Operación Grifo y Operación Impensable, planes secretos de última hora
La fallida Operación Grifo fue un encargo personal de Hitler a Otto Skorzeny: debía infiltrar a sus soldados en la retaguardia aliada y sembrar el caos. Por su parte, el gobierno británico se planteó, en el epílogo de la II Guerra Mundial, un ataque a la Unión Soviética que hubiese provocado el estallido de una nueva contienda.
En octubre de 1944, el teniente coronel Otto Skorzeny, jefe de las unidades de operaciones especiales alemanas, fue llamado a presencia de Hitler. Este, tras felicitarlo por solventar el asunto húngaro (la neutralización del almirante Horthy, jefe del gobierno en Budapest), le dijo que iba a confiarle la misión más importante de su vida. El Führer le explicó que Alemania iba a lanzar una ofensiva en el Frente Occidental. Los panzer atacarían en diciembre a través de las Ardenas para retomar Amberes, cortando en dos a los aliados y arrinconando a los ingleses contra el mar. La aviación aliada intentaría abortar el ataque germano, pero el clima dejaría a los cazabombarderos en tierra durante un par de semanas.
Infiltrarse en el bando enemigo
El factor clave del éxito de la ofensiva era la velocidad: si las puntas de avance se retrasaban, la ventana de oportunidad pasaría y todo el esfuerzo habría sido en vano, y ahí era donde entraba en juego Skorzeny. Hitler quería que organizara una unidad de infilltración, la 150 SS-Panzer-Brigade, compuesta por soldados alemanes angloparlantes y equipada con material y uniformes capturados al Ejército de EE UU. Su misión sería atravesar el frente, aprovechando la confusión generada por el ataque alemán, y sumarse a las tropas enemigas en fuga. Ya en la retaguardia, tomaría los puentes y cruces del Mosa entre Lieja y Namur asegurándolos hasta la llegada del 6º Ejército Panzer SS, de modo que este pudiera proseguir su marcha sin detenerse. Asimismo, procuraría capturar los depósitos de combustible de los americanos para garantizar el avituallamiento. Como misión adicional, Skorzeny enviaría pequeñas patrullas en jeeps en misiones de sabotaje y reconocimiento. El operativo debía estar listo para el 1 de diciembre, así que el oficial puso manos a la obra de inmediato.
El secreto era vital: todo debía prepararse con la máxima discreción. Sin embargo, una semana después, mientras preparaba la lista de suministros y equipamiento necesarios para su misión, Skorzeny se encontró con una orden cursada en abierto por el Estado Mayor para que todas las unidades del ejército pusieran a su disposición a todo aquel que hablara inglés fluidamente.

Otto Skorzeny
La Operación Grifo sigue su curso
Tras semejante despropósito, el teniente coronel trató de convencer a sus superiores de que no tenía sentido seguir adelante con la misión, puesto que los aliados podían haber leído el comunicado –como de hecho así fue–, pero nadie le hizo caso y la Operación Greif (Grifo) siguió su curso como si nada. Skorzeny calculó que necesitaría unos 3 000 combatientes equipados con 20 carros sherman, 30 blindados greyhound, 150 camiones o semiorugas y 100 jeeps. A fin de que pudiese cubrir sus necesidades sin contratiempos, se le hizo entrega de una Orden Especial del Führer para que sus peticiones tuvieran la más absoluta prioridad.
Pronto pudo comprobar que el sistema educativo alemán fallaba clamorosamente en el apartado de los idiomas. A mediados de noviembre solo tenía a 10 soldados capaces de hablar slang, 40 que podían mantener una conversación razonable en inglés, 100 con algunos rudimentos del idioma y varios cientos de voluntarios que solo sabían decir yes y OK y se habían alistado atraídos por la fama de los comandos.
En el apartado material, las cosas no fueron mejor. Tras mucho suplicar, la brigada recibió dos sherman (averiados), cuatro greyhound, 15 camiones y 30 jeeps. El resto se solventó con vehículos alemanes pintados de caqui y algunos carros panzer camuflados como cazacarros M-10. Las armas individuales solo cubrieron las necesidades de los jeep teams.

