Expediente Hitler: de la Operación Foxey a la Trama Argentina
En junio de 1944, uno de los guardaespaldas del Führer cayó prisionero de los británicos y reveló la invariable ruta de los paseos matutinos de este por los alrededores de su casa de retiro, al sur de los Alpes alemanes. Era la oportunidad soñada para matar al líder nazi y acabar con la guerra: ¿por qué no se llevó a cabo? ¿Y de dónde surgió luego el mito de que Hitler no había muerto realmente el 30 de abril de 1945?
Hitler odiaba la sensación de estar vigilado todo el rato e insistía en dar sus paseos matutinos a solas, para tener un poco de tranquilidad. El único miembro de las SS que lo escoltaba debía obedecer la orden de mantenerse fuera de su vista. Pero la ruta que seguía el Führer, siempre la misma, serpenteaba por una boscosa colina, por lo que a menudo el guardaespaldas no tenía más remedio que acercarse, y eso desataba su ira. «Si está asustado, ¡márchese y protéjase a sí mismo!», solía gritarle entonces al escolta al verlo pegado a su espalda.
Una oportunidad de oro
Cuando, en el verano de 1944, los oficiales británicos de la Dirección de Operaciones Especiales (SOE) tuvieron noticia de esas caminatas, les pareció que ofrecían una oportunidad de oro. No solo seguía Hitler siempre el mismo recorrido alrededor de su residencia del sur de los Alpes alemanes, sino que también iba solo. Esta información le daba a la SOE la oportunidad de eliminar a Hitler y acabar con la guerra. Y así, la Operación Foxley –el plan para asesinar al Führer en su residencia privada– pasó a estar sobre la mesa de trabajo.
La SOE se enteró de estos paseos a través de un miembro de las SS que había sido hecho prisionero durante la invasión de Normandía, en junio de 1944. Un año antes, el soldado había formado parte de la élite que protegía al líder nazi cuando se quedaba en su retiro de las montañas bávaras de Obersalzberg, un paraje de espectacular belleza situado cerca de la idílica población de Berchtesgaden, a 30 kilómetros de Salzburgo y 180 kilómetros de Múnich. En Obersalzberg, Hitler se había hecho construir una magnífica residencia llamada Berghof con el dinero obtenido con las ventas de Mein Kampf. Allí se encontraba a menudo con otros jerarcas del régimen, como el comandante en jefe de la Luftwaffe, Hermann Göring, o el ministro de Armamento, Albert Speer, que tenían casa en la misma zona.

La residencia de recreo de Adolf Hitler
Estrictas medidas de seguridad
La SOE tenía plena conciencia de que la tarea de acercarse al Führer no sería fácil. El lugar estaba vigilado por 540 miembros de las SS especialmente seleccionados. No se permitía subir a la montaña sin la debida autorización y había patrullas con pastores alemanes que recorrían el área constantemente. Para la eventualidad de un ataque aéreo, se había preparado una unidad con 300 efectivos que podía cubrir todo Obersalzberg con niebla artificial de forma que resultara invisible para los pilotos. Eran tres batallones de entre 80 y 100 hombres desperdigados por la zona, a los que se sumaban numerosas baterías antiaéreas.
Berghof contaba también con un refugio blindado situado a 20 metros bajo tierra en el que debía esconderse inmediatamente Hitler en caso de ataque. Asimismo, había civiles que vigilaban las montañas junto a los guardias y que no dejaban pasar a nadie sin autorización. Y los agentes de paisano de la Reichssicherheitsdienst (cuerpo de guardaespaldas de las SS destinado a la protección del Führer y otros altos cargos nazis), por último, se encargaban de detener e interrogar a cualquier persona sospechosa que bajara en la estación de tren de la localidad o se hospedara en alguno de sus hoteles.
No obstante, una vez analizada la información del antiguo guardaespaldas, la SOE concluyó que, debido al carácter rutinario y repetitivo de las costumbres de Hitler –y a pesar de tan estrictas medidas de seguridad–, se daban las condiciones para planear un atentado. Uno de los problemas era que el lugar en el que se encontraba el Führer se mantenía siempre en secreto. Sus planes de viaje solo se conocían unas horas antes y estaban sometidos a numerosos cambios. Pero su presencia en Berghof se anunciaba de una forma más evidente: cuando estaba allí, en el mástil que se alzaba frente a su casa ondeaba una bandera con la esvástica.
Se busca asesino
En cuanto la Operación Foxley estuvo en marcha, los británicos se pusieron a la búsqueda de un candidato adecuado para la tarea, en principio entre los prisioneros de guerra bávaros y austríacos. La idea era encontrar un soldado que hablara con el típico acento alemán del sur y que hubiera desarrollado un odio personal hacia Hitler. Equipado con papeles falsos, el aspirante a asesino podría permanecer meses oculto en Obersalzberg estudiando las costumbres de la guardia de Hitler y esperando a que este llegase.
