El ‘New Deal’, saliendo de la Gran Depresión
La llegada de Franklin D. Roosevelt a la Casa Blanca cambió la forma de enfrentarse a la devastadora crisis económica y social que se arrastraba desde el Crac de 1929. El gobierno federal llevó a cabo masivas inversiones que rescataron de la pobreza a millones de americanos e introdujeron el Estado del Bienestar en el país
A finales de 1932, tres años después del inicio de la Gran Depresión, Estados Unidos atravesaba por uno de los peores momentos de su historia. Con trece millones de parados –un desempleo del 25%, que en algunas localidades llegaba al 80 o el 90–, el país pasaba hambre. Cientos de miles de personas hacían cola en los comedores benéficos de las ciudades mientras otros tantos vagaban inútilmente por la América rural en busca de trabajo; el precio de los productos agropecuarios se había hundido hasta el punto de que en muchos sitios no merecía siquiera la pena recoger las cosechas ni alimentar a los animales. Con la nueva década, llegaron además nuevas y desconocidas catástrofes ecológicas. El fenómeno del dust bowl –gigantescas tormentas de polvo que lo sepultaban todo y dejaban impracticable la tierra– generó en el sur, a lo largo de los años treinta, tres millones de desplazados.
Hoover y los ‘Hoovervilles’
Con todo, lo peor era la desesperanza. El país del optimismo, el progreso individual y el Destino Manifiesto sufría una depresión colectiva a la altura de la económica. La crisis se había presentado inesperadamente, como un terremoto, y el efecto era devastador. Perdida en la oscuridad, la sociedad americana no veía salida ni solución alguna. Ahora que el probo ciudadano, el holgazán y el estafador se encontraban juntos en la cola del paro –o peor, en la de la sopa boba–, las tradicionales certezas del trabajo y el esfuerzo parecían una burla.
En la Casa Blanca, el presidente Hoover, que se había hecho famoso organizando el rescate alimenticio a Europa durante la Primera Guerra Mundial y había ganado las elecciones prometiendo dos coches en cada garaje, languidecía noqueado, desprestigiado e incapaz de ayudar a su país. No era que no lo intentase –trabajaba como el que más–, pero su inquebrantable fe en los principios del laissez faire y el liberalismo económico le impedía articular medidas de intervención estatal que reactivaran la economía o, al menos, atenuaran el sufrimiento de la población. Su idea era que con tiempo, paciencia y la recuperación de esa cualidad mágica, la “confianza”, el mercado acabaría por regularse solo. Mientras, por todas partes crecían asentamientos chabolistas que, en un alarde de humor negro, eran bautizados con su nombre: Hoovervilles. Sin nada que ofrecer, en las elecciones de noviembre de 1932 Hoover fue barrido por el candidato demócrata, Franklin D. Roosevelt, gobernador del estado de Nueva York.

Gran Depresión
Devolver la esperanza
El primer éxito de Roosevelt y su New Deal –ese “nuevo acuerdo” que había ofrecido a sus compatriotas– llegó de forma instantánea, como una especie de milagro. Mucho se ha escrito, a favor y en contra, de las políticas de su Administración y la verdadera extensión de sus logros, pero nadie discute que el primero de ellos fue esa recuperación de la confianza que tanto se le había resistido a Hoover. El discurso inaugural dejó algunas frases para la historia, la más famosa de las cuales probablemente sea la de que “a lo único que debemos tener miedo es al miedo mismo”. Pero también, de forma muy significativa, declaró lo siguiente: “La magnitud de la recuperación depende de la medida en que apliquemos valores sociales más nobles que el mero beneficio económico”. Era una enmienda a la irresponsabilidad de la especulación financiera que había llevado al desastre y, a la vez, una declaración de intenciones: la crisis debía aprovecharse para transformar la sociedad. Para un hombre como Roosevelt, que pese a las acusaciones de “socialista” que le llovieron durante años nunca dudó un instante de su adscripción al capitalismo, eso suponía introducir el Estado del Bienestar.
Los primeros cien días del nuevo gobierno fueron frenéticos. El país nunca había asistido a semejante despliegue de actividad legislativa. La medida más inmediata fue garantizar la viabilidad de un sistema financiero paralizado por los pánicos bancarios y las masivas retiradas de dinero. Había habido 2 298 quiebras de bancos en 1931 y 1 456 en 1932; 1933 empezaba en la misma línea. El gobierno decretó cinco días de “vacaciones bancarias” durante los cuales se elaboró y aprobó la Emergency Bank Act, que clausuró los bancos insolventes y avaló por primera vez, a través de la Reserva Federal, la totalidad de los depósitos de los ahorradores.
El 12 de marzo por la noche, tras poco tiempo en el cargo, Roosevelt dio la primera de sus famosas “charlas junto a la chimenea” (alocuciones radiofónicas en las que explicaba directamente a los americanos, en un lenguaje deliberadamente sencillo, las medidas adoptadas por su gobierno; fueron 30 charlas en 11 años, y contaron con un seguimiento masivo). “Puedo asegurarles que guardar su dinero en los bancos reabiertos es mucho más seguro que guardarlo bajo el colchón”, dijo. Lo oyeron 60 millones de personas y, al día siguiente, los depósitos superaron con creces a las retiradas de efectivo.
Al rescate de los bancos le siguió una ofensiva para regular la transparencia de las operaciones bursátiles y la protección del inversor (aprobación de la Securities Act en mayo y creación de la Comisión de Bolsa y Valores al año siguiente), cosa que irritó a los financieros, pero que resultaba imprescindible, visto que los innumerables desmanes de Wall Street habían contribuido significativamente al Crac. Y como la nueva etapa iba también de recuperar el optimismo, la fe en el futuro y el buen humor, Roosevelt tomó otra decisión que ya no podía esperar más. “Ha llegado el momento de tomarnos una cerveza”, declaró, y acabó con una medida en la que ya nadie creía y que solo había beneficiado al crimen organizado: la Ley Seca.

