La caída del Tercer Reich: de mil años a doce
Hitler soñó con un imperio continental que se extendiese del Atlántico a los Urales y durase un milenio, para poder compararse con los grandes emperadores de la Antigüedad. Pero esas megalómanas aspiraciones acabarían disipándose en 1945 con la derrota de Alemania, para alivio de la humanidad.
A finales del verano de 1942, la expansión territorial del Tercer Reich estaba en su apogeo. La esvástica ondeaba desafiante desde el Círculo Polar Ártico hasta las arenas del Sáhara, y desde Hendaya hasta la cima del monte Elbrús, en el Cáucaso. Las jaurías de submarinos alemanes habían convertido el Atlántico en su coto de caza. Naciones históricas como Francia, Polonia, Holanda o Grecia habían sido sometidas por las tropas germanas; otras, como Hungría o Rumanía, eran meros satélites, mientras que Italia constituía un aliado decisivo para el control del Mediterráneo. La expansión nipona en Oriente parecía anticipar un futuro reparto del mundo entre Berlín y Tokio.
Ya en noviembre de 1930, Hitler anunció en un discurso que ningún otro pueblo tenía más derecho que el alemán a alcanzar el dominio mundial (Weltherrscha). Lo que entonces parecía una fantasía, apenas doce años después tenía visos de convertirse en una realidad. A pesar de los reveses militares de la frustrada invasión de Gran Bretaña y el fracaso a las puertas de Moscú, Alemania había levantado un imperio continental que aparentaba ser tan granítico como inexpugnable. Los británicos solo podían celebrar que habían frenado momentáneamente el avance de Rommel sobre El Cairo tras sufrir la traumática pérdida de Tobruk, pero los soviéticos enlazaban una retirada tras otra ante la ofensiva de verano germana, con Stalingrado y los pozos de petróleo del Cáucaso a punto de caer. En cuanto al poderoso aliado estadounidense, su capacidad bélica aún estaba por demostrar. La debilidad de los movimientos de resistencia en Alemania y la Europa ocupada no hacía albergar esperanzas de un derrumbe interno. Nada parecía capaz de hacer temblar los cimientos del Tercer Reich, pero ¿ese imperio podía consolidarse o, por el contrario, estaba destinado a desplomarse por sus propias contradicciones?
Política extractiva
Podríamos decir que Hitler fue un visionario al contemplar el futuro de Europa como una unidad económica integrada, pero su idea distaba mucho de la que comenzaría a abrirse paso en la posguerra, basada en la colaboración entre los diversos países que la forman, tradicionalmente enfrentados. Por el contrario, para Hitler, los recursos del continente debían ser explotados únicamente para proporcionar alimentos y materias primas a Alemania, sin importar las necesidades básicas de la población de esas regiones. Durante la guerra, ese propósito se puso en práctica sin ningún disimulo ni cortapisa.
Los productores de los países ocupados eran obligados a vender sus productos a los alemanes a bajo precio. La política monetaria estaba dirigida a incrementar el valor del Reichsmark y, por tanto, a abaratar los productos locales proporcionando una pátina legal a ese saqueo, una rapiña que tenía su antecedente en la confiscación de las propiedades de los judíos alemanes. También se hacía recaer sobre la Europa ocupada buena parte del peso fiscal, lo que permitiría mantener en Alemania unos impuestos bajos, casi la mitad de los que se aplicaban, por ejemplo, a los contribuyentes británicos. Las infraestructuras eran puestas igualmente al servicio de esa política que podríamos calificar de extractiva, ya que estaba plenamente enfocada al exclusivo bienestar de los alemanes y se apartaba del bien común continental. Por ejemplo, en Francia, dos tercios del tráfico ferroviario eran empleados en transportar mercancías a Alemania. Ucrania, por su parte, debía convertirse en el granero del Reich; durante la guerra, su producción de trigo fue transportada casi en su totalidad a Alemania, dejando hambrienta a su población. Y el petróleo debía proceder de los citados pozos del Cáucaso, privando de él a los rusos. Además, conseguir mano de obra esclava para la industria germana no suponía ningún problema: unos diez millones de trabajadores forzados, entre civiles deportados y prisioneros de guerra (la mayoría de ellos rusos y polacos), fueron enviados a Alemania.