También se consideró la posibilidad de recurrir a checos o polacos para la operación. En la zona de Obersalzberg había más de 100 000 trabajadores forzados procedentes de Checoslovaquia y Polonia; incluso había un campo de trabajo de checoslovacos cerca de la residencia de Hitler. Estos prisioneros talaban árboles, quitaban nieve en invierno y se dedicaban al mantenimiento de los caminos y la red de ferrocarriles. Por este motivo, un checo o un polaco no llamaría mucho la atención, incluso si era visto en los alrededores de Berghof.
Para todo ello sería necesario contar con documentación falsa, y la SOE había averiguado incluso qué tipo de papeles tenían los trabajadores extranjeros que estaban cerca de Obersalzberg. Eran de color azul oscuro y llevaban un sello cuya fecha cambiaba todas las semanas. Normalmente incluían una copia de la firma de Martin Bormann, mano derecha de Hitler, o de Johann Rattenhuber, responsable del servicio de seguridad personal del Führer. Además de la nacionalidad, el candidato debía poseer las cualidades propias de un asesino: valentía, abundancia de recursos, rapidez mental y paciencia. Y todo esto debía complementarse con otra condición fundamental: tenía que estar dispuesto a correr un riesgo que fácilmente podía costarle la vida.

Hitler y Rattenhuber
Disfrazados de cazadores
Una de las conclusiones de la SOE fue que sería mejor contar con dos francotiradores en lugar de uno. Cuando vieran que la bandera nazi ondeaba frente a la casa de Hitler, subirían la colina Mooslahnerkopf disfrazados de Gebirgsjäger –tropas de montaña– hasta llegar a la Casa de Té, que era el punto final del paseo matutino del líder nazi. Muchos de los militares que se encontraban en el hospital de Platterhof, a pocos cientos de metros de Berghof, pertenecían a las tropas de montaña, por lo que este era sin duda el disfraz más adecuado. Durante su convalecencia, los Gebirgsjäger podían moverse por la zona sin despertar sospechas.
Estos llevaban además unos uniformes de manga larga que serían muy útiles para ocultar todo el material necesario para la operación: alicates para cortar la valla metálica, granadas de mano para autodefensa, una bazuca con proyectiles y el rifle Mauser de fabricación alemana con mira telescópica. Como munición se utilizarían balas explosivas, que contenían fulminato de mercurio. Con solo una pequeña cantidad de esta sustancia, era suficiente para que la cabeza de la víctima volara en pedazos. De esta forma, solo haría falta que un proyectil diera en el blanco.
Mientras la SOE trabajaba a contrarreloj para ultimar todos los detalles, la Operación Foxley se encontró con la oposición de parte del Departamento de Guerra británico. Uno de los más críticos fue el teniente coronel R.H. Thornley, que se había opuesto al proyecto desde el principio. A Thornley le preocupaba que, en lugar de debilitar a los alemanes, el asesinato desencadenara un furioso deseo de vengar al Führer, inquietud que quedó reflejada en un informe: «Acabar con Hitler justo cuando él y sus fanáticos seguidores han prometido defender cada calle y cada casa de Alemania, inevitablemente lo canonizaría y daría lugar al mito de que el país podría haberse salvado si hubiera estado vivo».
La Operación Foxley, en barbecho
Thornley destacó que, una vez acabada la guerra, la idea de que Alemania había sido derrotada gracias a un cobarde asesinato podría dar alas a otros fanáticos. Algo así había ocurrido tras la Primera Guerra Mundial, cuando se dijo que la derrota se debía a que Alemania había sido traicionada por políticos sin escrúpulos. El llamado “mito de la puñalada por la espalda”, que culpaba a judíos y liberales, había puesto las bases para que triunfaran los deseos de venganza de Adolf Hitler y los nazis consiguieran el poder. En opinión de Thornley, un posible asesinato de Hitler tendría que ser obra de los propios alemanes.
Otra cuestión que debía estudiarse era hasta qué punto la eliminación de Hitler suponía un beneficio para la causa aliada. Sir Hastings Ismay, el consejero militar más cercano a Churchill, lo tenía claro: «Los jefes del Estado Mayor piensan de forma unánime que, desde un punto de vista estrictamente militar, casi es una ventaja que Hitler siga a la cabeza de la estrategia alemana, dadas las torpezas que ha cometido».
Mientras las conversaciones entre la SOE y los altos mandos del ejército estaban en marcha, los aliados invadieron Alemania y Hitler se marchó de Berghof a Berlín para no regresar jamás. Aun así, el plan siguió sobre la mesa durante un tiempo, pero, en realidad, el momento de la Operación Foxley había pasado.

