20 aniversario del final de la Guerra fría
El 2 y 3 de diciembre de 1989 se celebró en el buque Máximo Gorki la Cumbre de Malta, una reunión que marcó el final oficial de la Guerra Fría. Habían pasado pocas semanas desde la caída del Muro de Berlín.
Autor: Elena Sanz
El 2 y 3 de diciembre de 1989 se celebró en el buque Máximo Gorki la Cumbre de Malta, una reunión que marcó el final oficial de la Guerra Fría. Habían pasado pocas semanas desde la caída del Muro de Berlín y el presidente norteamericano George Bush y su homólogo ruso Mijail Gorbachov se reunieron frente a la costa maltesa para analizar los espectaculares cambios políticos que estaban ocurriendo. Proclamaron oficialmente el "inicio de una nueva era en las relaciones internacionales" y el fin de las tensiones pasadas. El líder ruso proclamó que en el mundo "termina una época de guerra fría y se inicia un período de paz prolongada".
Las pérdidas de vidas humanas alcanzaban cifras jamás vistas con anterioridad. De un total próximo a los 60 millones de muertos, la Unión Soviética aportaba más de veintiuno, de ellos unos ocho millones de civiles. China había perdido trece millones de vidas, de ellos diez eran civiles. Alemania, el principal responsable del conflicto, perdía siete millones y de ellos, tres no eran militares. Polonia, el primer escenario del enfrentamiento, presentaba casi seis millones de bajas, casi todas civiles, incluidos los judíos afectados por la puesta en práctica de los programas nacionalsocialistas de la Solución Final.
Japón, el otro gran agresor, aportaba más de dos millones de muertos, prácticamente igual que Yugoslavia. Francia, con más de 600.000 bajas mortales, y Gran Bretaña e Italia, con casi medio millón cada una, se situaban por delante de unos EE UU que habían perdido unas 250.000 vidas, todas de combatientes, al hallarse su territorio metropolitano alejado de los campos de batalla. Un conjunto de bajas de otros ciudadanos europeos superaba los tres millones.
La investigación tecnológica desarrollada al calor del conflicto había puesto en funcionamiento nuevas armas plenas de destructivas posibilidades. El recurso a los bombardeos terroristas de ciudades desprotegidas había constituido uno de los rasgos más característicos desde los mismos inicios de la contienda. Y, si entonces fueron iniciativa alemana como apoyo psicológico a la guerra relámpago (Varsovia, Rotterdam), pronto se ampliaron (Londres, Coventry), hasta que fueron empleadas de forma tan decidida como eficaz por los aliados: desde las ciudades alemanas y japonesas, hasta los actos finales de Hiroshima y Nagasaki. Los largos asedios a urbes también se mostraron devastadores, como los que se produjeron en las ciudades soviéticas de Leningrado y Stalingrado.
Junto a ello, la aplicación científica de formas de supresión masiva de grupos de población por motivos étnicos e ideológicos había convertido a todos los habitantes de los países afectados en potencial objetivo de ataque y destrucción. Este genocidio sistemático vino a sumarse a la prácticamente absoluta ignorancia de los acuerdos internacionales existentes sobre el trato debido a los prisioneros de guerra. De esta forma podía afirmarse que, desde sus aspectos más negativos, la Segunda Guerra Mundial había roto viejos moldes de actuación bélica y abierto nuevas vías a la imposición de las formas más directas y efectivas de violencia indiscriminada. La mejor muestra de ello eran las represalias ejercidas sobre las poblaciones civiles, involuntarias corresponsables de las acciones de los combatientes.
Ante la situación producida por el derrumbamiento absoluto del Reich, el dictador soviético no estaba dispuesto a apartar su garra del mismo corazón de Europa. El Ejército Rojo continuaba con su acción de liberación aunque más bien era de general violencia y sistemático saqueo. En el nuevo mapa europeo diseñado en Yalta, toda una amplia franja de su fracción centro-oriental quedaba directamente supeditada a las directrices de Moscú. Eran países ya sólo teóricamente soberanos, que veían anulados sus ordenamientos socioeconómicos propios para ser sustituidos por dictaduras de partido único, a imitación directa de la URSS. Así, la parte oriental de Alemania, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia, Albania, Rumania y Bulgaria se convertían en regímenes de democracia popular. En ese amplio ámbito físico, solamente una Grecia sumida en una cruenta guerra civil seguía integrada en el que comenzaba a denominarse Mundo Libre.
Obtenida la rendición alemana, la euforia generalizada no era capaz de ocultar la realidad y Churchill ya mencionaba la idea del impenetrable Telón de Acero (Iron Courtain) que, desde el Báltico al Adriático, se había tendido a lo ancho de Europa. En el campo de los todavía aliados, se ponía de manifiesto que, pasado el momento de la mutua necesidad y la urgencia exigida por la lucha contra los nacionalsocialismos las naturales diferencias comenzaban a aflorar de la forma más rápida y agresiva. No satisfecha con la obtención de tal área de influencia sobre los países vecinos, la URSS hacía valer su papel de principal víctima de la agresión del Eje y aprovechaba la circunstancia para proceder a una estratégica ampliación de su territorio propio. Además de engullir lisa y llanamente a tres estados soberanos -Estonia, Letonia y Lituania- arrebataba considerables espacios físicos a todos sus vecinos: Alemania y Polonia, Finlandia y Rumania, en Europa y, en suelo asiático, se afirmaba en Mongolia y en las islas vecinas de Japón. Unos cambios fronterizos que decidieron el inmediato traslado de poblaciones, que en el caso europeo afectó a unos veinte millones de personas.
Después de seis largos años de muerte, terror y privaciones, todo parecía anunciar el inicio de una nueva era, en la que se quería evitar que desastres de la envergadura del recientemente concluido fuesen ya absolutamente posibles. La Organización de Naciones Unidas nacía con la voluntad de solucionar mediante acuerdos pacíficos cualquier problema entre Estados que pudiese surgir. Pero ya el reparto del planeta entre dos concepciones políticas irreconciliables -capitalismo y comunismo- comenzaba a producir su efecto: la Guerra Fría iba a decidir las siguientes cuatro décadas. Mientras entraba en liza un nuevo protagonista -el Tercer Mundo, nacido del proceso de descolonización- EEUU y la URSS, dotados del poder nuclear, nunca dejarían de medirse en un amenazador pulso decidido por sus respectivos intereses, pero sin llegar nunca a un enfrentamiento directo de tan imprevisibles como temibles consecuencias. Era el largo equilibrio del terror, que únicamente acabó con el desmoronamiento de la Unión Soviética en 1989. Desde ese momento, EEUU se quedaba como único gendarme mundial y pasaba a decidir los destinos de la mayor parte de los países.
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