La Baja Edad Media: el tiempo de las Cruzadas
El intento de la cristiandad de recuperar militarmente los Santos Lugares se inscribe en un marco temporal e histórico de cambios decisivos, que sentaron algunas de las bases del mundo moderno: el resurgir de Europa en torno al año 1000 tras siglos de decaimiento, abandono e inestabilidad.
Suele establecerse como fecha de inicio del período histórico al que llamamos Edad Media el año 476, en que cayó el Imperio romano de Occidente, y como fecha de finalización 1492, año del descubrimiento de América (o, según otros, 1453, el de la caída del Imperio bizantino). En cualquier caso, el colapso del Imperio romano de Occidente, a finales del siglo V, convirtió Europa en un crisol de pueblos muy distintos entre sí. Durante seiscientos años, la inestabilidad se extendió por el continente, avivada por las incursiones de musulmanes, vikingos y magiares. Aquellos ataques, que dejaban tras de sí un rastro de monasterios destruidos y comunidades saqueadas, casi acabaron con el comercio y modificaron la forma de gobierno en buena parte del continente durante los siglos IX y X, pues el clima generalizado de inseguridad y desamparo consolidó el poder de los señores locales a cambio de protección, sentando las bases del feudalismo.
Pero Europa comenzó a estabilizarse económicamente en el siglo XI. Se produjo entonces un importante desarrollo agrícola y el aumento de la riqueza contribuyó a que mejoraran las condiciones sanitarias e higiénicas de la población, lo que provocó un incremento demográfico y el auge de las ciudades. El mundo comenzó a cambiar. La sociedad feudal dio paso poco a poco a los Estados nacionales, mientras que las guerras por las propias fronteras se convirtieron en luchas de religión lejos de casa.
El gran resurgir
Pese a que el fin del milenio estuvo marcado por hechos como la extensión de una epidemia –conocida como “el mal de los ardientes”– por el norte de Italia en 997, la destrucción de la iglesia del Santo Sepulcro (Jerusalén) en 1009, las periódicas incursiones de los pueblos nórdicos o las acometidas de Almanzor sobre los reinos cristianos de la península ibérica, que crearon una inquietud difusa por el ocaso del mundo –una preocupación que perduraría a lo largo de la Edad Media–, ninguna ola de terror apocalíptico recorrió Europa a finales del siglo X. Por el contrario, a partir del año 1000 el Viejo Continente experimentó un importante crecimiento poblacional y económico que propició la apertura de nuevas rutas comerciales y el desarrollo del arte. El oscurantismo que se ha querido vincular al “terror del año 1000” contrasta con la revolución social y económica que realmente se produjo en Europa en aquella época.
Así, tras varias centurias de decaimiento y regresión que algunos han dado en llamar “los siglos oscuros”, a mediados del siglo XI se vive una etapa de avance, expansión y resurgir de la iniciativa a todos los niveles. Además, cierta tranquilidad política se asienta en el corazón del continente con el final de las incursiones vikingas desde el norte y de las de los pueblos de las estepas por el este y con la crisis experimentada por el islam al sur y sureste.

Cuaresma
Hacía muchos siglos, pues, que Europa no vivía una situación tan bonancible y, por ello, los dirigentes políticos y religiosos se creyeron en condiciones de ir más allá de lo que habían heredado. Poco a poco, amparados en su origen supuestamente divino, los reyes se pusieron en cabeza de la jerarquía feudal y sus reinos se fueron consolidando. En el período bajomedieval, las principales potencias vivieron procesos y suertes dispares, pero en general las dinastías reinantes se asentaron. Así, después de varios siglos de descomposición política y caos social, se fueron vertebrando los reinos de Inglaterra y Francia, el Imperio romano germánico (desde 1157, con Federico I Barbarroja, “sacro”) y los reinos hispánicos (Aragón, Navarra, Castilla, León y Portugal).
Esta revitalización de Occidente –ya iniciada a mediados del siglo X– cristalizaría desde el siglo XI en torno a tres puntos focales: la abadía de Cluny, fundada en 909 en la localidad homónima de Francia; la corte de Otón I, cabeza del Imperio romano germánico entre 962 y 973, y la península ibérica, en la que los reinos cristianos convivían con la pujanza del califato que Abderramán III había proclamado en Córdoba en 929. La expansión del arte románico y el impulso de los peregrinajes religiosos son muestras de esa vitalidad, que se consolidaría a lo largo del siglo XI y que animaría a los señores feudales a lanzarse a una temeraria aventura: intentar recuperar para la cristiandad los Santos Lugares (y, de paso, controlar el comercio con Asia). Hoy conocemos ese fenómeno como las Cruzadas.

