Hispania bajo el gobierno de Augusto
Con tan solo 19 años ya estaba al frente de la República romana, que transformó definitivamente en Imperio. Zanjó las últimas rebeliones de la península al vencer a cántabros y astures y fundó ciudades como Mérida, Zaragoza o Barcelona
La primera vez que Augusto estuvo en Hispania no era más que un joven prometedor de 17 años. Arribó a la península en el año 45 a.C. acompañando a Julio César, su tío-abuelo y padre adoptivo. Aunque llegó tarde para ayudarle en la guerra contra los hijos de Pompeyo, sí le dio tiempo a pasar varios meses con él y aprendió rápidamente las fórmulas del ejercicio del poder, que pronto le tocaría practicar. Como él mismo confiesa en su testamento político, el panorama de las guerras civiles no le dio otra opción que alzarse en armas: «Teniendo yo 19 años de edad y estando la República en peligro, pagué un ejército de mi propio pecunio y tomé el poder». Lo que Augusto no iba a reconocer es que, tras el asesinato de Julio César, la situación en Roma le cogió fuera de juego.

Estatua de Augusto
Como afirmara el historiador neozelandés Ronald Syme, Augusto no estaba dispuesto a esperar el transcurso de un cursus honorum tradicional que le llevara hasta el consulado hacia los 40 años, que es cuando la corona de laurel debería ornar sus cabellos… si es que le quedaba alguno para entonces. La inquietud juvenil, su ambición política y las oportunidades surgidas en el revuelo provocado por la muerte de César le llevaron a protagonizar la historia. Eliminando paulatinamente los obstáculos hacia el mando absoluto, Augusto supo mantenerse más de cuatro décadas al frente de un Estado en continuo cambio. Durante la etapa de las guerras civiles y las luchas por el poder entre las principales familias de la República, transformó ese mando en un ejercicio personal y único de la autoridad, sin perder de vista las instituciones anteriores.

Augusto
De ladrillo a mármol
De ese modo, a través de lo que se llama el Principado, Augusto fue acumulando en sus manos cada uno de los resortes del poder. Ostentaba el Imperium –lo que le convertía en el comandante en jefe de todas las tropas romanas, unas 28 legiones– y el pontificado máximo, el cargo religioso más importante. A esto hay que unir que también estuvo al frente de diversos consulados –hasta 12 veces a lo largo de su gobierno– y que tenía potestad tribunicia –y su correspondiente inviolabilidad sacra–, así como diversos cargos y prebendas: pater patriae, Augustus y corona gramínea (máxima condecoración militar), entre otros.
Sin embargo, supo mantener la ficción republicana, necesaria para que el cambio no fuese excesivamente forzado, tal como había ocurrido con César. Así, no cayó en la tentación de aceptar las diversas propuestas de divinización en vida, algo bastante común entre las monarquías helenísticas y que en Roma causaba un rechazo completo, al menos hasta la época imperial.
Su labor personal fue de tal calibre que consiguió, tras su largo ejercicio del poder absoluto, acostumbrar a la ciudadanía romana a que aceptase sin demasiada oposición un cambio tan radical como fue designar un heredero y acabar con el sistema electivo del período republicano. Además, en cierta medida, fue el responsable de la monumentalización de Roma y de las principales ciudades provinciales, lo que queda bien reflejado en su conocida frase: «Heredé una Roma de ladrillo y legué una Roma de mármol».

Foro de Augusto
Con el fin de poder alcanzar la gloria militar de un César o un Marco Antonio, Augusto no dudó en encabezar una campaña en los Balcanes –en el Iliricum, hoy Croacia, en el año 35 a.C.– y la última etapa de la conquista de Hispania, aquella que llevó las armas romanas al norte de la península ibérica. Allí, cántabros, astures y vascones se habían alzado por enésima vez en sus acostumbradas campañas de pillaje en los valles del sur de las montañas, desatando las llamadas guerras cántabras entre los años 29 y 19 a.C. La importancia concedida por Augusto a la cuestión hispana le llevó a encabezar en persona la guerra en el año 27 a.C. Al sentirse débil –era un hombre enfermizo, a pesar de lo cual alcanzó los 77 años de edad–, Augusto se retiró a Tarraco, ciudad en la que residió durante dos años (26-25 a.C.) y desde donde rigió los destinos del Imperio romano.
Sus legados continuaron la conquista del Norte y en la campaña definitiva, en el año 19 a.C., su principal colaborador y mano derecha –además de yerno desde dos años antes–, Marco Vipsanio Agripa, condujo con especial dureza las operaciones militares. De hecho, fue cruel hasta el punto de exterminar a todos los cántabros en edad de sostener un arma en las manos.
Augusto fue el responsable de la división administrativa de Hispania en tres provincias : Tarraconense –con capital en Tarraco–, Bética –de la que Corduba era capital– y Lusitania –cuya capital era Emerita Augusta–. La ciudad lusitana fue fundada para establecer allí a los veteranos (emeriti) de las campañas del norte y su correspondiente reparto de tierras.
También en su etapa de gobierno fue cuando las ciudades romanas transformaron su aspecto. Esta “marmorización” de Roma trajo consigo su imitación en las provincias, en un acto re ejo de emulación de la capital. Los primeros monumentos públicos de las ciudades eran sufragados además por ciudadanos eminentes (los Balbos en Cádiz, o los Marios en Córdoba, por ejemplo). También podían pagarlos miembros de la propia familia imperial, como es el caso de Agripa en Mérida o de Cayo y Lucio César, los nietos de Augusto, en Cartagena.