Roma, un emperador tras otro
Los dos primeros emperadores de la dinastía Julio-Claudia –Augusto (reinado: 27 a.C.-14) y Tiberio (14-37)– fueron extraordinariamente longevos y fallecieron de causas aparentemente naturales pasados los setenta años, tras permanecer en el poder más de cuarenta y más de veinte respectivamente. Pero después comenzó un efecto ‘noria’ que cada vez agitó Roma con mayor furia.
Los dos primeros emperadores de la dinastía Julio-Claudia –Augusto (reinado: 27 a.C.-14) y Tiberio (14-37)– fueron extraordinariamente longevos y fallecieron de causas aparentemente naturales pasados los setenta años, tras permanecer en el poder más de cuarenta y más de veinte respectivamente. Pero después comenzó un efecto ‘noria’ que cada vez agitó Roma con mayor furia. Baste señalar que los tres siguientes emperadores –Calígula (37-41), Claudio (41-54) y Nerón (54-68), que cerró la dinastía– no perecieron en su senectud como Tiberio. Este, a pesar de su impopularidad –o de su impopularidad en ciertos sectores, en los que tanta algarabía provocó su deceso–, fue un gran emperador, sobre todo en la primera etapa de su gobierno. Había mandado sobre numerosos ejércitos y provincias y desempeñado en múltiples ocasiones labores consulares antes de ser césar, y dejaba un Imperio en mejores condiciones que las que tenía cuando lo recibió, gracias a una gestión prudente en la que optó por la consolidación en lugar de la expansión. El castigo que sufrieron los romanos por su errático juicio al congratularse de la muerte de quien tanta estabilidad les había proporcionado fue monstruoso: Calígula.
Calígula y su tío Claudio
Un emperador carente de experiencia, pero dotado de una personalidad arrogante que abrazó el delirio: ese fue Calígula. Hoy se cuestionan muchas de las excentricidades que historiadores posteriores a él y que lo odiaban, como Suetonio, le atribuyeron –como el nombramiento de su caballo favorito, Incitatus, como senador–; no así su carácter de depredador sexual, su sadismo y su incompetencia, que parecen acreditados. Tal fue su comportamiento que solo cuatro años después de su ascenso al trono, en el 41, tras sobrevivir a varias conjuras –una de ellas antes de cumplir el primer año como emperador–, cayó víctima de otra y fue asesinado por su propia guardia imperial, algo impensable hasta ese momento.
Tras negárseles a los romanos la restauración de la República, el lado extravagante del péndulo dio paso de nuevo a otro ‘tecnócrata’ como Tiberio: Claudio, tío de Calígula. Este era un apasionado de la historia que se había recluido durante años en los libros y que gustaba de escribir; había nacido con un pie deforme y padecía de cierta tartamudez. Sin suficiente poder sobre el Senado, al igual que le ocurriera a Tiberio por otros motivos, se apoyó en los libertos, lo que le colocó en una situación complicada.
Para consolidarse apostó, como otros lo habían hecho en el pasado y lo harían en el futuro, por la consecución de un gran triunfo militar, y en aquellos años uno de los mayores retos era Britania. La invasión de la isla fue todo un éxito para Claudio, aunque con el tiempo se demostrara un lastre más que considerable para el Imperio. Una vez afirmado en el poder, el emperador ya solo debía procurarse salud y felicidad y no escandalizar con su vida personal, al menos en exceso, a la ciudadanía romana. Pero a veces lo más sencillo resulta ser lo más complicado.
Claudio se distanció de Mesalina, su tercera mujer, y comenzaron vidas aparte, pero este distanciamiento llegó demasiado lejos cuando la osada y ambiciosa Mesalina contrajo matrimonio público con su amante Cayo Silio el Joven mientras el emperador se encontraba en Ostia. Temiendo que esta boda ilegal fuese la antesala de una conjura para deponerlo y asesinarlo, Claudio, siempre práctico, cortó el asunto de raíz: ejecutó a Mesalina, Silio y sus allegados y se propuso no volver a casarse jamás (llegó incluso a hacer prometer a su guardia pretoriana que lo mataría si pretendía dar ese paso). Pero su pasión por las mujeres iba a poder más que el propósito de enmienda.
