La Tercera Cruzada: Saladino contra Ricardo
El sultán Saladino supo unir a las fuerzas musulmanas y, tras la batalla de Hattin, reconquistó Jerusalén en 1187. El fin del dominio cristiano en Tierra Santa parecía próximo pero ahí estaba Ricardo Corazón de León, dispuesto a liberar la ciudad sagrada. En la Tercera Cruzada, quizá la más conocida de todas, el mítico rey inglés derrotó, por primera vez, a los hasta entonces invencibles soldados de Saladino.
Una vez más, fue una acción sarracena la que iba a desencadenar la convocatoria de una nueva cruzada, pero ahora los adversarios de los cristianos estaban liderados por una personalidad verdaderamente excepcional: el expansionismo islámico había encontrado al que iba a ser su mejor dirigente. Salah ad-Din, Saladino, sirio de origen kurdo, había demostrado unas grandes capacidades estratégicas que le habían convertido en visir de Egipto y aureolado de una amplia fama entre los musulmanes, que lo convirtieron en su principal caudillo. Él parecía ser el destinado a acabar con la presencia cristiana en la zona, y todas las acciones que llevó a cabo a partir de 1174 constituyeron una sucesión de éxitos imparables.
Después de conquistar Damasco y Alepo, el objetivo no podía ser otro que la misma Jerusalén. Los siempre amenazados Estados latinos estaban ahora totalmente cercados. A finales del año 1187, el ya sultán Saladino obtuvo en la batalla de Hattin una brillante victoria sobre Guido de Lusignan, monarca de Jerusalén. Saladino tomó todas las fortalezas y ciudades francas, incluidas Trípoli y Antioquía, ofreciendo condiciones favorables a los que se rindieran. Pero los francos resistieron en Jerusalén hasta que su población cautiva fue ofrecida al rescate: diez besantes por hombre y cinco por mujer y diez mil besantes por sus siete mil pobres. Ocho mil franys serían liberados de este modo y otros diez mil lo fueron gratuitamente por magnanimidad del sultán. Sin embargo, un número similar serían vendidos como esclavos, muchos de ellos enviados a Egipto para construir fortificaciones. Ocupada la ciudad el 2 de octubre de 1187, se cerró el Santo Sepulcro y las mezquitas volvieron al culto. De todo el reino que fundara Godofredo de Bouillón, únicamente quedaba libre de la ocupación ayubí el puerto de Tiro. Una terrible conmoción sacudió el mundo cristiano: los musulmanes tenían ahora en su poder los Santos Lugares, la Vera Cruz y la práctica totalidad del reino de Jerusalén. La Tercera Cruzada parecía inevitable y, esta vez, tras un primer contingente de daneses, sajones, normandos y flamencos, los reyes de Francia, Inglaterra y Alemania se pusieron en marcha.

Guerreros de Saladino
Tercera Cruzada (1188-1192)
Así, a pesar de los nefastos precedentes, al llamamiento de Gregorio VIII –y olvidando en el fervor del momento todos los conflictos y desencuentros entre los monarcas cristianos que habían dado al traste con la anterior–, una Tercera Cruzada se organizó rápidamente. Hasta Occidente había llegado la fama de Saladino, de quien se sabía que había impedido personalmente la profanación y destrucción del Santo Sepulcro, así que, para enfrentarse a tan notable adversario, en marzo de 1188, la jefatura de los ejércitos cruzados se organizó al más alto nivel. El primero en ponerse en marcha fue Federico I Barbarroja de Alemania, que conducía a cien mil hombres. Moviéndose por tierra hacia Anatolia, obtuvo una gran victoria contra el sultán de Iconium pero, impedido por el peso de su coraza y sus escasas dotes natatorias, murió al intentar atravesar el río Salef, en Anatolia. Recorrido muy breve, pues, el de la enorme hueste germánica, que quedó disuelta después de que el emperador se ahogase.
Dos años más tarde, los reyes de Francia e Inglaterra, Felipe II Augusto y Ricardo I, olvidando sus diferencias, partieron juntos. Mientras que los alemanes tomaron la vía terrestre, ingleses y franceses iniciaron su ruta por mar. Felipe llegó antes que Ricardo, que –mientras notables contingentes de cruzados se reunían alrededor de Guido de Lusignan en sus operaciones de asedio a la fortificada ciudad de Acre– se detuvo para conquistar en 1191 la estratégica isla de Chipre. En julio de ese año, ambos monarcas harían capitular Acre en su camino hacia Jerusalén. Pero Felipe Augusto enfermó y, considerando concluida la misión, regresó a Francia, así que Corazón de León quedó solo frente al hasta entonces invencible Saladino.

Ricardo Corazón de León
El león se queda solo
Ricardo entabló negociaciones con el sultán para el rescate de Acre, pero, tan pronto como estas se interrumpieron, mandó pasar a cuchillo a los casi tres mil prisioneros. El 22 de agosto de 1191, Ricardo inició el avance. Corazón de León era un guerrero experimentado y esta vez su poderoso ejército –nutrido, bien armado y organizado- no cometería los errores que causaron el desastre de los Cuernos de Hattin. El orden de marcha lo abrían y cerraban templarios y hospitalarios. El cruzado que se retrasaba –enfermo, agotado o herido– era dejado atrás, y las fuerzas irregulares de Saladino, que seguían al contingente cristiano, lo degollaban de inmediato. El agotador calor comenzó a hacer de las suyas en los hombres vestidos con pesadas cotas de malla y, hacia el 5 de septiembre, Ricardo intentó iniciar nuevas negociaciones. No hubo tregua. Dos días después, el sultán decidió entablar batalla al norte de Arsuf. La victoria fue para el rey cristiano. Saladino se retiró, dejando tras de sí casi 7 000 muertos y 2 000 heridos.
Ricardo Corazón de León, un guerrero astuto y experimentado, no cayó en los errores de sus correligionarios en Hattin. Primero, siempre dispuso de tropas frescas en el flanco más expuesto; segundo, ante el ataque sarraceno, supo mantener a sus fuerzas cohesionadas, de manera que solo respondieron al hostigamiento cuando su jefe así lo dispuso. Además, Ricardo fue un jefe admirado por sus hombres, que eran capaces de seguir sus órdenes al pie de la letra y dar la vida por él.

Tercera Cruzada
El Tratado de Jaffa
El inglés persistió en la empresa, quizá fascinado por el magnífico Saladino, que el destino le había dado por adversario. Para él, las Cruzadas eran una ocasión única de conseguir gloria y fama, la máxima ambición de todo caballero medieval, pero nunca se enfrentó cara a cara con Saladino y no pudo recuperar Jerusalén. Era el sultán demasiado inteligente y hábil para ser vencido del todo, e incluso la gran victoria que Ricardo obtuvo en Arsuf no le permitió reconquistar la Ciudad Santa.
El adversario, actuando desde su plataforma básica de Egipto, aceptó entonces las vías diplomáticas que parecían obligadas. Así, en septiembre de 1192 se firmaba el Tratado de Jaffa. Era el primer acuerdo entre cristianos y musulmanes y establecía una tregua de tres años que permitía a los francos entrar en Jerusalén, en pequeños grupos y sin armas. Entre ambos reyes, como caballeros, surgió un buen entendimiento e incluso celebraron varios banquetes. Tras la rúbrica del tratado, Ricardo se volvió de nuevo a Inglaterra, donde su hermano Juan Sin Tierra estaba intrigando para robarle el trono.
Seis meses después moría Saladino, su brillante enemigo. Para los siglos venideros, los dos grandes rivales entraban por la puerta grande en la leyenda y en la literatura.

Saladino