De la República a la Roma de los Césares: con ellos llegó el Imperio
La irrupción de la dinastía Julio-Claudia en la política romana supuso el fin de la (relativa) democracia senatorial, representada por una República con casi cinco siglos de vida, y la implantación de un autoritarismo dictatorial (César) y más tarde imperial (Augusto).
El Senado y el Pueblo Romano: eso –Senatus Populusque Romanus– significa el acrónimo SPQR que, en la última etapa de la República (desde el año 80 a.C.) y hasta muchos años después de que este sistema político desapareciera (hasta la época de Constantino, en el siglo IV), blasonó las monedas, los documentos, las inscripciones en piedra o metal, los monumentos y los estandartes de las legiones como denominación legal de Roma. De origen incierto, pero muy anterior –probablemente, de la etapa fundacional de la ciudad-Estado republicana, cuyo nombre oficial entonces, sin embargo, era solo “Roma”–, resulta irónico que la frase que designa al Senado y al pueblo como depositarios de la soberanía se institucionalizase, precisamente, cuando dicha soberanía agonizaba, próxima a extinguirse, ahogada entre otras cosas por la lucha entre ambos estamentos: la patricia clase senatorial y el pueblo (la plebe).
Esa contradicción de base, nunca resuelta, traería la decadencia de la República romana y, en último término, las guerras civiles, caldo de cultivo para la irrupción de diversos hombres providenciales o “salvapatrias”. Y serían el más exitoso de todos ellos –también el más inteligente, cautivador y capaz–, Julio César, y sobre todo su heredero, Octavio Augusto, quienes le dieran la puntilla a una forma de gobierno que parecía eterna pero que, en realidad, había nacido hacía menos de cinco siglos.
El último rey de Roma
Antes de la llegada de la República, Roma era una monarquía de carácter electivo en la que el monarca era, por encima de todo, un jefe cívicomilitar proveniente de las gens (agrupaciones familiares) más antiguas e ilustres. Lo que sabemos de este período, lo mismo que del arranque de la subsiguiente era republicana, se lo debemos principalmente al muy posterior Tito Livio (59 a.C.- 17), de modo que hay que hacer siempre salvedades respecto a la mezcla de historicidad y leyenda. Sea como fuere, parece que el séptimo rey de Roma –que también sería el último–, Tarquinio el Soberbio, del clan de los Tarquinios, utilizó en tal grado la violencia, el asesinato político y el terror para mantenerse en el poder, derogando además reformas y beneficios sociales establecidos por sus predecesores, que los romanos empezaron a ver con malos ojos eso de la monarquía. Por si esto fuera poco, Tarquinio acabó de enfurecer al pueblo al destruir todos los santuarios y altares sabinos de la Roca Tarpeya y aún más cuando permitió que su hijo Sexto violara a Lucrecia, una patricia romana. Llegado este punto, un pariente de esta –y también de Tarquinio, en realidad–, Lucio Junio Bruto, convocó al Senado y, con el apoyo de la plebe, se decidió el destierro del indeseado rey y la abolición del sistema monárquico. Corría el año 510 a.C
Evidentemente, había que sustituir lo abolido con algo. Y el Senado, hasta entonces un órgano consultivo esporádico, se hizo permanente y se convirtió, ya entrado el año 509 a.C., en la clave de la nueva forma de gobierno: la República de Roma.