Como cuarta esposa, Claudio eligió a su sobrina Julia Agripina, hermana de Calígula y madre de Nerón, y lo pagó caro. Agripina urdió con éxito el envenenamiento de Claudio en el año 54, justo antes de que pudiese ser designado sucesor Británico, el hijo que el emperador había tenido con Mesalina –Agripina también terminó con la vida de este un año más tarde–. Así fue como Nerón, con solo dieciséis años, se convirtió en emperador. Roma abandonaba de nuevo la ‘tecnocracia’ para adentrarse en otros catorce años de extravagancia y excesos.
Nerón, el reinado del terror
El 9 de junio de 68, el emperador Nerón, de 30 años, después de catorce dirigiendo los destinos de Roma, intentó huir de la condena que había recaído sobre sus espaldas –ser crucificado–, pero no pudo escapar a tiempo. Rodeado, desesperado, pidió a Epafrodito, su secretario, que lo apuñalase, tras pronunciar, según se cuenta, una célebre frase: “¡Qué gran artista muere conmigo!”. Pero ¿qué provocó que un emperador tan joven y con una experiencia más que considerable en el poder se viera abocado a tan dramático final?
De Nerón, como de Claudio y de Calígula, contamos con muchas referencias literarias y cinematográficas, pero las historiográficas son hoy muy cuestionadas. Sí podemos asegurar que elevó al poder a un vendedor de cuadrigas –Tigelino– con el que compartía vicios, que ordenó asesinar a su madre, que sufrió un duro levantamiento en Britania (año 60), que se mostró incapaz en el incendio de Roma y persiguió a los cristianos (año 65), que mató a su mujer embarazada, Popea Sabina, de una patada en un momento de cólera (año 66) y que desde entonces tiñó Roma de sangre: obligó a suicidarse a Séneca, ejecutó a un héroe de guerra como Corbulón e instauró un reinado de terror.
Parece, pues, imposible que un emperador tan joven, tan excesivo y sin grandes logros militares pudiera sobrevivir a semejante acumulación de acontecimientos críticos, pero Nerón lo logró. Y es que, contrariamente a lo que se pudiera pensar, contaba con el favor de gran parte del pueblo, con el que había tenido gestos generosos en situaciones complicadas.
Galba, errores de bulto
Quizás nadie en toda la historia se saboteó nunca tanto a sí mismo, ni tan rápido ni con tanta inmisericordia, como Galba. Lo cierto es que Servio Sulpicio Galba (3 a.C.-69) no comenzó mal, puesto que demostró prudencia cuando fue propuesto emperador por Julio Vindex y lideró el levantamiento contra Nerón, ya que solo aceptó el cargo cuando el prefecto del pretorio de Roma mostró su conformidad. Parecía un gesto sensato por parte del hasta entonces gobernador de Hispania, un septuagenario sin descendencia que había sido general y cónsul. Roma apostaba por un período de estabilidad pasajera, pues a Galba no se le presuponían ni arriesgados cambios de rumbo ni errores de consideración, como tampoco un gobierno excesivamente prolongado dada su edad. Parecía una buena elección, pero no lo fue.
Contra todo pronóstico, Galba, que había ascendido ocupando cargos de gran responsabilidad, cometió una serie de errores de importancia capital. El primero de ellos fue traicionar al ejército, lo que en aquella época eran palabras mayores. Engañó a los infantes de marina de Nápoles, tropas irregulares que le habían apoyado en la sublevación y a las que prometió una paga como la que recibían las tropas legionarias regulares. No solo no se la dio, sino que procuró la ejecución de todo aquel que protestara. Y poco después denegó la tradicional recompensa a la guardia pretoriana que le había promocionado. Aun cuando se hiciera en aras de la estabilidad económica del Imperio, estas traiciones suponían un error colosal, extraño en alguien con su experiencia.
