El Día D, visto por los alemanes
"Era una imagen que habría llenado de tristeza hasta al hombre más valiente"
Heinrich Severloh se quedó paralizado por el espectáculo que tenía delante. Llevaba meses observando el Canal de la Mancha desde su puesto en las ventosas dunas de Normandía y, ahora, a las 05:30 del 6 de junio de 1944, acababa de ver lo que había temido todo ese tiempo: unas manchas pequeñas y negras en el horizonte. El cabo de 20 años y sus compañeros del Widerstandsnest 62 (Nido de Resistencia 62) comprendieron que la largamente esperada invasión aliada empezaría en apenas unos minutos. La sorpresa era que eso ocurriera justamente allí, que les hubiera tocado a ellos. El WN62 era uno de los 14 búnkeres de Omaha Beach.
“La armada más potente de todos los tiempos: una interminable línea de buques de guerra”, recordaría luego Severloh. Ese día cayó hipnotizado por la imagen de la flota que se acercaba hasta que un zumbido oído en la distancia lo sacó de su ensoñación.
“Los bombarderos se aproximaban como fantasmas por un cielo gris, encapotado, y el zumbido fue creciendo hasta convertirse en un trueno infernal”.
La primera bomba cayó 50 metros por detrás de la posición del cabo y levantó montones de tierra y trozos de caliza. Los hombres se tiraron al suelo o se metieron a toda prisa en los búnkeres para protegerse.
No muy lejos de allí, el soldado Franz Gockel, de 18 años, se encogió horrorizado sobre su ametralladora polaca. “Nos vimos rodeados de escombros y en medio de una nube de humo –recordó luego–. Con polvo en los ojos y los oídos y arena entre los dientes”.
El joven alemán parpadeó al ver que los buques estaban lo suficientemente cerca de la costa como para disparar. De pronto los tremendos cañones brillaron con destellos rojos y anaranjados. La descarga golpeó las posiciones alemanas como un “muro de fuego”, según Gockel, que empezó a rezar para calmar los nervios e intentó no pensar en la abrumadora superioridad de la fuerza a la que se enfrentaban. Pero, incluso mientras rezaba, dentro de su cabeza podía oír su propia voz que le decía: “No sobreviviré a esto, no sobreviviré a esto”.
La “zona mortal” debía evitar la invasión
A finales de 1943, Hitler y sus generales no tenían ninguna duda de que las fuerzas aliadas intentarían desembarcar en el continente europeo al año siguiente. La pregunta era dónde lo harían.
El Muro Atlántico se extendía a lo largode la costa occidental de Europa, desde Noruega hasta el golfo de Vizcaya, pero, a pesar de que la propaganda aseguraba que había sido construido con “fanático celo” y que era “infranqueable”, nunca llegó a otorgar la protección que se anunciaba.
En noviembre de 1943, Erwin Rommel recibió el encargo de supervisar la construcción del Muro y lo primero que experimentó fue un sentimiento de frustración. Sin duda había miles de búnkeres, baterías costeras y nidos de ametralladoras, pero también muchos agujeros a lo largo de toda la línea. Rommel puso rápidamente a sus hombres a trabajar. Soldados como Severloh y Gockel tuvieron que arremangarse junto a prisioneros de guerra para hacer agujeros en la playa en los que se instalaron postes de madera rematados por una mina en la punta; también se pusieron barreras defensivas llegadas de los territorios ocupados de Bélgica y Checoslovaquia y se enterraron más minas –millones– bajo la arena; además de todo ello, se cavaron trincheras a una distancia mínima de 500 metros de la orilla. Así se formó lo que Rommel llamaba una “zona de muerte”.
“Creo que ganaré la batalla defensiva en el oeste si tengo tiempo para prepararla –escribió con optimismo Rommel a su mujer en la primavera de 1944–. Creo que podemos repeler la invasión”.
El gran problema del mariscal era que el tiempo corría, y muy rápido. En el Alto Mando alemán, todos pensaban que el desembarco aliado tendría lugar a comienzos de junio. Roosevelt y Churchill disfrutaban de dos ventajas clave sobre los defensores: una abrumadora superioridad numérica y soldados con mejor entrenamiento.