Las Ardenas
Ópera Bufa en las Ardenas
La puntilla vino con la vestimenta. Llegaron uniformes ingleses, capotes americanos (marcados con signos de los campos de prisioneros), ropa suelta (jerséis, pantalones de diferentes modelos), incluso algún uniforme polaco o francés. La Orden Especial del Führer quedó a la postre en puro papel mojado y la única esperanza de que la brigada llegara hasta el Mosa era que nadie, absolutamente nadie, se fijara en ellos ni les preguntara nada.
En realidad, Skorzeny se estaba preocupando sin motivo. El 16 de diciembre dio comienzo la ofensiva de las Ardenas y la Operación Grifo se atascó antes de arrancar. Al lanzar dos ejércitos acorazados por un frente de apenas 50 kilómetros y a través de un bosque, los alemanes formaron un fenomenal embotellamiento en medio del cual las unidades de segundo rango, como la 150 SS-Panzer-Brigade, se vieron imposibilitadas de alcanzar el frente.
Aunque lo hubieran logrado, no habrían podido infiltrarse entre las masas de tropas enemigas en fuga, ya que no hubo fuga. Los alemanes solo lograron una penetración razonable al sur, en el sector del 5º Ejército Panzer. El 6º se encontró con una defensa férrea y obstinada que aumentó aún más el caos en las líneas germanas. Al final del día, tan solo el grupo acorazado del coronel Peiper estaba en condiciones de atravesar las líneas enemigas. Y eso hizo al día siguiente, el 17, el de la tristemente célebre masacre de Malmedy: los de Peiper asesinaron a sangre fría a 84 prisioneros de guerra americanos desarmados.

Masacre de Malmedy
De la teoría a la cruda realidad
El 19 de diciembre, la 150 recibió nuevas órdenes. El Kampfgruppe Peiper seguía atrapado tras las líneas enemigas y era necesario despejar el paso para liberarlo. Los estadounidenses se habían hecho fuertes de nuevo en Malmedy, en la retaguardia de Peiper, y Skorzeny debía tomar el pueblo. El día 20, su estrafalaria unidad se desplegó en el sector, y el 21 empezó el asalto.
Skorzeny esperaba que un ataque en pinza por sorpresa forzaría a los soldados americanos a refugiarse en el pueblo, permitiéndole despejar las alturas en torno al camino para asegurar el paso de suministros. El avance dio comienzo en la madrugada, pero la sorpresa se la llevaron ellos: los defensores estaban alerta y sus hombres, que apenas habían podido adiestrarse de forma conjunta, se dieron de bruces con un enemigo deseoso de luchar.
Durante la mañana se sucedieron los combates. Una compañía de granaderos logró alcanzar las líneas enemigas, apoyada por varios panzer camuflados, pero fue rechazada en solitario por el sargento Francis S. Currey, que tras inutilizar los carros con su bazuca dispersó a los atacantes a fuerza de disparos, granadas y casi a patadas (ganándose con ello la Medalla de Honor, la más alta condecoración estadounidense).
Los alemanes tomaron posiciones en torno a Malmedy, incapaces de abrir la ruta, mientras su jefe solicitaba refuerzos y artillería. La mañana del 24 llegaron varias baterías de lanzacohetes para apoyarlo... sin cohetes, ya que se habían perdido en el atasco. Entre tanto despropósito, lo único que cabía hacer era mantenerse ahí para recibir a los hombres de Peiper que, tras abandonar los panzer, se retiraban a pie de vuelta a sus líneas.
El 28 de diciembre, la Operación Grifo se dio por finalizada: la brigada fue retirada del frente y disuelta. El esfuerzo no fue baldío del todo, ya que los equipos de infiltración lograron algunos éxitos saboteando, sembrando bulos, alterando postes de señalización o enviando informes de la situación tras el frente. No obstante, varios equipos fueron descubiertos por detalles nimios, como circular cuatro hombres en un jeep –lo que era reglamentario, pero no se hacía por la incomodidad– o alabar la comida en lata, y ocho comandos fueron fusilados. El mayor éxito, empero, sería indirecto: una marea de rumores sobre alemanes disfrazados corrió por toda la retaguardia, ocasionando una fiebre de caza al espía. Y así, numerosos soldados y oficiales aliados tuvieron que demostrar su nacionalidad ante centinelas recelosos y cientos de ellos fueron arrestados por no saber responder a preguntas sobre la liga de béisbol o la vida de alguna actriz.

Francis S. Currey
Una mala comedia (con muertes reales)
El propio Eisenhower se vio confinado en su cuartel de París al difundirse el rumor de que los comandos intentaban llegar hasta allí para asesinarlo. La psicosis duraría hasta febrero del año siguiente, causando un montón de incomodidades a los aliados.
De no ser porque los muertos fueron reales, la aventura de la 150 SS-Panzer-Brigade parecería el guión de una mala comedia. Sin embargo, su historia tiene bastante fama entre los aficionados a las conspiraciones. Se han publicado docenas de libros sobre la misión secreta que pudo cambiar la historia, y la película La batalla de las Ardenas (1965, Ken Annakin) dedica una buena cantidad de metraje a los sanguinarios nazis disfrazados de estadounidenses. En realidad esta operación, como la mayoría de las de Skorzeny, fue un fracaso a causa del desconocimiento de los alemanes sobre sus enemigos y el absurdo optimismo que albergaba la mente de Hitler, siempre a la busca de un milagro que diera la vuelta a la situación y le pusiera en bandeja la victoria que el destino se empeñaba en negarle.

