La Guerra de las Anfetas en la Segunda Guerra Mundial
Uno de los mayores misterios de la Segunda Guerra Mundial es el que pende sobre la asombrosa velocidad con que las tropas alemanas avanzaron al principio de la contienda. El poderío militar nazi era incuestionable, pero ¿hubo algún otro factor que explicara aquella superioridad sobre el campo de batalla? Recientes investigaciones han puesto el foco sobre el uso que la Wehrmacht hizo de los estupefacientes –en concreto, de la metanfetamina– para estimular a sus soldados. Y el ejército alemán no fue el único que jugó con las drogas en la guerra.
Entre todas las posibles relecturas que brinda el relato de la Segunda Guerra Mundial, una de las más curiosas y especulativas, aunque difícil de plantear, es la que se derivaría de someter a todos sus actores –desde los líderes que instigaron los enfrentamientos hasta el último soldado que combatió en el campo de batalla– a un estricto test de drogas. ¿Influyeron mucho o poco los estupefacientes en las decisiones que tomaron quienes tenían capacidad política y militar para hacerlo? ¿Condicionaron los narcóticos el potencial mortífero de los ejércitos o su efecto sobre las tropas fue despreciable? ¿Habría sido otro el desenlace de la contienda si todos los que estuvieron implicados en ella se hubieran enfrentado a un control antidopaje o su desarrollo se habría mantenido invariable tras restarle el caudal de psicotrópicos que circuló por los cuarteles, los despachos y los frentes de guerra?
A falta de muestras de sangre que analizar, hoy solo nos queda la historiografía para conocer, aunque sea de manera aproximada, el grado de alteración física y cognitiva que las sustancias dopantes causaron en los soldados y sus mandos. En los últimos años, varias investigaciones han sacado a la luz los usos y abusos que los ejércitos hicieron de los estupefacientes entre 1939 y 1945, y la conclusión a la que llegan es que, si bien no fueron decisivos en el resultado final del conflicto bélico, realmente estuvieron más presentes en la vida de los hombres de la guerra de lo que en su día, por secreto castrense o discreción política, llegó a reconocerse. La que sigue es una historia de bombardeos y ataques militares, pero sobre todo de excesos de anfetas, cocaína y opiáceos.
Anfetamina, la droga de la IIª Guerra Mundial
Si hubiera que emparejar la última guerra mundial con una sustancia dopante, esa sería, sin duda, la anfetamina en sus diversas variedades. Como speed común o bajo la fórmula de la metanfetamina y respondiendo a diferentes denominaciones comerciales, la consumieron con fruición los ejércitos de uno y otro bando desde que se desataron los combates hasta que las bombas callaron, pero fue en los primeros compases del conflicto, y muy especialmente entre las tropas nazis, cuando su uso tuvo un mayor predicamento y pudo influir de manera más efectiva en el devenir de la guerra.
En realidad, la familiaridad del ejército hitleriano –y de toda la sociedad alemana– con las anfetaminas venía de atrás. Las drogas quedaron terminantemente prohibidas tras la instauración del Tercer Reich y la propaganda nazi proclamaba insistentemente la superioridad de la raza aria como expresión de sus sanas cualidades genéticas y naturales, pero esto no impidió a la firma farmacéutica Temmler adquirir en Japón la fórmula de la metanfetamina y lanzar al mercado en 1938 un preparado de esta sustancia bajo la marca comercial Pervitín, como remedio para combatir el cansancio.
Los tubos de 12 o 20 grageas del mágico medicamento se hicieron rápidamente populares entre trabajadores, estudiantes y amas de casa de todo el país, que las consumían con la misma falta de aprensión con que podían tomar una dosis extra de café para rendir en largas jornadas de trabajo esquivando el agotamiento. Las bondades de esta sustancia alcanzaron tanta fama que la marca de dulces Hildebrand se atrevió a comercializar las barritas energéticas Fliegerschokolade y Panzerschokolade, dos variedades de sus célebres chocolatinas SchoKa-Kola que, aparte de la cafeína, el cacao y la cola de la fórmula original, llevaban incorporados varios miligramos de metanfetamina.