Gran parte de las fuerzas de defensa alemanas estaban formadas por hombres sin experiencia o prisioneros de guerra que habían eludido el cautiverio alistándose en la Wehrmacht. Pero el mayor problema de los alemanes eran la Armada y el deplorable estado de la Luftwaffe en el Frente Occidental, lo que significaba que no tenían buques de guerra, ni submarinos, ni aviones.
Fieles a sí mismos, Hitler y su ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, decidieron ignorar esas lúgubres perspectivas.
“¡Estamos listos! Si llega el enemigo, nuestros soldados le darán una lección”, fanfarroneó Goebbels pocos días antes del desembarco.
Y, en un mensaje dirigido a las tropas que se encontraban en territorio francés, el Führer también se expresó con una vehemencia y una confianza totalmente injustificadas:
“Sé, mis heroicos soldados, que todos tenéis la voluntad de luchar por un futuro venturoso para nuestro pueblo en los próximos días, y de asegurar ese futuro. Dondequiera que el enemigo ataque, debe ser destruido. En ninguna costa defendida por nosotros conseguirá afianzarse el enemigo. La victoria será nuestra”.
La realidad les demostraría a ambos que estaban muy equivocados.
Empiezan a caer las bombas
Nada parecido al discurso triunfalista de Hitler y Goebbels tenían en la cabeza Severloh, Gockel y sus camaradas de Omaha Beach cuando, en apenas media hora, les cayeron encima más de 10.000 bombas y proyectiles.
El gefreiter (cabo) Gustav Winter se encontraba en un búnker a un kilómetro de las posiciones de Severloh y Gockel, y también sintió la potencia del bombardeo aliado. Junto a su cargador checo de 17 años, Winter era responsable de defender el Nido de Resistencia 68, situado en uno de los acantilados de menor altura de Omaha.
“Cada vez que uno de los proyectiles de los barcos explotaba cerca, la onda expansiva viajaba por la tierra y traspasaba la paredes del búnker. Era como un puñetazo en el estómago. Sentíamos los golpes una y otra vez como patadas en la barriga. El dolor de oídos era terrible”, recordó Winter. Mientras, el cargador checo yacía en el suelo, llorando.
A las 06:15, los hombres del WN 62 pudieron ver a través del humo que cientos de lanchas de desembarco surcaban las olas de metro y medio para acercarse a la costa.
Severloh corrió hasta el búnker de comunicaciones. “¡Ya llegan! ¡Están desembarcando!”, gritó, y luego regresó haciendo zigzag hasta su propio búnker, donde esperaba uno de sus compañeros. Allí comprobó a toda prisa que su ametralladora MG42 estuviera bien montada en el soporte mientras el otro soldado cargaba la cinta de municiones Mauser de 7,92 mm.
“Ovejas al matadero”
Severloh observó cómo las lanchas de desembarco se acercaban a la costa como hormigas caminando por las olas. El corazón le latía con fuerza. A todos les sorprendía que los aliados hubieran decidido atacar con marea baja. Esto les permitía evitar defensas como los postes con minas y las puertas de hierro, pero, a cambio, tendrían que recorrer 300 metros de playa sin ningún tipo de protección hasta que pudieran resguardarse tras un muro.
A las 06:30, las primeras lanchas Higgins empezaron a bajar las rampas y los soldados salieron con sorprendente calma. En algunos sitios, la profundidad era aún mucha y los hombres se hundían, tras lo cual tenían que nadar hasta que hacían pie. Luego caminaban trabajosamente por el agua en filas, como si simplemente estuvieran en unas maniobras. En la costa, los alemanes todavía no habían abierto fuego. Les habían ordenado que esperasen hasta que los invasores se encontrasen a 400 metros de distancia, con el agua a la altura de las rodillas.