Día de la Victoria en Europa
La URSS en el punto de mira
No mucho después del fracaso germano en las Ardenas, en los últimos compases de la guerra, Winston Churchill, el primer ministro británico, ordenó planificar un ataque contra la Unión Soviética que debía efectuarse a las pocas semanas de concluida la contienda. Por lo sorprendente y arriesgado que era, sus mismos autores lo llamaron Operación Impensable (Unthinkable), ya que de haberse consumado hubiese llevado, probablemente, a una Tercera Guerra Mundial.
En los días previos al fin de la guerra, al premier británico –tan profundamente anticomunista como tendente a los vaivenes maníaco depresivos (hoy diríamos bipolar)– lo llenaron de angustia e indignación las noticias sobre las graves tensiones y represiones que se estaban viviendo en los países liberados de los nazis por los soviéticos. Especialmente dolorosa era para él la situación de Polonia, pues Londres era sede del gobierno polaco en el exilio, al que Moscú no reconocía. Es más, en las semanas inmediatas a la liberación, antes de que Alemania fuese vencida, los soviéticos empezaron a detener a todos aquellos líderes polacos que no eran comunistas, al tiempo que iban esbozando un gobierno títere. Los polacos habían luchado codo con codo junto a los británicos formando unidades militares propias y a Churchill le partía el alma dejarlos abandonados.
Además, estaba resentido con el presidente de EE UU, Franklin Delano Roosevelt, al que consideraba un ingenuo por su sumisión ante Stalin en la Conferencia de Yalta (febrero del 45) y por anunciar que retiraría en poco tiempo sus tropas de Europa una vez fuese vencida Alemania. Roosevelt falleció el 12 de abril de 1945, pero Churchill ni siquiera acudió a su funeral. Tenía esperanzas de que su sucesor, Harry S. Truman, fuese más firme ante los soviéticos, pero quiso adelantarse a los acontecimientos.

Conferencia de Yalta
Misión: Devolver la gloria a Gran Bretaña
Por ello, encargó al Alto Mando estudiar cómo obligar a la URSS a retirarse para dar “un trato justo a Polonia”, implicando en la acción tanto al ejército británico como al norteamericano; eso era la Operación Impensable, un ataque en toda regla a las fuerzas soviéticas desplegadas en el este de Alemania y en Europa Oriental. El objetivo de Churchill iba incluso más allá, pues en el borrador se contemplaba literalmente “imponer a Rusia la voluntad de Estados Unidos y del Imperio británico”. O, lo que es lo mismo, devolver a su país la vieja gloria y el poder que ahora percibía que se habían esfumado.
La fecha en que debía lanzarse la ofensiva sobre la zona ocupada por los soviéticos era el 1 de julio de 1945, antes de que las fuerzas de EE UU evacuasen Europa, fuese con motivo de su repatriación o porque se trasladasen al Pacífico para invadir Japón. El plan consistía en atacar por sorpresa desde Hamburgo hasta Trieste, incluyendo desembarcos en el Báltico en la zona de Alemania controlada por la URSS y Polonia. El propósito era hacer retroceder a Stalin a las fronteras previas a la guerra y liberar a Europa Oriental del yugo del Ejército Rojo. En la ofensiva debían participar las 64 divisiones norteamericanas destacadas en Europa, las 35 británicas, 4 polacas y 10 alemanas, equipadas estas últimas con el armamento que se les había ido retirando a medida que se rendían (de armar y equipar a las divisiones alemanas debía ocuparse el mariscal Bernard Law Montgomery). En total, 103 divisiones –113 si se contaban las alemanas–, entre las que había 23 blindadas.
Pero –dejando aparte las consideraciones políticas– los estudios del Alto Mando británico enseguida evidenciaron la desproporción de fuerzas. El Ejército Rojo contaba en aquel momento con 264 divisiones movilizadas en Europa, de las que 36 eran blindadas. En conjunto, numéricamente hablando, sus efectivos terrestres casi triplicaban a los de británicos y estadounidenses y les doblaban en unidades acorazadas que, por otra parte, eran de mejor calidad. Mención especial merece la enorme desproporción artillera, terreno en el que los soviéticos tenían una terrible capacidad destructora (así lo habían comprobado los nazis) que multiplicaba casi por diez la de los cañones occidentales. En el aire europeo también había desproporción: los angloamericanos y sus aliados contaban con 6 714 cazas y 2 464 bombarderos contra 9 380 y 3 380 por parte soviética, respectivamente.
Además, era de prever que, aunque la ofensiva tuviese éxito en un principio por el efecto sorpresa, las enormes reservas de hombres y material que había acumulado Stalin le sirvieran para un contraataque casi imposible de frenar. En el fondo, los generales estaban advirtiendo a Churchill para que no cometiese el error de Napoleón y de Hitler: aunque se lograse hacerlos retroceder hasta Ucrania, su contraataque podría ser demoledor y de consecuencias imprevisibles.
¿Atacar a camaradas de armas?
Pero la desventaja no era solamente material, sino también moral. Las tropas británicas habían recibido el fin de la guerra con enorme alegría, más aún que por la victoria por el simple hecho de poder volver a casa. Además, los soldados ingleses y americanos habían estado escuchando durante años las atrocidades que los nazis habían cometido contra el pueblo ruso y la elevada contribución de este a la victoria. Era evidente que no iban a recibir impasibles, ni entender quizá, la orden de atacar a los que, hasta hacía semanas, habían sido sus camaradas de armas.
Posiblemente, las únicas fuerzas que participarían de modo entusiasta en la Operación serían las polacas del general Wladislaw Anders y, parcialmente, las alemanas, pero numéricamente eran insignificantes. Todo ello hizo al mariscal inglés sir Alan Brooke escribir en su diario que «las oportunidades de éxito son prácticamente nulas», llamando a aceptar que «de ahora en adelante Rusia es todopoderosa en Europa».
Por su parte, los soviéticos estaban en plena euforia y su preparación militar, su material de guerra y su número de efectivos habían mejorado enormemente desde el inicio de la contienda. Por si fuera poco, el Alto Mando británico observó que era casi imposible arrastrar a Estados Unidos a la Operación: aún estaba en plena guerra con Japón y un ataque contra la URSS en el que los norteamericanos estuviesen implicados podría provocar que, precisamente, Stalin se aliase con los nipones, frustrándose así el final de la guerra en Extremo Oriente, que parecía próximo. El nuevo presidente Truman y sus generales se opondrían sin duda a correr este riesgo. Por todo ello, el 31 de mayo de 1945, el Estado Mayor británico desestimó totalmente la Operación Impensable alegando que, verdaderamente, era “impensable”, y quedó desde entonces cancelada y olvidada en los archivos.