Tarquinio el Soberbio
Organizando la “cosa pública”
Su nombre en latín, Res publica o “cosa pública” –o, como diríamos hoy, esfera pública–, englobaba todo el conjunto de asuntos que había que organizar para un armonioso funcionamiento de la emergente sociedad romana. Así, para sustituir el liderazgo de los reyes, se creó el nuevo cargo de cónsul, asignado expresamente a dos senadores: los primeros fueron el propio Lucio Junio Bruto y Lucio Tarquinio Colatino. Inicialmente, a los cónsules se les transfirieron todos los poderes que antaño tenía el rey, pero con la esperanza de que el hecho de que tuvieran que compartirlos actuara de contrapeso e impidiese la tiranía. Se estableció que sus mandatos fueran anuales y cada cónsul, además, podía vetar las actuaciones o decisiones de su colega consular (intercessio).
Esta medida pronto se reveló insuficiente para evitar el abuso de poder. El primer acto de Bruto –antepasado, por cierto, del Marco Junio Bruto que participaría siglos después en el asesinato de César– como cónsul fue obligar a Colatino a renunciar bajo el pretexto de que era un Tarquinio y de que Roma no sería libre hasta que todos los miembros de esta familia dejaran la ciudad. Colatino se autoexilió, y el Senado decretó el mismo destino para todos los Tarquinios... con la salvedad del hábil Bruto, que aprovechó la ocasión para “colocar” como colega consular a su amigo Publio Valerio Publícola. Como vemos, la corrupción y el tráfico de influencias empezaron pronto a causar estragos
Para sustituir el liderazgo del rey de Roma, en 509 a.C. se creó el nuevo cargo de cónsul, asignado a dos senadores: Lucio Junio Bruto y Lucio Tarquinio Colatino
Por ello, enseguida comenzaron las reformas. Las principales instituciones del nuevo régimen pasaron a ser el Senado, las magistraturas y los comicios. El Senado, pilar de la República y órgano político ante el que rendían cuentas los cónsules, estuvo originalmente constituido solo por patricios, pero a partir de la Lex Ovinia (312 a.C.) se permitiría que los plebeyos formaran parte del mismo. La auctoritas del Senado daba validez a los acuerdos tomados en las asambleas populares o comicios; también resolvía las situaciones de interregnum o vacío de poder, que acontecían cuando moría un cónsul.

Tarquino
A la conquista de Italia
Para limitar el mando de estos, además, se crearon las restantes magistraturas, cargos absolutamente originales de la República romana que estaban por debajo de los cónsules y dividían sus atribuciones. Las primeras –con el tiempo surgirían muchas otras– fueron la de pretor, que asumía las potestades judiciales otorgadas a los cónsules, y la de censor, que poseía el poder de controlar el censo.
Con este sólido andamiaje administrativo y político, y debilitados los otrora poderosos etruscos, la ciudad-Estado de Roma se convirtió rápidamente en la nueva potencia hegemónica de la península Itálica. Así, los primeros siglos de la República (VIII a.C.) vieron la progresiva conquista de prácticamente toda la Italia peninsular por parte de los romanos. Las legiones, instrumento de dicha conquista, se componían de ciudadanos reclutados en tiempos de guerra e identificados con su objetivo, frente al carácter mercenario de los ejércitos rivales, lo que junto a su disciplina y entrenamiento las convirtió casi en invencibles. Además, a medida que avanzaba por el mapa itálico, Roma reclutaba asimismo como tropas auxiliares a los contingentes de las ciudades dominadas: una inteligentísima medida que fue dando forma a unas formidables fuerzas armadas y tejiendo una tupida red de alianzas.
Primero vinieron las llamadas guerras latinas, dos conflictos acaecidos en siglos sucesivos –498 a 493 a.C. y 340 a 338 a.C.– que enfrentaron a la República con los pueblos del Lacio (latinos y faliscos). La victoria final de Roma le dio el dominio sobre dicho territorio y, casi al mismo tiempo, en 343 a.C., se inició la primera de las tres guerras samnitas, que culminaron en 290 a.C. con el completo sometimiento de la Italia central.
Para el primer cuarto del siglo III a.C., los romanos habían vencido sucesiva e imparablemente a todos sus rivales itálicos: aparte de los ya mencionados, etruscos, galos del Po, brutios, lucanos, sabinos, umbros, celtas del norte y, entre 280 y 275 a.C., a los habitantes del sur. Era el momento de expandirse más allá de sus fronteras peninsulares.
Las Guerras Púnicas
Porque, claro, el problema que lleva aparejado el crecimiento territorial es que hay que seguir creciendo constantemente, para poder abastecer lo conquistado y protegerlo de agresiones externas: el eterno dilema histórico del colonialismo, que llevó a la República a la contradicción de crear un imperio de facto, de proporciones cada vez más gigantescas, que acabaría por devorar las instituciones republicanas pensadas para la eficaz administración de una ciudad-Estado.
Así las cosas, Roma inició una larguísima escalada bélica que, a la postre, la convertiría en la primera potencia del mundo mediterráneo. Las guerras púnicas marcaron la primera etapa de esta expansión. Mientras los romanos se afianzaban en Italia, la ciudad de Cartago, en la costa norteafricana, había puesto en pie un enorme imperio marítimo que dominaba todo el Mediterráneo occidental, con colonias estables en Hispania, Baleares y Sicilia, de donde había logrado expulsar incluso a los griegos. En 264 a.C., la República romana puso los ojos en esta isla y decidió ocupar las colonias cartaginesas sicilianas. Tras armar una poderosa flota de guerra, los enfrentamientos de distinto signo se sucedieron hasta que en 241 a.C. Cartago capituló: fue el fin de la primera guerra púnica, merced a la cual Roma se apoderó asimismo de Córcega y Cerdeña y penetró en la Galia transalpina, y en la que sobresaldría pese a su derrota el célebre general y estadista cartaginés Amílcar Barca.
Su hijo, Aníbal, sería el protagonista en el bando cartaginés de la segunda (218-201 a.C.), enfrentado a Publio Cornelio Escipión el Africano, general y político romano que se alzó con la victoria en la batalla de Zama. En esta ocasión se dirimía la conquista de Hispania, que los romanos codiciaban por su riqueza en yacimientos de plata. Y todavía habría una tercera guerra púnica (149-146 a.C.), centrada en gran parte en el asedio y batalla de Cartago, que se saldó con el saqueo y la completa destrucción de la ciudad mediterránea. Su población fue exterminada o esclavizada y su territorio pasó a convertirse en la provincia romana de África.

