pocos que recordasen el día de su coronación. Por otro lado, semejante longevidad debía de tener un significado especial. Nadie vivía tanto sin un apoyo especial por parte de las divinidades. Tal vez aquel faraón no llegase a morir nunca. Tal vez era inmortal. Tal vez era un dios.
Coherente con esa idea, al final de su reinado Ramsés II se hizo proclamar Dios Viviente en el templo de Abu-Simbel, una de sus construcciones más extraordinarias. Una de las muchas, porque considerando su vigor constructivo, las colosales riquezas que invirtió y el tiempo que permaneció en el poder, apenas hay un espacio arqueológico egipcio donde falte su nombre, a menudo inscrito entre alabanzas tan hiperbólicas que bordean lo ridículo.
De su carácter sólo pueden hacerse conjeturas. Hay mucho material sobre lo que hizo, tal vez incluso demasiado para obtener un resultado indiscutible. La información juega a veces malas pasadas y, por excesivamente abundante, llega a ser contradictoria. Además, es imposible encontrar una reseña del menor de sus defectos entre la masa abrumadora de textos que celebran su grandeza. Para entender las líneas generales de su conducta, hay que abrir la mirada y colocar su colosal figura contra el paisaje del mundo en que vivió. Ramsés II fue el tercer faraón de la XIX dinastía, fundada por su abuelo Ramsés I en el año 1320 a.C. La dinastía anterior había perecido como resultado de la revolución desencadenada por Akhenatón, el faraón místico y hereje que había osado enfrentarse con las castas sacerdotales egipcias proclamando una nueva religión, monoteísta para más escándalo. Durante su reinado, las tensiones internas habían sido demasiado fuertes y los enemigos exteriores las habían aprovechado con usura. Los problemas en las fronteras del país se habían multiplicado; los hititas en el Norte y los nubios en el Sur parecían haber perdido definitivamente el respeto a los ejércitos egipcios. Tras un par de faraones intrascendentes -uno de ellos, Tutankhamón, nos regalaría el tesoro de su tumba inviolada-, se hizo con el poder un general de origen norteño llamado Paramesu, que inauguró una nueva dinastía adoptando el nombre de Ramsés I.
Era ya un hombre viejo cuando se vio en el trono, de manera que gobernó en compañía de su hijo Seti, quien tampoco era joven y que, a su vez, asoció al poder a su hijo Ramsés, el cual ya era padre de cuatro hijos (llegaría a tener 138) y comandaba grandes ejércitos a los dieciséis años. Cuando murió Seti y se ciñó la corona Ramsés II, llegó al trono un joven que, en contra de lo sucedido con su abuelo y con su padre, faraones accidentales, había sido educado para ser monarca absoluto, indiscutido e indiscutible. Y también un gran militar, porque los gobernantes de la nueva dinastía habían aprendido muy pronto que su verdadera fuerza y legitimidad residía en el control efectivo y directo de las fuerzas armadas.
En cuanto a lo espiritual, visto lo ocurrido recientemente con Akhenatón, quedaba claro que era menester conducirse por la senda de la ortodoxia más estricta para no malquistarse con el clero. Teniendo en cuenta todo esto, Ramsés estaba abocado a convertirse en presa fácil de lo que se llamaría mas tarde la soberbia regia. Para un ciudadano del siglo XXI no resulta fácil imaginar despertarse cada mañana durante 67 años en el pellejo del individuo más poderoso del mundo. Y qué poder. Comparado con el de Ramsés, el que ejerce su homólogo actual, el presidente de los Estados Unidos, mediatizado por jurisprudencia, elecciones, opinión pública y medios de comunicación, es risible. Parece que algo hemos avanzado, al fin y al cabo. La tarea más urgente que esperaba al nuevo faraón era restaurar el prestigio militar de Egipto ante sus pertinaces enemigos del Norte, "los viles hititas", como siempre los llaman los textos egipcios. Al quinto año de su coronación, Ramsés se puso al frente de una expedición que debía recuperar la plaza fuerte de Kadesh, un enclave fronterizo estratégico que los egipcios habían tomado más de una vez para volverlo a perder en cuanto el grueso de las tropas se retiraba dejando una guarnición. Aquella expedición se convertiría en legendaria por un sinfín de razones. Culminaría en la primera gran batalla de la Edad Antigua de la que se tienen noticias acerca del movimiento estratégico de las fuerzas en combate. De modo que aún hoy día sirve de prólogo al estudio de las grandes campañas históricas en las escuelas militares del mundo.