Hitler
Los últimos días del Reich
Poco después, a finales de abril de 1945, hasta los nazis más optimistas habían abandonado toda esperanza de ganar la guerra. Los aliados occidentales avanzaban como un torbellino por Alemania y el Ejército Rojo había puesto un cerco de hierro a Berlín, donde Hitler se refugiaba en un búnker bajo tierra. Las bombas seguían lloviendo sobre la capital alemana cuando el martes 1 de mayo, poco después de las 22:00, el gobierno alemán emitió el siguiente comunicado: «Desde el cuartel general, se anuncia que nuestro Führer, Adolf Hitler, ha caído esta tarde en su puesto de mando de la Cancillería del Reich mientras luchaba hasta su último aliento contra el bolchevismo. El lunes [30 de abril], el Führer nombró sucesor al Gran Almirante Dönitz». En realidad, como se supo más tarde, Hitler se había suicidado junto con su mujer, Eva Braun, el 30 de abril y había dado orden de que quemaran los cadáveres (lo aterraba la idea de que fueran expuestos y mancillados como los del dictador fascista italiano, Benito Mussolini, y su amante, Clara Petacci).
Por más que Dönitz lanzó encendidas arengas en pro de seguir resistiendo, al día siguiente, 2 de mayo de 1945, las tropas alemanas se rindieron en Berlín y entregaron sus armas al Ejército Rojo. Ese mismo día, poco después de las tres de la tarde, los rusos ocuparon la Cancillería del Reich, lo cual desencadenó una serie de acontecimientos que harían surgir el arraigado mito, todavía hoy vigente, de que Hitler pudo no haber muerto allí y entonces.
A la caza del cadáver
Deseosos de hacerse con el mayor trofeo de todos –los restos de Hitler–, los agentes del servicio de inteligencia soviético, el SMERSH, se pusieron de inmediato a peinar los devastados jardines de la Cancillería, que se situaban justo encima del búnker. Allí hallaron varios cuerpos quemados y mutilados, uno de los cuales parecía ser el del líder nazi. Los rusos presentaron enseguida una foto del cadáver a los medios de comunicación internacionales, pero poco después dieron marcha atrás. Tras un análisis más minucioso, habían comprobado que el parecido era superficial.
El 4 de mayo, un nuevo hallazgo pareció dar la búsqueda por concluida: en el cráter dejado por una bomba, se encontraron los restos completamente carbonizados de un hombre y una mujer. Varios expertos insistieron en que tenían que corresponder a Hitler y Braun, pero, como las dudas persistían, al día siguiente se creó una comisión a la que se encargó esclarecer la identidad de la pareja.
No era tarea fácil, dado el estado de deterioro de los cuerpos. Se recuperaron un trozo de mandíbula, varios dientes y dos puentes dentales que se guardaron en un joyero, tras lo cual los expertos se pusieron en contacto con Käthe Heusermann, asistente del dr. Blaschke, dentista personal del Führer. Mientras tanto, por orden directa de Stalin, los cuerpos fueron enterrados en secreto, primero en un bosque situado al oeste de Berlín y luego en un cuartel militar soviético en Magdeburgo.
Tras examinar cuidadosamente los dos puentes dentales, Heusermann señaló uno y dijo sin dudar: «Estos son los dientes de Adolf Hitler». Ella misma había participado en el tratamiento de la lamentable dentadura del Führer. También identificó el otro puente como el de Eva Braun y proporcionó las fichas odontológicas y radiografías de ambos. El asunto quedaba resuelto. No cabía duda de que las dentaduras pertenecían al dictador alemán y su reciente esposa, y los investigadores mandaron todas las evidencias a Moscú.

Busto de Hitler
Stalin entra en acción
Stalin, sin embargo, pensaba que no era necesario compartir la noticia del descubrimiento del cuerpo con nadie y que le convenía mantener al mundo en la incertidumbre. Al parecer, llegó a amenazar a sus subordinados con la pena de muerte si revelaban la verdad. Según dijo TASS, la agencia oficial de noticias de la Unión Soviética, los informes relativos a la muerte del Führer eran «un truco fascista para encubrir la desaparición de Hitler de la escena». Por qué Stalin decidió urdir una red de mentiras no está del todo claro, pero los historiadores creen que estaba convencido de que la existencia de un misterio alrededor de la muerte de Hitler le beneficiaba desde el punto de vista propagandístico. Por ejemplo, el engaño le permitiría más adelante acusar a los líderes occidentales de mantener escondido a Hitler.
