Milicianas en la Guerra Civil española
Convertidas en símbolo internacional de la resistencia antifascista, presentes en carteles, consignas y fotografías, estas mujeres fueron muy pronto obligadas a quedarse en la retaguardia. Ni siquiera los republicanos defendieron su permanencia en el frente.
Tras la sublevación militar del 18 de julio de 1936, y hasta que pudo reorganizarse el ejército, en las filas republicanas reinaba el caos. La descoordinación del gobierno facilitó la creación, por parte de grupos políticos, sindicatos y asociaciones de izquierdas, de milicias populares armadas compuestas por ciudadanos. Entre los voluntarios, la mayoría sin experiencia castrense, hubo muchas mujeres que empuñaron las armas.
La imagen de las milicianas con mono azul, gorro cuartelero y fusil al hombro fue una de las más potentes de la contienda y un icono perfecto para los carteles propagandísticos. Además de estos, también los numerosos artículos que escribieron sobre ellas corresponsales de prensa extranjeros ayudaron a su repercusión mundial. Y quedarían en el recuerdo gracias a las fotografías, al poema que Miguel Hernández dedicó a una de ellas, Rosario ‘la Dinamitera’, y, ya en tiempos recientes, a películas como Tierra y Libertad de Ken Loach o Libertarias de Vicente Aranda.
Todo ello contribuyó en gran medida a forjar el mito de las milicianas. Pero, pese a su popularidad, estas mujeres terminaron pagando cara su intromisión en uno de los territorios más masculinos. Acabaría imperando el lema “el hombre al frente y la mujer a la retaguardia”, sin importar el protagonismo en combate que habían demostrado muchas de aquellas valientes. El modelo de mujer luchando codo con codo con los hombres, en primera línea, no llegaría a cuajar.
Reclamo para el alistamiento masculino
En el verano del 36, muchas personas se lanzaron a defender la República en la calle y en el frente. Y en este último había mujeres que, como señala Ana Martínez Rus, autora de Milicianas. Mujeres republicanas combatientes, “despertaron un gran revuelo en las trincheras por su condición femenina y su actitud desafiante ante unos hombres que las vieron en su mayoría como rivales, objetos de deseo y acoso o bellezas perturbadoras, y los menos como colegas fraternales”.
Aquella erupción transgresora fue prácticamente única y revolucionaria en la Guerra Civil, y cabe destacar el alto nivel de compromiso que mostraron las milicianas. Así lo prueban las palabras de una de ellas, recogidas en Rojas. Las mujeres republicanas en la Guerra Civil , de la historiadora Mary Nash: “Mi corazón no puede permanecer impasible viendo la lucha que están llevando a cabo mis hermanos... Y si alguien os dice que la lucha no es cosa de mujeres, decidles que el desempeño del deber revolucionario es obligación de todos los que no son cobardes”. Murió en combate poco después de escribirlas.
Tanto la prensa nacional como la internacional utilizaron el fenómeno del miliciano en general, y de la miliciana en particular, como emblema antifascista. En los primeros momentos de lucha, a ellas las usaron como reclamo para que los hombres se alistasen. ¿Cómo negarse si lo hacían hasta las féminas? En un contexto de defensa de los derechos civiles y políticos reconocidos, la época dorada del fenómeno miliciano femenino fue de julio a diciembre de 1936. Luego se desvanecería.

Milicianas en la Guerra Civil
Mujeres en primera línea
De todos modos, al margen de la imagen de modernidad que daban, ellas mismas definían su situación como anómala, empezando por su aspecto. Vestían pantalón, aún no incorporado a la moda femenina: solo lo lucía una minoría y, por eso, que una mujer se pusiera uno, un mono o una falda pantalón era de lo más rupturista. Pero si querían ser uno más en primera línea, equipararse con sus compañeros y encontrar la camaradería que buscaban, debían usarlo. Por motivos de higiene debían, asimismo, cortarse el pelo.
Julia Manzanal se hizo llamar ‘chico’ para conseguir estar más tiempo en el frente. Y eran muchas las que disimulaban rasgos de su feminidad, por ejemplo vendándose los pechos. Un tema más complicado era el de la menstruación; “a algunas se les hacían llagas tras haber esperado hasta la noche para cambiarse los algodones”, recuerda Martínez Rus. Eso sí; además de que las ninguneaban a causa de su sexo, a sus compañeros milicianos no solía gustarles su apariencia, lo que no impidió que las acosaran.