Según las diversas narraciones que se conservan inscritas en piedra en monumentos alzados por Ramsés, el propio faraón intervino en el combate internándose él solo en las filas enemigas y peleando sobre su carro con la fiereza y el arrojo de un Santiago Matamoros, de modo que Kadesh supuso la legitimación definitiva de la nueva dinastía. Salvando las distancias, fue algo así como el 23-F para los Borbones españoles. Sin embargo, en el caso egipcio, la realidad fue muy diferente a cómo se contó al pueblo. Y es que la propaganda ya había comenzado a funcionar en aquel tiempo. Al margen de la versión oficial del combate, que lo describía como una inmarcesible victoria del faraón, la contienda se saldó con un empate técnico que a punto estuvo de convertirse en desastre para las armas egipcias. Los 2.500 carros hititas, extraordinarias máquinas de guerra muy perfeccionadas tecnológicamente para la época, se bastaron para neutralizar a los egipcios, sin necesidad de que el caudillo hitita Mutallu hiciera intervenir a los 10.000 infantes que acompañaban a los carros y que habían acampado al otro lado del río Orontes. Aún se ignora el motivo de que los retuviera. De no haberlo hecho, es seguro que la Historia Universal hubiese dado un vuelco. La consecuencia final fue un tratado de paz entre Ramsés y Mutallu, el primero cuyos términos exactos conocemos.
Además de un compromiso bilateral de no invasión, incluye un convenio de asistencia mutua que, por lo que toca a los hititas (los términos eran idénticos para los egipcios), reza así: "Si un rey enemigo invade el país de Ramsés II y el faraón escribe al gran rey de los hititas pidiendo ayuda, el gran rey de los hititas irá y matará a los enemigos del faraón. Y si al gran rey de los hititas no le apetece ir personalmente a combatir, mandará a su ejército y sus carros para matar a los enemigos del faraón". El tratado aliviaba al Estado egipcio de las irritantes y pertinaces incursiones hititas, de modo que Ramsés se vio con las manos libres para desarrollar su pasión constructiva, que era otra forma de asegurarse el paso a la posteridad, una de las compulsiones a que arrastra fatalmente la soberbia regia.
Como ya dijimos, fue sin duda el mayor promotor de obras públicas que conoció Egipto y el que movió más tonelaje de piedra, lo que es mucho decir en el país de Keops. Pero además, la incesante construcción de templos y edificios religiosos le permitía disfrutar del favor de la casta sacerdotal que acababa de recibir la bofetada de Akhenatón y que, en el fondo, seguía desconfiando de aquella nueva dinastía de militares norteños siempre sospechosos de contaminación con las religiones de los pueblos limítrofes. De hecho, durante su reinado se abrieron discretamente las puertas a otros cultos en la sagrada tierra de Egipto, y se permitió la asimilación de deidades foráneas a las egipcias, de manera que el dios Baal fue visto como el Set cananeo, y Astarté como la homóloga de Hathor.