PervitinImagen: Wikimedia Commons
Primeros usos militares
Era cuestión de tiempo que las facultades estimulantes del Pervitín –hasta su nombre, que jugaba con el término latino “per vite” (para la vida), invitaba al consumo alegre– acabaran teniendo un uso militar. El encargado de explorar esa posibilidad fue el director del Instituto de Fisiología General y Militar, Otto Friedrich Ranke, quien vio claro el potencial del compuesto tras llevar a cabo un sencillo experimento con un grupo de reclutas: antes de empezar una intensa sesión de trabajo, a unos cuantos les suministró una dosis generosa de cafeína y al resto los dopó con Pervitín. Diez horas más tarde, los primeros suspiraban por agarrar el catre cuanto antes mientras los de la metanfetamina se mostraban eufóricos, alertas y sin señal alguna de cansancio. Al nalizar aquella prueba, Ranke afirmó entusiasmado que el Pervitín era «un medicamento militarmente muy valioso, capaz de aumentar la autocon anza, la concentración y la voluntad de asumir riesgos de cualquier tropa fatigada». En su informe dejó anotada otra observación que a la larga tendría trascendentales consecuencias para el uso militar de los estupefacientes: «Los que la han consumido, han perdido destreza en el manejo de operaciones complejas».
Pero ¿a quién le preocupa la fi nura cuando de lo que se trata es de arrasar Europa? El 1 de septiembre de 1939, el ejército alemán lanzaba sobre Polonia su célebre Blitzkrieg o guerra relámpago y, en apenas 35 días, conseguía la capitulación de las autoridades de Varsovia. La operación basó su éxito en una rapidez para mover tropas, vehículos y artillería que dejó boquiabiertos a los cuarteles de medio mundo. Lo que no se contó entonces, pero se ha sabido más tarde, es que aquella infantería imparable iba hasta las cejas de metanfetamina y que las píldoras de Pervitín circulaban por los batallones como si fueran caramelos.
Según revela el investigador alemán Norman Ohler en su libro El gran delirio. Hitler, drogas y el Tercer Reich (2015), las dosis de estimulante fueron especialmente elevadas –y efectivas– entre los tanquistas, que de esta forma pudieron conducir los temibles Panzer y bombardear con extrema agresividad durante varios días seguidos sin necesidad de parar para dormir. Por no sentir, no sentían ni apetito. En las primeras semanas de guerra, los mensajes que llegaban del frente del este hablaban de soldados eufóricos y decididos, inasequibles al desaliento o el miedo.
Scho-ka-kolaScho-ka-kola, chocolate con anfetaminas. Imagen: Wikimedia Commons
Gasolina para la victoria
Comprobada su eficacia como pócima mágica para el combate, la metanfetamina estaba llamada a ser la gasolina que animara a las tropas alemanas en el frente occidental. Y así ocurrió. Entre abril y julio de 1940, los soldados de la Wehrmacht que ocuparon Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo y Francia en una nueva demostración de la guerra relámpago consumieron 35 millones de pastillas de Pervitín e Isophan, modalidad de metanfetamina elaborada por la empresa farmacéutica Knoll. También las tomaron con regularidad los pilotos de la Luftwaffe encargados de bombardear el Reino Unido, como pudieron comprobar los servicios de inteligencia británicos cuando rastrearon los aviones alemanes caídos sobre suelo inglés y encontraron unas extrañas pastillas escondidas entre los enseres de los pilotos. Algunos diarios locales relataron escenas protagonizadas por paracaidistas que eran presa de llamativos estados de agitación nerviosa.
El análisis químico de aquellos comprimidos ofreció una pista decisiva al espionaje británico acerca de uno de los misterios más inexplicables de la contienda, el del vigor a prueba de bomba de las tropas alemanas, y animó a los responsables militares de Londres a sumarse, ellos también, a la guerra de los estimulantes. En su caso optaron por la bencedrina, una anfetamina cuya fórmula era conocida desde finales de los años 20 y que a partir de 1941 empezó a ser usada por los aviadores de la RAF para mantenerse despiertos durante los ataques aéreos, así como por los batallones de infantería que combatían sobre el terreno. Hasta 100 000 unidades llegó a distribuir el general Montgomery entre sus filas para hacer frente a las huestes de Rommel en la batalla de El Alamein de octubre de 1942, con exitoso resultado, a la vista de la victoria alcanzada.