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Trabajar y gastar. Claves para salir de la crisis
Pero la prioridad más absoluta de la nueva Administración fue desde el inicio poner a los ciudadanos otra vez a trabajar, una verdadera obsesión tras la cual había varias ideas: la primera era dar medios de subsistencia a quienes carecían de ellos y rescatar así a gran parte de la población de la pobreza; la segunda era que la reactivación de la economía vendría a través del consumo, lo cual requería que la gente tuviese dinero para gastar (tras el cambio de gobierno y las primeras medidas de Roosevelt, un conocido empresario hizo una petición a sus trabajadores: “Ahora salgan a la calle y compren algo”); la tercera –y esta es una pieza fundamental en el espíritu del New Deal– consistió en devolver la dignidad a millones de personas para las que vivir de la beneficencia era una humillación.
El New Deal fue por eso pródigo en programas de empleo destinados a la realización de grandes obras públicas, una tarea que se confió a agencias creadas y dotadas de abundantes fondos por el gobierno federal. Dado su gran número –más de treinta– y el lío de siglas, se las conoció como las “agencias alfabéticas”.

Franklin Roosevelt
Alfabéticas y eficaces
Una de las más importantes fue la Public Works Administration (PWA), que operó bajo la dirección del sobrio y estricto Harold Ickes –se definía a sí mismo como un “cascarrabias”–. La PWA estuvo detrás de obras de colosal tamaño que cambiaron para siempre la fisonomía del país: el Túnel Lincoln de Nueva York, la Overseas Highway, en Florida, y la Presa Hoover (Nevada–Arizona), entre muchas otras. Construyó, además, un gran número de instituciones educativas y hospitales.
La FERA (Federal Emergency Relief Administration), a cargo del economista Harry Hopkins, tuvo un carácter decididamente asistencial, ya que contrataba a trabajadores en paro y sin cualificación. En 1935, se convirtió en la Works Projects Administration (WPA), que, a pesar de la similitud de nombre y actividades, tenía poco que ver con la PWA. De hecho, sus jefes máximos se llevaban a matar. Todo lo que en Ickes era pulcritud y rigor de contable quisquilloso en Hopkins era brillantez, exceso e imaginación (recibió innumerables acusaciones de despilfarro). Además de las grandes obras de ingeniería –uno de los proyectos estrellas de la WPA fue la Tennessee Valley Authority (TVA), un hito de la empresa pública estadounidense–, Hopkins financió numerosos proyectos artísticos con el argumento de que los artistas también eran trabajadores y tenían que comer: murales en edificios públicos, guías turísticas, montajes teatrales...; un gran ejemplo es el hotel de Timberline Lodge, en Oregón, cuyo interior fue ricamente decorado por artesanos de la zona.
Otro proyecto enormemente popular fue el Civilian Conservation Corps, dedicado a la conservación y el desarrollo de los recursos naturales: reforestación, presas, desecación de zonas pantanosas... En nueve años dio trabajo a tres millones de jóvenes que a la vez recibían formación (también participaron veteranos de la Primera Guerra Mundial) y contribuyó a una decisiva toma de conciencia sobre la importancia de la protección de la naturaleza.