Tercer Reich
Estaba previsto que Ucrania y la Rusia europea se convirtieran en la ‘nueva frontera’ teutona, a semejanza del Lejano Oeste norteamericano, expulsando a la mayoría de sus habitantes y sustituyéndolos por colonos alemanes procedentes de asentamientos históricos en otros países del este. En la imaginación de Hitler, esas vastas extensiones serían cruzadas por autopistas y se construirían ciudades cada cien kilómetros, en las que primaría la arquitectura germana. Un pequeño número de pobladores locales se dedicaría a las tareas más ingratas, pero no se les proporcionaría educación y, sin acceso a la sanidad, su número se vería regulado por “causas naturales”, según el frío y cínico lenguaje que empleaba el jefe de las SS, Heinrich Himmler, para describir esa futura colonia en el este.
Un imperio inviable
Aunque la caída del Tercer Reich se debió fundamentalmente a razones militares, hay que preguntarse hasta qué punto el derrumbe se produjo asimismo por la deficiente organización de esa esfera territorial con vistas a potenciar el esfuerzo de guerra. La ocupación, como vemos, supuso casi siempre el saqueo indiscriminado de los recursos locales. Las economías de esos países quedaron fuertemente dañadas: el consumo de combustible en Francia disminuyó un 92%, ya que las necesidades germanas tenían preferencia, y las cosechas de grano se redujeron a la mitad, mientras que en Noruega el producto interior bruto cayó un 60%. La incapacidad para ganarse a esas poblaciones para la causa germana, pese a las campañas de propaganda, y el recurso a una brutal represión protagonizada por la temible Gestapo resultaron también muy negativas, ya que provocaron una desafección general que hizo frecuentes los sabotajes en la industria de guerra y que los mineros del carbón de los países ocupados redujeran drásticamente la producción. Además, el desvío de alimentos hacia Alemania debilitaba físicamente a los trabajadores. La máxima expresión de esta política de saqueo llegaría en el invierno de 1944-1945 a Holanda, cuando su población fue sometida a un hambre terrible, ya que casi toda la producción alimenticia fue confiscada para ser enviada a Alemania.
Así pues, el imperio que Hitler había puesto en pie, cuyo advenimiento anunció en 1941 con el término Neuordnung o Nuevo Orden, tenía dentro de sí el germen de su propia destrucción. Era impensable que Alemania pudiera gestionar el resto del continente como si se tratase de una exótica colonia, extrayendo sus recursos naturales y manteniendo a la población local en un estado de semiesclavitud, cuando no exterminando físicamente a aquellos que eran considerados untermenschen o “subhumanos”, lo que incluía a judíos, gitanos o eslavos.
Aunque pueda sorprender la afirmación, Alemania tampoco contaba con el poderío militar necesario para consolidar ese imperio. La fulgurante guerra relámpago era, hasta cierto punto, un espejismo: la Wehrmacht precisaba en 1940 de 770.000 caballos para su movilidad por la falta de vehículos. Ante la perspectiva de una contienda corta, y para evitar sacrificios a la población, no se había implantado una auténtica economía de guerra; en ese mismo año, tan solo el 19% de la producción era armamentística, y menos del 18% del acero se destinaba a fabricar carros de combate. Tampoco se había racionalizado la producción: por ejemplo, la Wehrmacht contaba con un centenar de modelos de camión distintos. Además, los ambiciosos planes de construcción de barcos, que incluían un portaaviones, no estaba previsto que se completasen antes de 1944. Pese a las formidables apariencias, Alemania era una potencia imperial con pies de barro.