Abadía de Cluny
El poder de la Iglesia
La Iglesia cristiana había doblegado primero al Imperio romano y luego a los pueblos germánicos, que se habían convertido a la nueva fe por las ventajas que acarreaba para la convivencia con sus enemigos. De este modo, tanto para los intelectuales y las gentes ilustradas (una minoría exigua) como para las masas rurales y campesinas, la religión católica se convirtió en la Europa medieval en el elemento sustancial sin el que resultaba imposible pensar ni vivir. Durante los ‘siglos oscuros’, el temor a granjearse la enemistad o la cólera divina, así como a la condenación eterna y los horrores del infierno, dominaba la existencia. A ello se unía el yugo terrenal que las autoridades eclesiásticas imponían a sus vasallos, que coexistía con los excesos opulentos de las altas instancias clericales.
En el siglo XI, la Iglesia también conoció una cierta renovación y aumentó su prestigio y omnipresencia merced a la reforma impulsada por el papa Gregorio VII (1073-1085). Este, después de ganar espacios de influencia económica, social y política con la publicación de Dictatus Papae (1075), obligó en 1077 a humillarse ante él en el Castillo de Canossa al emperador alemán Enrique IV, instaurando con ello la supremacía papal sobre los poderes temporales de la cristiandad. Se consolidaron así unas nuevas relaciones políticas y con ellas se fortaleció todo un sistema de redes de poder, basado en la nobleza de sangre, que duraría siglos.
A partir de ese momento, la sociedad europea comienza a tomar conciencia de la nueva situación, los eclesiásticos inician una senda intelectual revitalizada en escuelas catedralicias y monacales y la nobleza se siente lo suficientemente fuerte como para mirar hacia el islam y, con la bendición del papa, imaginar que un triunfo militar sobre los partidarios de Mahoma –divididos y enfrentados en diversas entidades políticas desde el siglo X– es posible ahora.

Festival medieval
La Revolución agrícola
Todo esto sucedía en una sociedad eminentemente rural. En los primeros siglos medievales, los campesinos se organizaban en grupos reducidos en torno a unas tierras, propias o comunes, e imponían en ellas sus leyes, pero poco a poco estas comunidades fueron absorbidas por señores, laicos o religiosos, a los que habían sido entregadas dichas tierras como feudos (a cambio de jurar fidelidad al rey) de modo vitalicio y hereditario. Así se estableció el sistema feudal.
Los campesinos eran el mayor estamento social en la Europa medieval: a él pertenecía el 90% de la población. Responsable de la ganadería y la agricultura, era la clase que soportaba el peso fiscal del Estado mediante el pago de tributos y rentas a la nobleza, el clero y la monarquía. No obstante, el campesinado no era una masa homogénea y estaba jerarquizado en varios escalafones. Coronaban la pirámide aquellos que contaban con arado propio y animales para tirar de él. Por debajo se situaba la categoría más numerosa, que habitaba en granjas y vivía de su huerto y algo de ganado. El último peldaño lo ocupaban jornaleros y braceros sometidos a servidumbre: los siervos de la gleba, que no tenían derecho a tierra ni animales, que debían entregar diezmos al castillo o al convento que los sometía, que no contaban con más apero que el arado romano y que estaban sujetos a levas para ir a batallar junto a su señor.
La familia era la primera unidad de producción para los campesinos medievales. Cada miembro de ella tenía una función según su sexo, edad y estatus. Mientras que los hombres adultos y jóvenes trabajaban las tierras, las mujeres eran las encargadas del ganado, el huerto, el vestido y la preparación y conservación de los alimentos y las bebidas. Era una economía de subsistencia. Pero en el siglo XI la agricultura y los rendimientos de los cultivos mejoraron notablemente, gracias a la introducción de innovaciones técnicas y a la ampliación de la superficie cultivada con nuevas roturaciones y desecaciones de tierras pantanosas. De esta manera, a mediados de siglo las hambrunas permanentes de las centurias anteriores eran poco más que un mal recuerdo y los campesinos, aunque seguían sujetos a la tierra y a sus señores, disfrutaban de más alimentos y recursos. Esto provocó un gran crecimiento demográfico y una notable bonanza económica.