“Los americanos avanzaban por las olas con gran esfuerzo, cargados con armas y mochilas, despacio y sin ningún tipo de protección. Teníamos plena consciencia de que esos hombres habían sido enviados a la muerte como ovejas al matadero”, dijo más adelante Severloh.
Desde el pequeño búnker, a 25 metros de altura en la cima del acantilado, la vista era perfecta. A Severloh le costaba esperar para apretar el gatillo. La MG42, con una cadencia de fuego de 1.200 balas por minuto, era conocida como la Hitlersäge (la sierra circular de Hitler).
“¡Pobres desgraciados!”, murmuró el superior de Severloh, el Oberleutnant Bernhard Frerking, cuando el enemigo estaba llegando a la marca de 400 metros.
Y enseguida, a lo largo de todos los búnkeres y nidos de ametralladoras de Omaha Beach, se oyó la orden: “ ¡Los! (¡Abran fuego!)”.
Había llegado el momento de masacrar al enemigo.
Baño de sangre en Omaha
De repente, ametralladoras, morteros y cañones desataron un infierno sobre la playa e hicieron trizas a las indefensas tropas americanas. Por el aire volaban brazos y piernas amputados por las brutales descargas de las armas alemanas; las lanchas de desembarco quedaban hechas añicos y se deshacían en trozos de metal y madera que atravesaban el aire como flechas. Severloh barría con la ametralladora de un lado a otro: “Podía ver claramente cómo saltaba el agua con la balas de mi ametralladora –escribió–. Eran como pequeñas fuentes y los americanos entraban en pánico cuando las veían acercarse”.
Los soldados aliados se arrastraban desesperadamente hacia las defensas que los alemanes habían instalado en la playa –las estructuras conocidas como puertas belgas y erizos checos– en busca de protección. A la vez, seguían llegando nuevas lanchas, cada una con grupos de treinta hombres.
“Cuando veía acercarse las lanchas, me concentraba en las rampas y, en cuanto iban a saltar, abría fuego. A veces usaba el fusil y así podía apuntar a soldados concretos y darle tiempo a la ametralladora para que se enfriase”, contó Severloh.
Acabada la guerra, el hombre que acabaría siendo conocido como “la bestia de Omaha” admitió:
“No sé a cuántos maté. Fue horrible. Solo de pensar en ello me entran ganas de vomitar. Acabé con una lancha de desembarco casi entera. El agua estaba toda roja alrededor”.
No muy lejos del búnker de Severloh, se encontraba Franz Gockel con el dedo pegado al gatillo de su ametralladora polaca. El joven de 18 años se había recuperado de la conmoción del bombardeo inicial y había asumido el papel de verdugo. En las raras ocasiones en que dejaba de disparar para que se enfriase el arma, Gockel miraba y hacía balance de la masacre.
“Tantos cadáveres en la playa y seguían llegando nuevos soldados. No lo podíamos entender”.
El flujo interminable de tropas obedecía al hecho de que los aliados contaban con enormes recursos. Además de los soldados, al inicio del desembarco circularon por la playa tanques anfibios y buldóceres blindados que levantaban cascadas de agua y arena y servían para que los hombres se pusieran a cubierto.
Cuando el reloj dio las 10:30, miles de soldados se resguardaban ya sobre el rompeolas de la playa. Severloh y Gockel observaron cómo las tropas enemigas, apoyadas por destructores y tanques Sherman, atravesaban un campo minado y se acercaban a la base de los acantilados. A la vez, ambos comprobaron que las reservas de munición escaseaban. Ahora empezaban a sentir miedo de verdad.
Paralizado por el horror
Winter y su ayudante checo oyeron entonces el ruido de un Sherman que se acercaba y vieron que un grupo de compatriotas salía huyendo de detrás de unas dunas. Mientras los seguían con la vista, la explosión de un proyectil los convirtió en una masa de carne y fragmentos de hueso que voló por el aire.
“Me dio pavor la posibilidad de morir así”, recordó Winter. Segundos más tarde, en medio de una nube de arena surgió un tanque que subía por la duna.