Así, cuando en el verano de 1945, en la Conferencia de Potsdam, le preguntaron cómo había muerto Hitler, Stalin respondió sin pestañear que obviamente seguía con vida y se encontraba en España o Argentina. En septiembre, la Unión Soviética contribuyó a enredar aún más las cosas con una declaración oficial en la que se aseguraba que no se había encontrado la menor traza de los cuerpos de Hitler y Braun, y que Hitler, valiéndose de testimonios falsos, se había encargado de borrar cualquier rastro. «Existen pruebas irrefutables de que un pequeño avión despegó de Tiergarten, en Berlín, la madrugada del 30 de abril, y voló en dirección a Hamburgo. A bordo iban tres hombres y una mujer. También se ha averiguado que un gran submarino zarpó de Hamburgo antes de la llegada de las tropas británicas», aseguraba la declaración soviética.
Con este tipo de manifestaciones, Stalin estaba abonando el terreno para toda clase de teorías conspirativas, y no pasó mucho tiempo antes de que los periódicos sensacionalistas empezaran a publicar artículos en los que se afirmaba que Hitler había sido visto aquí o allá. Había testigos que juraban haberlo visto disfrazado de mujer en Dublín, trabajando de crupier en el casino de una localidad turística francesa o convertido en ermitaño en una cueva cerca del lago de Garda. También se lo identificó como pescador en el Báltico y pastor en los Alpes suizos. Otros aseguraban que vivía en el Palacio Real de El Pardo, hospedado por el dictador Franco, y que se ocultaba tras el misterioso alias de Adi Lupus.
La ‘Trama Argentina’
En julio de 1945, las autoridades estadounidenses interceptaron una carta enviada a un periódico de Chicago en la que se decía que Hitler se encontraba en una estancia, propiedad de alemanes, situada a 800 kilómetros de Buenos Aires, donde pasaba el tiempo haciendo planes para construir misiles guiados de largo alcance. El FBI se tomó el asunto en serio y lo investigó a través de la embajada americana en Argentina, pero la pista quedó al final en nada. Una y otra vez, sin embargo, aparecían supuestos testigos oculares que se mostraban convencidos de haber visto a Hitler y Eva Braun en Argentina. En vista de que un gran número de jerarcas nazis –entre ellos, Josef Mengele y Adolf Eichmann, con importantes responsabilidades en el Holocausto– habían escapado allí tras la guerra, eran muchos los que daban credibilidad a estas alegaciones.
Según una de las teorías, Hitler y Braun habrían escapado en avión. Esto se apoyaba en que, a finales de abril de 1945, Hitler ordenó convertir una de las principales avenidas de Berlín –la actual Straße des 17. Juni– en una pista de aterrizaje, así como en que varios nazis de alto rango, entre ellos el ministro de Armamento, Alfred Speer, abandonaron Berlín en avión en los últimos días de la guerra. Los defensores de esta teoría sostienen que Hitler y Braun también pudieron escapar en el último minuto en un aparato que despegó de una calle de Berlín, con el muy condecorado piloto de la Luftwaffe Peter Erich Baumgart a los mandos. En diciembre de 1947, en el juicio que se seguía contra él por crímenes de guerra, Baumgart declaró que había llevado a Hitler y Braun hasta una base aérea alemana situada en Tønder, Dinamarca, y que el Führer le había dado un cheque de 20 000 marcos por sus servicios. Su historia fue corroborada en marzo del año siguiente por Friedrich von Argelotty-Mackensen, oficial de las SS que en ese momento se encontraba destinado en Tønder y que aseguró que había visto a Hitler y su esposa bajar de un avión y subir a otro con destino desconocido.
Esta controvertida versión de la suerte corrida por el Führer tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, rechazada por los historiadores como pura ficción, es la que presenta el libro Grey Wolf: The Escape of Adolf Hitler (2011), de Simon Dunstan y Gerrard Williams, que afirman haberse basado en el relato de testigos presenciales y en documentos procedentes de los servicios de inteligencia. Según el libro, de Tønder la pareja voló a una base aérea de Barcelona y luego, en un avión proporcionado por Franco, hasta Fuerteventura, donde subió a bordo de un submarino alemán que la llevó a Sudamérica.
Siempre de acuerdo con el libro, los cuerpos carbonizados hallados en la Cancillería del Reich correspondían a dos dobles contratados el 28 de abril para sustituir a la pareja y asesinados el día 30. La teoría es que los únicos implicados en los asesinatos fueron Martin Bormann, secretario personal del Führer, y Heinrich Müller, jefe de la Gestapo, que luego envolvieron los cuerpos en mantas y los quemaron en los jardines de la Cancillería. El resto de los ocupantes del búnker del Führer quedaron así convencidos de que se trataba de los auténticos Hitler y Braun.