Población judía
Demasiados frentes abiertos
La propia expansión geográfica resultaría también un factor determinante en ese colapso anunciado. Alemania no tenía la capacidad de proteger los límites de su vasto imperio: su ejército no disponía de la cantidad de efectivos necesaria para combatir en tantos frentes ni garantizar la protección de las extensas líneas de abastecimiento. Esa expansión desmedida sería aprovechada por los aliados, que le lanzarían dentelladas desde puntos muy distantes entre sí. Un ejemplo sería la decisiva Batalla de Kursk contra los soviéticos, en julio de 1943, que Hitler se vio obligado a abandonar en el momento crítico para poder enviar refuerzos a Sicilia, en donde acababan de desembarcar tropas anglonorteamericanas. De todos modos, aunque Alemania se hubiera alzado con la victoria en la guerra, se hace difícil pensar que su guardia de fronteras, desplegada en tres continentes, se hubiese visto capaz de mantener alejados a los enemigos del Reich durante mucho tiempo.

Hitler
Derrota militar
Con la entrada de Estados Unidos en la guerra, en diciembre de 1941, la suerte del Tercer Reich estaba echada, aunque entonces eso no resultaba evidente para nadie, con la excepción de Churchill. El gigante norteamericano era todo aquello que el imperio europeo de Hitler aspiraba a ser y que nunca podría lograr: una economía fuerte e integrada, con abundancia de recursos naturales, y, sobre todo, una población plenamente involucrada en el esfuerzo de guerra. Si el duelo germano con la Unión Soviética estaba igualado, la irrupción de los estadounidenses decantaba definitivamente la balanza del bando aliado. Tan solo era cuestión de tiempo que Alemania se viera derrotada.
Como en el caso de Kursk y Sicilia, la Wehrmacht se vio obligada el resto de la contienda a sofocar continuos incendios en varios frentes. Los aliados explotaron al máximo esa debilidad. Mientras norteamericanos y británicos trataban de abrirse paso en Normandía tras su desembarco del 6 de junio de 1944, el 22 de junio los soviéticos lanzaban una gigantesca ofensiva, la Operación Bagration, a la que destinaron más de dos millones de soldados. Al mismo tiempo, las ciudades germanas eran sometidas a intensos bombardeos que, además de causar cientos de miles de víctimas civiles, obligaban a trasladar la producción industrial a instalaciones subterráneas. Asimismo, el perfeccionamiento de la lucha contra los submarinos germanos llevaría al dominio absoluto de los aliados en el mar. Tampoco fue desdeñable la actividad partisana, cuya intensidad aumentaría progresivamente.

Desembarco de Normandía
Hitler, obligado a forzar la máquina
Para poder hacer frente a esa intensa presión aliada, Alemania se vio obligada a forzar al máximo el sistema que había implantado para explotar económicamente el continente, pero ahora con la industria de guerra como prioridad, una misión encargada al arquitecto favorito del Führer, Albert Speer. No se puede negar que se obtuvieron resultados, como lo demuestra el sorprendente dato de que la producción de armamento alcanzase su punto máximo a finales de 1944. Para lograrlo, por ejemplo, se implantó en las fábricas de aviones una jornada laboral de 72 horas semanales. Pero ese relativo éxito lo que demostraba en realidad era el fracaso de haber confiado la suerte de la guerra al plano táctico-operativo, en el que los alemanes llevaban la delantera a los aliados, y no al industrial, que era el factor realmente decisivo en una conflagración mundial. La transformación de la economía germana había llegado demasiado tarde y lo único que consiguió fue aplazar un hundimiento que ya era inevitable. Lo que sí estuvo a la altura de las megalómanas expectativas de Hitler fue el final de su efímero imperio. Con la Batalla de Berlín, en la que más de 750 000 soldados germanos trataron infructuosamente de defender la capital del Reich ante una masa de cuatro millones y medio de soldados soviéticos, el desenlace de la contienda adquirió los tintes wagnerianos que el dictador deseaba imprimir a la consumación de la ya irremediable derrota del pueblo alemán. Afortunadamente, sus órdenes de destruir por completo todas las infraestructuras del país no fueron obedecidas, pero aun así Alemania sufrió una devastación casi completa. De los sueños imperiales de Hitler solo quedaban un mar de escombros, una Alemania mutilada y repartida entre sus enemigos y más de ocho millones de compatriotas muertos, además de la muerte y la destrucción diseminadas por el atormentado continente que había tratado de dominar.