“Fue para mí una sorpresa enorme porque no pensaba que pudieran salir de la playa, pero disparé inmediatamente. Era un tanque de la clase Sherman, con un perfil muy alto, y presentaba un blanco fácil, más aún con la estrella blanca pintada en el frente”, dijo.
Winter observó atónito cómo el proyectil rebotaba en el blindaje y explotaba por detrás. El Sherman respondió con una ráfaga de ametralladora que destrozó la mira de su arma y luego disparó un proyectil que destruyó la torreta del búnker y acabó en el pecho del cargador checo. El impacto mató al ayudante pero restó fuerza al proyectil, que de otra forma habría rebotado y acabado también con Winter.
“Y así este pobre chico que apenas necesitaba afeitarse la barbilla me salvó la vida. Murió al instante, a mi lado, y ese fue para mí el fin del búnker”.
El cabo observó que las dunas se llenaban de tanques y soldados y supo que había llegado el momento de marcharse. Uno de los americanos llevaba un lanzallamas con el que apuntaba hacia una posición antitanque situada a unos 100 metros del búnker de Winter. De pronto, el lanzallamas escupió una lengua de fuego que, con enorme fuerza, envolvió el cañón y a los hombres que lo disparaban .
Esta escena la presenció Winter después de deslizarse por la trampilla lateral de la torreta y escapar por detrás de la estructura de hormigón. Luego vio con horror que las dunas que tan bien conocía estaban llenas de cráteres y trozos de cuerpos humanos y que por todas partes había remolinos de humo y polvo.
“La arena era un completo infierno –recordó–. Un completo infierno”.
Winter se escondió detrás de la torreta mientras a su lado pasaban soldados americanos. Al final, uno advirtió su presencia y le pegó con la culata del rifle en la cara:
“Tenía montada la bayoneta y creo que me la iba a clavar –explicó Winter–, pero de pronto una explosión lo distrajo”.
El enemigo seguía pasando cerca y Winter notó que muchos llevaban aún el uniforme mojado y que estaban intentando asegurar un camino que les permitiera pasar tierra adentro. De repente, otro soldado americano lo agarró, le pegó una patada y le indicó que bajara hacia la playa.
Cuando llegó al pie del acantilado, lo esposaron y lo pusieron junto a otros prisioneros alemanes. Estuvo observando toda la extensión de arena, desde la orilla, en la que la marea depositaba cuerpos de americanos muertos, hasta el pie del acantilado, donde había cadáveres de compañeros alemanes carbonizados que habían caído desde sus puestos defensivos. Winter nunca podría olvidar ese terrible espectáculo: “Era una imagen que habría llenado de tristeza hasta al hombre más valiente. Los prisioneros alemanes estábamos allí todos mudos, contemplando...”.
Huida de la playa
Para las 13:00, los aliados habían desembarcado ya a 19.000 hombres y los buldóceres recorrían la playa eliminando obstáculos para que pudieran avanzar los tanques. La invasión había empezado por el este de Omaha, donde estaba situado Winter; a un kilómetro de allí, Gockel resistía en su pequeño búnker.
La ametralladora había quedado inutilizada por el impacto de un proyectil, por lo que el joven disparaba ahora con su Karabiner 98k. Ya a punto de desfallecer, se metió en el búnker de la tropa a buscar algo de comida y, al salir, un disparo le atravesó la mano izquierda y le dejó “tres dedos colgando de unos tendones destrozados”.
“El pasaporte de vuelta a casa”, le dijo el soldado que le prestó los primeros auxilios, refiriéndose con envidia a la llamada Heimatschuss (herida lo suficientemente importante como para salir del campo de batalla, pero que no pone en peligro la vida).
Una vez vendado, Winter recibió autorización para abandonar el frente. Luego caminó por carreteras secundarias, intentando evitar a los americanos, hasta que encontró un camión que transportaba a otros heridos. Según se dirigían a la enfermería de Balleroy, a 15 kilómetros de la costa, miró por un agujero en la lona y vio el efecto de los bombardeos aliados: “Ganado muerto en los pastizales; las unidades de suministro también habían tenido su ración de víctimas”.