Aunque se sentían mujeres, querían que las trataran como iguales con respecto a los varones, porque eso significaba reconocer su valor y sus méritos. Por eso adoptaron la vestimenta masculina, que les proporcionaba, además, la comodidad necesaria en los duros entrenamientos y, sobre todo, en combate. “Dormíamos y comíamos en el fango como cualquier hombre. Incluso para hacer ‘escuchas’, que era muy expuesto porque había que salir de las trincheras, se echaba a suertes; quien sacaba la paja más corta sabía que le había tocado. No había miramientos de ningún tipo”, diría Fidela Fernández de Velasco, ‘Fifí’, miliciana que llegó a estar condenada a muerte.
Una de las más populares de cuantas lucharon fue Rosario Sánchez Mora, ‘la Dinamitera’. Tenía 16 años cuando salió hacia el frente de Somosierra, donde por primera vez empuñó un arma. Más tarde la destinaron a fabricar bombas de mano, en lo que demostró gran habilidad. Pero el material que usaban no era el adecuado y el resultado eran artefactos rudimentarios: botes de leche rellenos de clavos, hierros, cristales y dinamita con una mecha. A causa de la explosión de una de esas bombas, Rosario perdió una mano. Eso no la detuvo y al salir del hospital volvió al frente y fue destinada a la primera Brigada Móvil, la Décima, donde hizo de telefonista y de responsable del correo del frente durante la campaña de Brunete, distribuyendo cartas en primera línea.
Otra destacada luchadora fue Lina Ódena, de la Unión de Juventudes Comunistas de Cataluña, que murió en tierras granadinas: prefirió suicidarse a ser capturada. Casilda Méndez, Encarnación Jiménez, Concha Pérez... Conocidas o anónimas, la lista de las que demostraron su arrojo es larga. Unas cuantas incluso alcanzaron puestos relevantes, como ‘Mika’ Etchebéhère, Casilda Hernáez, Ana Carrillo, Encarnación Hernández Luna, Enriqueta Otero y Aurora Arnáiz.
Así, no es de extrañar que varios batallones fueran bautizados con nombres femeninos: Mariana Pineda (heroína liberal), Rosa Luxemburgo (socialista alemana), Louise Michel (comunera francesa), Aida Lafuente –la ‘Rosa roja de Asturias’– (comunista muerta en el levantamiento de 1934), Margarita Nelken, la ‘Pasionaria’ (destacadas políticas) y también Lina Ódena.

Milicianas en la Guerra Civil
Lejos de las trincheras
Pero, aunque las mujeres no dudaron en dar un paso al frente, acabaron relegadas a la retaguardia. Se las fue alejando de las trincheras, relegándolas a tareas “más propias de su sexo” como coser uniformes, cuidar niños o atender heridos. Pese a sus desavenencias constantes, todos los mandos, tanto políticos como militares, parecían estar de acuerdo en esto. También en el bando republicano su imagen transgresora provocó una reacción contraria a su participación en combate.
De ese modo, tras la creación oficial del Ejército Popular Regular de la República en octubre de 1936, tuvo lugar una remodelación de las milicias populares que las alejaría de la lucha. De la noche a la mañana, pasaron de supuesto motivo de orgullo a ser prácticamente repudiadas.
Para romper con la imagen tan positiva que se había dado de ellas era necesario desacreditarlas y, para ello, se buscó probablemente la manera más simple, y al mismo tiempo más humillante: pasaron de heroínas a prostitutas. Se las difamó y esa difamación, paradójicamente, empezó en el bando republicano. Hasta los comunistas abogaron porque se retirasen a la retaguardia. La líder comunista Dolores Ibárruri les dio la espalda. Si bien en julio del 36 la Pasionaria había animado a las mujeres a luchar, tras la Batalla de Guadalajara, en marzo de 1937, cambió de opinión.
Las milicianas ni tan siquiera fueron apoyadas por organizaciones feministas como la Asociación de Mujeres Antifascistas (AMA). La nueva postura se justificaba asegurando que distraían a los hombres, les quitaban la energía y, lo que era más grave, les contagiaban la sífilis y otras enfermedades venéreas. El efecto de dicha política fue demoledor. Sin ir más lejos, el batallón del Quinto Regimiento llamado ‘Lina Ódena’ pasó de repente a ser una unidad sanitaria, debido al recelo de los mandos y al rumor de que lo formaban prostitutas.