Las edificaciones religiosas promovidas por Ramsés serpentean a lo largo del cauce del Nilo. Comienzan en el delta y se encuentran hasta la linde con Nubia, y algunas son sencillamente incomparables. Su descripción ocupa páginas enteras en los manuales, así que nos centraremos en dos indiscutibles joyas arquitectónicas: la gran sala hipóstila de Karnak y los templos de Abu-Simbel. Karnak, que junto a Luxor era parte de la vieja Tebas, vio alzarse durante su reinado (o mejor completarse, ya que los primeros trabajos habían sido emprendidos por su padre, Seti) el alucinante templo consagrado a Amón, de 30 hectáreas de superficie, uno de los recintos sagrados más impresionantes de todos los tiempos. El turista actual, aunque apabullado por aquellos obeliscos y aquel bosque de titánicas columnas resistentes a los milenios, apenas alcanza a hacerse una idea clara del aspecto que ofrecía el templo cuando fue terminado. La sala hipóstila reúne sobre una superficie de menos de 6.000 m² un conjunto de 134 columnas, 12 de las cuales, las que forman el gran pasillo central, tienen un perímetro de 15 m y una altura equivalente a un edificio actual de ocho plantas.
Todas ellas están cubiertas de jeroglíficos que, en su día, estuvieron pintados de vivos colores. Las reconstrucciones virtuales o infográficas han hecho posible que podamos estimar el conjunto en todo su esplendor y comprender que el visitante de la época debía de recibir una impresión brutal, abrumadora. En la frontera Sur, a las puertas de Nubia, los arquitectos de Ramsés desarrollaron un concepto diferente: el templo excavado en el interior de la roca. En Abu-Simbel se trataba de vaciar, no de amontonar. El esfuerzo de obreros y esclavos se tradujo en un par de templos maravillosos de dicados al Rey y (por vez primera en Egipto) también a la reina o esposa principal, Nefertari, a la que Ramsés amaba con pasión. El año 15 de su reinado, ambos hicieron un largo y dulce viaje por el Nilo para inaugurar sus respectivos templos, que siguen conmoviendo y deslumbrando a los visitantes gracias a la ayuda que la comunidad internacional prestó a Egipto para salvarlos de la inundación a que los condenaba sin remedio la presa de Assuán. También construyó ciudades enteras. La atención que requería la frontera Norte le impulsó a edificar su capital (Pi-Ramsés) en la zona del delta, región de la que procedían sus mayores. Parece ser que, con el tiempo, se aburrió del poder y fue delegando cada vez más funciones en sus hijos y sus hombres de confianza hasta cumplir los 90 años.
Para entonces, aunque prodigiosamente vivo, y todavía convertido en dios, no era sino un anciano achacoso que sufría fuertes dolores causados por la artrosis de la columna vertebral, dolores que aplacaba -según se ha sabido hace poco por medio de técnicas analíticas modernas- consumiendo grandes dosis de infusiones de corteza de sauce, o sea, del mismo principio activo (ácido salicílico) que constituye nuestra aspirina.
Pero antes de que lo venciera la edad y lo aniquilase la muerte, demostrando que ni siquiera él podía escapar al destino común, Ramsés había encarnado la gloria de Egipto como ningún otro de sus predecesores, y eso que los faraones ya llevaban por entonces dos mil años relevándose en el trono del país del Nilo. Aunque hay grandes dudas sobre los verdaderos orígenes de Una deidad muy alejada de su faceta más humana El faraón subrayaba continuamente su naturaleza divina. Para recordárselo a su pueblo edificó el magno templo de Amón, que tenía una superficie de más de 30 hectáreas. Destaca especialmente la sala hipóstila izquierda, formada por 134 columnas. En el mural superior -que decora la tumba del rey-, Ramsés II descansa entre Horus y Anubis. Fortaleza y perdurabilidad de la institución imperial faraónica ambas, la institución imperial faraónica fue, junto a la china -que aguantó desde el siglo XVI a.C. hasta la revolución comunista y quién sabe si aún perdura bajo otro envoltorio-, la más duradera de la historia de la humanidad. Cuando la tumba de Ramsés II, que llevaba esperándole más de 50 años, fue sellada, aún faltaba otro milenio para que se sellara la del último de los faraones egipcios. La Iglesia Católica, tercera de la lista, deberá resistir todavía de diez a quince siglos para equipararse con ellas.