Por el camino tuvieron que detenerse varias veces porque había vehículos quemados que bloqueaban el paso; en las cunetas agonizaban compañeros heridos. Tanta destrucción conmocionó a Gockel, cuyo único consuelo era pensar en que pronto regresaría a Alemania.
Mucho más lejos quedaba esa perspectiva para Heinrich Severloh, que a las 14:30 se había quedado sin municiones y tuvo que alimentar la MG42 con trazadoras. Eran igual de efectivas que las balas, pero tenían el problema de que revelaban su posición.
En solo diez minutos, la violencia de los proyectiles enemigos le había sacado cuatro veces del sitio. Los pulmones se le llenaban de humo y no podía respirar; le retumbaban los oídos. Desorientados e incapaces de ver lo que estaba ocurriendo fuera, Severloh y sus compañeros pensaron que quizás esa era la última oportunidad de escapar.
Salieron y echaron a correr encorvados, buscando refugio en los cráteres dejados por las bombas, hasta que Severloh se detuvo a esperar a los que venían detrás. Al cabo de varios minutos, llegó uno solo. Todos los demás habían caído, incluyendo al teniente Bernhard Frerking, amigo íntimo de Severloh.
Siguió una huida de cinco kilómetros, durante la cual tuvieron que cambiar de rumbo varias veces para evitar a los americanos, hasta que al fin llegaron al cuartel del batallón, en la localidad de Colleville. Allí se tumbaron, agotados, y a Severloh le curaron varias heridas que tenía en la cara. Entre todas las desalentadoras noticias, el cabo pudo oír una conversación entre dos oficiales que le dio una brizna de esperanza:
“Estamos esperando los tanques –dijo uno de ellos–. Vamos a echar a los americanos a patadas”.
El día más largo
Nadie en el cuartel tenía verdadera conciencia de hasta qué punto la situación era desesperada, ya que las unidades Panzer que se suponía que iban a repeler la ofensiva se encontraban en serios aprietos. En muchos sitios, los paracaidistas aliados se habían hecho con el control de puentes y carreteras, y la aviación y la flota aliada habían destruido los tanques que conseguían aproximarse a la costa.
Rommel bautizó el 6 de junio de 1944 como “el día más largo”, y su pesimismo estaba más que justificado. Los aliados consiguieron establecer cabezas de playa en las cinco playas del desembarco y, en algunos casos, llegaron a controlar ocho kilómetros hacia el interior. Por la tarde, se recibió un informe de situación en el que se estimaba que el enemigo estaba desembarcando un tanque por minuto. En el fondo, Rommel y sus generales sabían que los aliados habían conseguido una posición firme en la costa francesa. El Muro Atlántico no había sido suficiente para detenerles.
Ese 6 de junio, también cayó Colleville. Severloh y varios de sus compatriotas consiguieron escapar antes de que entraran los tanques Sherman. Partieron aprovechando la oscuridad y enfilaron hacia el sur con la esperanza de unirse a otras fuerzas de la Wehrmacht, pero a los pocos kilómetros se vieron acorralados por el fuego de las ametralladoras aliadas y tuvieron que buscar refugio.
“Teníamos que admitir que la guerra había evolucionado al margen de nosotros y que ahora éramos un grupo pequeño y perdido, escondido en un agujero húmedo en algún lugar del fin del mundo”, escribió Severloh más tarde.
A medida que avanzaba la noche, el cabo fue cayendo en la desesperación: “Toda esa lucha, el sacrificio personal, la enorme exigencia física y mental, el miedo, el dolor, la terrible matanza... ¿No habían servido para nada? Pensé en Frerking y los ojos se me llenaron de lágrimas”.
Severloh y sus compañeros se levantaron con la luz del amanecer y, desarmados y con las manos en alto, fueron caminando por la densa maleza hasta un prado cercano, donde les esperaban las tropas aliadas. Exactamente 24 horas antes había comenzado la invasión. La guerra, para Severloh, había terminado.