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Legislación laboral y seguridad social
Además de las obras públicas, el New Deal supuso la introducción del Estado del Bienestar en Estados Unidos. Fue un proceso complejo, con muchos aciertos y algunos tropiezos. Uno de los más notables se debió a la National Industrial Recovery Act (NIRA), de cuya aplicación se encargaba otra agencia alfabética, la National Recovery Administration (NRA), muy reconocible en los inicios del New Deal por el águila azul que tenía como emblema. Entre otras muchas cosas, la NRA imponía códigos a la industria para regular la libre competencia, fijar precios mínimos y acabar con prácticas comerciales desleales, pero en 1935 el Tribunal Supremo de Estados Unidos la declaró inconstitucional porque violaba la separación de poderes. Como consecuencia, la NRA fue disuelta.
Fue un gran golpe para el New Deal y el primer choque con la justicia de Roosevelt, que en 1937 cometió un error aún mayor cuando intentó de forma bastante burda modificar la composición del Tribunal Supremo, una maniobra que ni siquiera tuvo el apoyo de su propio partido y se saldó con un sonoro fracaso.
Gran parte de la legislación contenida en la NRA, sin embargo, era de carácter laboral y pasó a la National Labor Relations Act de 1935, que supuso un antes y un después en las relaciones entre trabajadores y empresarios en Estados Unidos. El punto fundamental era que la ley –conocida como Wagner Act– acababa con las prácticas intimidatorias habituales –es decir, mafiosas y violentas– contra el movimiento obrero y regulaba la creación y actividad de los sindicatos. Otro aspecto importante fue la prohibición del trabajo infantil, que en la NRA ya se incluía para determinados sectores –fábricas de algodón, minas– y que en 1938 se limitó de forma mucho más estricta en la Fair Labor Standards Act. Esta ley introdujo también el salario mínimo, la jornada de ocho horas y el pago de horas extras con un incremento del 50%.
En toda esta regulación tuvo un papel clave Frances Perkins, secretaria de Trabajo, la primera mujer en formar parte de un gabinete ministerial en Estados Unidos. Perkins fue además la impulsora y responsable de uno de los mayores logros del New Deal, la Social Security Act de 1935, que creó un sistema de pensiones de jubilación basado en cotizaciones sociales –tenía muchas limitaciones, pero antes no había nada– e introdujo el seguro de desempleo.
Elegido cuatro veces
Roosevelt gozó de un enorme apoyo popular y cambió para siempre la presidencia de Estados Unidos, a la que confirió un poder que antes no tenía y que, para bien y para mal –solo hay que mirar al presente–, aún se mantiene. Sufrió ataques constantes desde la derecha, que se refería a él como “ese hombre de la Casa Blanca” y que, tras los primeros cien días, le acusó sin tregua de abrigar intenciones dictatoriales y socializantes, pero también recibió numerosas críticas de la izquierda, que le reprochaba no estar haciendo lo suficiente.
De este proceso, el Partido Demócrata salió transformado. En las elecciones de 1936, volvió a arrasar –pese a la sentencia contra la NRA– apoyado por una marea de ciudadanos de muy distintas procedencias: fue entonces cuando los afroamericanos abandonaron en masa su antigua lealtad al Partido Republicano de Lincoln y se hicieron demócratas; la clase obrera se volcó también con los demócratas, igual que las mujeres, los inmigrantes recientes (italianos, polacos, etc.) y los nativos americanos, que habían contado con su propio New Deal (Indian Reorganization Act de 1934).
En 1940, con Europa en plena guerra y la amenaza bélica planeando sobre el resto del mundo, Roosevelt rompió la tradición de los dos mandatos –aún no era ley– y volvió a presentarse. Ganó otra vez. Y lo mismo ocurrió, con la guerra ya en sus últimos estertores, en 1944, si bien a los seis meses la muerte le sorprendió trabajando y fue sustituido por Truman. El New Deal no terminó de sacar a Estados Unidos de la crisis –a finales de los años treinta, el paro seguía siendo elevado–, que no se superó definitivamente hasta la movilización de recursos que supuso la Segunda Guerra Mundial, pero sí mejoró de forma radical la vida de los americanos durante unos años muy difíciles e introdujo reformas que permanecen vigentes hoy en día.

Franklin Delano Roosevelt