Conferencia de Potsdam
Paranoia con fundamento
Viendo lo inviable de su plan y que ni su ejército ni Truman lo apoyarían, Churchill pidió entonces a sus generales que diseñasen un operativo para la defensa del Reino Unido en el hipotético caso de que los soviéticos, aprovechando la retirada americana, conquistasen Francia y los Países Bajos y, a continuación, les atacasen.
Le contestaron el 10 de junio exponiendo que la mejor opción pasaba por renunciar a mantener ninguna cabeza de puente en el continente y aprovechar la insularidad, centrando la defensa en la aviación y la armada, pero le advertían de que apenas se podrían impedir el corte de comunicaciones, los ataques aéreos y hasta el mismo riesgo de invasión. En resumen, los informes militares planteaban un negro panorama en caso de guerra con la URSS, por lo que era mejor evitarla a toda costa. Churchill, una vez más, tuvo que abandonar sus fantasías belicistas. Y eso que no sabía que los servicios secretos rusos ya estaban al tanto del plan por sus espías en Londres: su paranoia antisoviética no carecía de fundamento, pues nadie ganaba a paranoico a Stalin y las ansias de dominio de uno y otro “aliado” se retroalimentaban.
El 17 de julio se abrió la Conferencia de Potsdam, en las afueras de Berlín, para estudiar cómo actuar con la vencida Alemania y acabar de reordenar el mapa europeo entre los vencedores. Días antes, británicos y norteamericanos reconocieron, a satisfacción de Stalin, al gobierno títere comunista de Varsovia y, para contentarlo aún más, los británicos excluyeron humillantemente a los polacos del desfile de la victoria. Horas antes, Truman había recibido el mensaje «Los niños, nacidos satisfactoriamente», que le notificaba el éxito de las pruebas con la bomba atómica. Churchill, ante la noticia, estalló de alegría y dijo a sus generales: «Podremos decirles a los rusos, si insisten en hacer esto o aquello: bueno, podemos borrar Moscú, luego Stalingrado, y luego... ¡y luego Sebastopol!», comentario que los dejó estupefactos.
Por su parte, Stalin tomó buena nota del subsiguiente lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki: paralizó sus planes ofensivos y dio instrucciones a los científicos para que acelerasen su programa atómico, fruto del cual en 1949 también dispusieron de armamento nuclear. Había estallado la Guerra Fría y, con ella, la mutua disuasión, ante la convicción de que la destrucción asegurada de los dos bloques era lo que sobrevendría en caso de una nueva contienda.