Carcassone
El auge de las ciudades
Paralelamente, a partir del siglo XI se produjo asimismo un importante desarrollo de las ciudades y de la nueva clase social urbana, la burguesía, gracias, entre otras cosas, a la revolución agraria, los avances técnicos y el renacimiento del comercio. Esa burguesía fue delimitando su espacio y sus funciones y, de hecho, tomó el mando en las urbes creando un sistema político y organizativo muy distinto al practicado en el campo. Ambos modelos, el feudal y el urbano, cada uno con sus peculiaridades sociales y económicas, no fueron incompatibles sino que convivieron durante la Plena y Baja Edad Media.
El comercio y la industria artesanal florecieron merced a los excedentes agrícolas y a la mayor seguridad en los caminos. En las ciudades, que crecieron de modo extraordinario entre los siglos XI y XIII, se desarrollaron el artesanado y la construcción y aparecieron nuevas profesiones y maneras de ganarse el sustento. Con ello, la vida cotidiana se transformó y se diversificaron los estamentos sociales y económicos, y las cosas también empezaron a cambiar para las clases sociales más desfavorecidas del mundo medieval.
Entre los años 1000 y 1340, la población del continente se duplicó, pasando de 38 a 73 millones, y muchos habitantes del campo emigraron a los burgos para librarse de la servidumbre feudal. Puede decirse que el auge de la vida urbana fue el fenómeno más significativo de la época. No en vano, la construcción fue una de las principales industrias bajomedievales. Fruto de ese ‘boom de la piedra’ crecieron ciudades bulliciosas con tiendas, talleres, parroquias y casas de baños. El impulso urbano vino acompañado del auge de los nuevos oficios y el comercio, y artesanos y mercaderes se abrieron paso como nueva clase social pujante entre clérigos, nobles y campesinos. Las disposiciones de Carlomagno contra la usura se arrinconaron para dar paso a los préstamos para la compraventa o commenda, que activaron la productividad y el mercadeo
Militarmente, las Cruzadas pueden considerarse un fracaso para Occidente, pues aunque en los dos siglos que abarcaron se alternaron éxitos como las conquistas de Antioquía (1097-1098), Jerusalén (1099) o Acre (1191) con derrotas sonadas como la sufrida a manos de Saladino en Hattin (1187), el resultado final fue desfavorable para la causa de los cristianos latinos. Sin embargo, tuvieron efectos importantes para la sociedad europea en otros aspectos, pues despertaron el interés por Oriente y abrieron allí nuevos mercados y rutas marítimas y terrestres. Además, los métodos creados por papas y reyes para obtener recursos monetarios con que financiarlas condujeron al desarrollo de sistemas de impuestos que cambiaron la estructura fiscal de los Estados europeos. Por ello, algunos historiadores hablan del “renacimiento” de los siglos XI-XIII para referirse a la etapa de bonanza climática, demográfica, económica y social que se produjo en Europa en esas centurias: en el tiempo de las Cruzadas.

Mapa de Europa