Batalla de El AlameinBatalla de El Alamein. Imagen: Getty Images
Del frente a los despachos
Definir la contienda mundial como un zoco de drogas puede resultar exagerado, pero lo cierto es que el mercado de estupefacientes funcionó a gran ritmo y en respetables volúmenes mientras se sucedían los combates. Que se lo digan si no a los soldados nlandeses que dieron cuenta de las 850 000 dosis de Pervitín que las autoridades de Helsinki compraron al Tercer Reich en 1941 para hacer frente al ejército soviético, cuando aún no se habían repuesto de los miles de tabletas de morfina que esos mismos mandos habían puesto a su disposición en la primera fase de la guerra. Mientras tanto, en el Pacífico, los kamikazes japoneses se lanzaban en picado sobre las bases y los navíos norteamericanos con la devoción y el nulo miedo a la muerte que les aportaban las altas dosis de Philopon –denominación comercial de la metanfetamina en el país asiático en los años de la guerra– que corrían por sus venas.
Pero las drogas no estuvieron reservadas a los campos de batalla, sino que también corrieron en abundancia por los despachos. De hecho, fueron varios los altos mandos, sobre todo del bando alemán, que se engancharon a ellas. Como Hermann Göring, comandante en jefe de la Luftwaffe y reconocido adicto a la morfina, que acabó siendo señalado por las torpes decisiones estratégicas que tomó en la batalla de Dunkerque debido a su problema de drogadicción. O el propio Otto Ranke, el adalid del uso militar del Pervitín, que acabó confesándose enganchado a la metanfetamina.
NazisImagen: Getty Images
Efectos indeseados
Que las drogas acaban jugando malas pasadas lo pudo comprobar Hitler en sus propias carnes, que en los días finales de la guerra eran las de un adicto desesperado por procurarse su dosis, según se desprende de las notas de su médico. También lo descubrieron los miles de soldados que, en plena resaca del exceso de anfetas del inicio de la contienda, empezaron a mostrar las señales del enganche, así como multitud de efectos secundarios. Los mensajes eufóricos por el espíritu corajudo que la metanfetamina había inoculado en las tropas en su avance sobre el continente enseguida se tornaron en alarmantes avisos de brotes de indisciplina violenta, casos de ataques psicóticos y alucinaciones visuales y auditivas. Los que mejor lo llevaban se limitaban a expresar una queja: necesitaban más droga y en dosis más elevadas para paliar el cansancio y el desánimo, tal y como suplicaba por carta a su familia desde el frente el futuro Premio Nobel de Literatura Heinrich Theodor Böll: «Hoy os escribo, principalmente, para pediros un poco de Pervitín».
La emergencia del rostro sombrío de los estupefacientes aconsejó a las autoridades militares germanas la conveniencia de eliminar la metanfetamina del rancho de los soldados. Pero debían hacerlo poco a poco, no de golpe, porque las consecuencias podían ser peores. Por orden del médico Leonardo Conti, secretario de Estado para la Salud y ferviente defensor de la causa antidrogas, a partir de diciembre de 1940 se redujo notablemente el suministro de Pervitín a las tropas, que pasó de 12,4 millones de pastillas al mes a 1,2 para acabar desapareciendo de los regimientos, y también de las farmacias de todo el país, a finales del año siguiente.
El punto final de la experiencia narcótica de la Wehrmacht coincidió con el comienzo de su declive en el campo de batalla. ¿Hubo una relación de causa y efecto entre ambos hechos? Nunca sabremos cómo habría sido la Segunda Guerra Mundial si todos los que intervinieron en ella hubieran estado limpios de sustancias dopantes, pero la historiografía moderna parece haber encontrado una explicación plausible a su vertiginoso comienzo. La guerra relámpago se hace mucho más fácil cuando la infantería avanza sobre una autopista de anfetaminas.
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