De heroínas a prostitutas
Aunque era innegable la presencia de prostitutas, estas “estaban sobre todo en la retaguardia. Allí ejercían su oficio. Pero eso no tenía nada que ver con nosotras, con las que luchábamos. Y nuestros camaradas lo sabían muy bien. Ninguno se hubiera atrevido a acercársenos demasiado. No nos veían como mujeres. Ni que hubiesen querido. Nosotras estábamos en las trincheras tan sucias y empiojadas como ellos, luchábamos y vivíamos igual que ellos. Para ellos no éramos mujeres, sino sencillamente uno más”. Así lo relata la miliciana ‘Fifí’, cuyas palabras recoge Ingrid Strobl en el libro Partisanas. La mujer en la resistencia armada contra el fascismo y la ocupación alemana (1936-1945).
El sexólogo Félix Martí Ibáñez, impulsor de la legalización del aborto en Cataluña, fue uno de los culpables de que se metiera a milicianas y prostitutas en el mismo saco. Se mostró así de contundente: “Vosotras, mercenarias o medias virtudes, que en plena Revolución intentasteis convertir la tierra sagrada del frente empapada en sangre proletaria en lecho de placer, ¡atrás! Si el miliciano os busca, que lo haga en sus horas de licencia y bajo su responsabilidad moral, ayudado por los recursos higiénicos de rigor. Pero no vayáis a desviarlo de su ruta y a poner en el acero de sus músculos la blandura de la fatiga erótica... No podéis despedir vuestra antigua vida yendo a sembrar de males venéreos el frente de batalla... La enfermedad venérea debe ser extirpada del frente, y para ello hay que eliminar previamente a las mujeres”.

Miliciana en la Guerra Civil
Machismo en el bando republicano
Pero detrás de los argumentos morales e higiénico-sanitarios se escondía el machismo imperante en los años treinta y la necesidad urgente de encontrar mano de obra en la retaguardia. Con los hombres en el frente, el país no podía detenerse y había que mantener el suministro de comida y armamento, así que ellas debían sustituirlos en el campo, en las fábricas, en las oficinas.
El periódico Mundo Obrero del 8 de noviembre de 1936 publicaba el siguiente texto: “En los primeros días de la sublevación, las mujeres supieron comprender que en aquel momento lo urgente era acrecentar el entusiasmo de los que se lanzaban a la lucha, y se unieron a ellos, empuñando a su vez las armas, con tanto o más coraje que los hombres (...). Las mujeres han cumplido su deber. Pero ahora el deber primordial es reintegrarse a la retaguardia, dedicarse al trabajo en las industrias, comercios, oficinas. La marcha de la nación no debe ser interrumpida porque falten los brazos masculinos, que impulsan el engranaje de la economía. Estos brazos han de ser suplidos por la mujer (...). A la retaguardia, todas las mujeres al trabajo, ese es vuestro puesto. A seguirlo.” Se aprovechó también para dirigirlas a las tareas ‘propias’ de su sexo, las de carácter asistencial.
En este contexto, hubo por fuerza que cambiar la actitud de las mujeres que aparecían en los carteles. Aquellas jóvenes que exhibían entereza, amor por la causa y un fusil con el que defenderla eran ahora dulces matronas o peligrosas víboras que intentaban seducir a los inocentes soldados. El mensaje que se les daba a ellos estaba claro: no os dejéis embaucar por las pecadoras.

Milicianos en la Guerra Civil
En el imaginario colectivo
Para los franquistas, todas las mujeres que tuvieron algún compromiso con la República fueron milicianas, al margen de que hubieran portado armas o no, estado en el frente o no. Acusaron de serlo a muchas que no lo fueron, razón por la que las fuentes franquistas no son fiables. Eso explica que no exista documentación para hacer un rastreo fidedigno y que sea imposible cuantificar a las mujeres que combatieron, como sí se hizo con los milicianos varones.
Aun así, se sabe que las hubo de edades, condiciones y procedencias muy variadas. La mayoría eran jóvenes sin compromisos familiares, pero también las hubo casadas y con hijos, y mayores. Antes de alistarse, algunas trabajaban en el campo, otras eran amas de casa y no pocas ejercían como maestras en las escuelas de la República. Vinieran de donde vinieran estas aguerridas mujeres, y al margen de sus circunstancias personales, unas y otras han escrito una página de nuestra historia reciente. Pese a su frustrado periplo, las milicianas siguen estando presentes en el imaginario colectivo.