Por si no fuera suficiente, destituyó a Verginio Rufo, responsable de las tropas de Germania Superior, cuando sin su lealtad difícilmente habría conseguido ser emperador. Verginio había resuelto con éxito –aunque existen dudas de si ello fue intencionado o accidental– el levantamiento contra Nerón de Julio Vindex, que pretendía el nombramiento de Galba, por lo que recibió de sus tropas, entre las que contaba con gran popularidad, la proclamación como emperador, pero declinó la propuesta y se mostró leal a Galba. Su destitución, junto al impago a los militares, situaba en contra del emperador a gran parte del ejército.
A pesar de ello, la situación todavía habría podido salvarse si no fuera porque cometió aún más errores, como el de nombrar a Aulio Vitelio su comandante en la Germania Inferior; Galba necesitaba que pacificase esta región, que se encontraba inquieta. Vitelio, excesivo de ambición, consiguió imponer la autoridad del ejército romano no solo en la Germania Inferior sino también en la Superior, pero no para sostener a Galba, sino para deponerlo. Este había destituido a quien le demostrara lealtad aun cuando podía derrocarlo y había nombrado comandante a quien deseaba sustituirlo. Así, el 1 de enero del año 69 las tropas de Germania Superior e Inferior negaron lealtad a Galba y nombraron emperador a Vitelio. Y esta ya crítica situación se volvió fatal cuando el primero cometió su definitivo y postrero error.
Uno de los que habían apoyado la insurrección de Galba fue Marco Salvio Otón, un más que fiel colaborador de Nerón en sus inicios y no tan leal al cabo de un tiempo. Se casó con Popea Sabina para que Nerón pudiera tener acceso a ella, pero se enamoró y fue obligado a divorciarse y nombrado gobernador de la alejada provincia de Lusitania. Desde allí había apoyado a Galba por su evidente animadversión hacia Nerón y también porque, como otros, pensaba que el anciano duraría poco. De hecho, aspiraba a sustituirle cuando cayera.
Pero Galba, incomprensiblemente, nombró sucesor a Lucio Calpurnio Pisón, un joven aristócrata de antepasados ilustres (entre otros, Pompeyo y Craso). Esta designación, llevada a cabo el 10 de enero del año 69, pocos días después del levantamiento de Vitelio, provocó a su vez el alzamiento de Otón, que, junto a la guardia pretoriana y otras tropas acuarteladas en Roma, maniobró rápidamente. Pocos días después, el 15 de enero, terminaba con la vida de Galba y de Calpurnio Pisón, salvajemente despedazado tras esconderse en el templo de Vesta.
Vitelio, Otón y Vespasiano
Así fue como los desaciertos de Galba empujaron a Roma a una guerra civil entre Vitelio, que marchaba hacia Roma con un poderoso ejército, y Otón, ya emperador, que intentaba contener al ejército que se aproximaba hasta la llegada de refuerzos. No lo logró y el 16 de abril del año 69, tras solo tres meses en el poder, se suicidaba tras la derrota en la primera batalla de Bedriacum, cerca de Cremona.
Solo un mes después de llegar Vitelio a Roma, Vespasiano fue nombrado emperador por las tropas romanas de Egipto y rápidamente apoyado por los contingentes de Judea y Siria. No era un envite menor: poco después, las legiones de los Balcanes –Panonia, Iliria y Mesia– se unieron a él, al temer represalias por su apoyo a Otón. El destino del Imperio se había convertido en un choque entre Oriente y Occidente con no pocas vidas en juego.
El final de Vitelio era inevitable, pero su vida aún podía salvarse a cambio de las de Sabino y Domiciano, hermano y sobrino de Vespasiano que se encontraban en Roma. Sin embargo, Domiciano consiguió escapar y las tropas de Vitelio asesinaron a Sabino. Finalmente, Vitelio fue apuñalado y arrojado al Tíber.
El triunfo de Vespasiano, el cuarto emperador en solo un año, no terminó con la inestabilidad en Roma, pero sí (de momento) con el loco carrusel en que se había convertido el Imperio. La dinastía Flavia aportó tres emperadores en veintisiete años: Vespasiano estuvo hasta el 79, Tito solo gobernó dos años, del 79 al 81, y Domiciano logró sostenerse desde el año 81 hasta el 96.