Guerra Púnica
Dueños del Mediterráneo
Paralelamente, en el Mediterráneo oriental, la insaciable República de Roma se enfrentó a los monarcas de los Estados helenos surgidos tras la desmembración del imperio de Alejandro Magno: a los reyes macedonios Filipo V (197 a.C.) y Perseo (168 a.C.) en las llamadas guerras macedónicas y a Antíoco III en la guerra romano-siria (189 a.C.). Con sus sucesivas victorias sobre todos ellos, Macedonia, Acaya y Epiro se convertirían igualmente en provincias romanas.
Roma consolidó este dominio absoluto del Mare Nostrum con el establecimiento de numerosas colonias en la Galia Cisalpina y la definitiva ocupación de Hispania (toma de Numancia en 133 a.C.) y de la Galia del sur, que, convertida en la provincia Narbonense, permitió la unión terrestre de Hispania con la metrópoli a través de la Vía Domitia, una fabulosa calzada que discurría en paralelo al mar desde los Alpes a los Pirineos.
Todas estas conquistas conllevaron una revolución económica: Roma, diríamos hoy, pegó un auténtico pelotazo. Los botines e indemnizaciones de guerra, más los tributos pagados por las provincias, enriquecieron al Estado de manera colosal... y sobre todo a muchos particulares. Los miembros de la clase senatorial acapararon las tierras que la República se había reservado (el ager publicus) y administraron la explotación de dichos bienes públicos –de ahí su nombre de publicanos– entregados a una febril especulación.
En el siglo I a.C., los esclavos se convirtieron en el estrato social más numeroso de Roma y protagonizaron las llamadas guerras serviles

Senado Romano
Una sociedad injusta e inestable
Pero semejante riqueza, al mismo tiempo, trastocó el ya frágil equilibrio social entre los siglos II y I a.C. Era aquella una sociedad basada en los estamentos, y la diferencia de estatus entre la nueva aristocracia –formada por miembros de la antigua clase patricia junto con nuevos ricos– y los patricios empobrecidos de la nobilitas y las masas populares (los plebeyos) aumentó hasta límites insostenibles
Paralelamente, muchos pequeños campesinos, arruinados por las constantes guerras, emigraron a Roma y engrosaron esa plebe urbana, muy susceptible de manipulación demagógica, al tiempo que los habitantes de los territorios ocupados estaban descontentos por la explotación a que los sometían sus gobernantes y deseaban la igualdad con los romanos (ciudadanía). Todo ello convivía con una desmedida afición de las clases pudientes al lujo y la opulencia, así como a un arte orientalizado de influencia helenística. Y luego estaban los esclavos, un mero instrumento económico que podía comprarse y venderse; procedentes en su mayoría de los pueblos sometidos, se convirtieron en el siglo I a.C. en el estrato social más numeroso y protagonizaron las guerras serviles, una serie de levantamientos de los que el de Espartaco fue el único que puso en serio peligro a la República.
Esta situación sería el principio del fin del sistema republicano. Tras el asesinato de los Gracos –Tiberio Sempronio y Cayo Sempronio Graco, hermanos y políticos populares (izquierdistas, según el criterio actual) que intentaron reformas sociales– a finales del siglo II a.C., se desató un período de inestabilidad y conflictos internos incesantes cuya máxima expresión serían las guerras civiles, que enfrentaron a los distintos sectores de la sociedad de la República y dieron alas a sucesivas dictaduras militares. Y de la dictadura a una nueva forma encubierta de monarquía –el Principado o Imperio– había un paso, como pronto se vio.

Asesinato de Graco