Espías, inteligencia y contrainteligencia en la Guerra Fría
Durante los años de la Guerra Fría, los casos de espionaje y contraespionaje, los traidores y los agentes dobles proliferaron de manera especial. Sin embargo, no todos comenzaron esta nueva etapa del juego con el mismo nivel de preparación y coordinación.
Al inicio de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos iba bastante por detrás en materia de inteligencia. Aunque el espionaje está presente en su historia desde los tiempos de la Guerra de Secesión, carecía de un organismo de coordinación centralizado: contaba con una docena de agencias federales que, más que colaborar, competían entre ellas. Inglaterra no tenía ese problema y, desde luego, tampoco el bloque soviético; desde que en 1917 Dzerzhinski creara la Cheka, el servicio de espionaje de la URSS no había dejado de crecer en sus sucesivas reencarnaciones (GPU, OGPU, NKVD, NKGB, MGB y, desde 1954, KGB). Sus tareas en buena parte consistían en la caza de disidentes –reales o ficticios– para eliminar cualquier intento de subversión y proveer de víctimas a las purgas de Stalin, pero no descuidaban la actividad internacional: un objetivo prioritario fue infiltrarse en el servicio de inteligencia británico y establecer en su núcleo un grupo de agentes dobles.
De la OSS a la CIA
Estados Unidos se puso al día gracias en buena parte al trabajo del general William J. Donovan, condecorado en la Primera Guerra Mundial y retirado después al mundo de los negocios. En 1940, visitó Inglaterra como enviado personal de Roosevelt para conocer el funcionamiento del MI-6; se lo enseñaron todo –salvo el ultrasecreto Proyecto Enigma– y habló con los principales cargos de la inteligencia británica. Volvió con la intención de crear en Estados Unidos un organismo centralizado, cuyo director informaría directamente al presidente. Así, en 1941 se creó la Oficina del Coordinador de Información (COI, por sus siglas en inglés), dirigida por Donovan, que en 1942, tras la entrada de Estados Unidos en la guerra –y con la incorporación de personal militar–, cambió su nombre por el de Oficina de Asuntos Estratégicos o, como era más conocida por sus siglas en inglés, OSS.

William J. Donovan
Donovan entendía la estructura de una organización de espionaje como algo que tenía que ir más allá de los estamentos gubernamentales y militares; por ello, reclutó como trabajadores fijos o colaboradores a profesionales de todos los campos: historiadores, economistas, científicos, rectores de universidad, banqueros e incluso atletas, actores y cineastas. La OSS llegó a su momento álgido en 1944, con 13.000 empleados, de los cuales 4.500 eran mujeres; pero en septiembre de 1945, una vez acabada la guerra, el gobierno la disolvió. Donovan insistió para que evolucionara a una agencia civil que siguiera operando en tiempos de paz y, finalmente, el presidente Truman firmó en 1947 el Acta de Seguridad Nacional por la que se creaba la Agencia Central de Inteligencia (CIA). En diciembre de ese mismo año, el Consejo Nacional de Seguridad se reunió por primera vez en Washington y acordó utilizar a la nueva agencia para llevar a cabo operaciones encubiertas en Europa.
Operación Paperclip
Ante la nueva situación internacional, EE UU sabía que iba a necesitar un organismo que se ocupara de tareas que, de ser conocidas por el público, habrían provocado consternación, cuando no rechazo abierto. Defenderse de las potencias enemigas era, obviamente, una prioridad; pero aún más prioritario era tomarles la delantera en la competición por quedarse con los restos aprovechables de la derrotada Alemania. Al final de la guerra, Frank Wisner, miembro destacado de la OSS y luego de la CIA, había comenzado una serie de reuniones con Reinhard Gehlen, el jefe nazi de contrainteligencia en el Frente Oriental, durante las cuales este acordó poner todos sus hombres y medios a disposición de Estados Unidos.
Fue el antecedente de la Operación Paperclip, cuyo objetivo era reclutar al mayor número posible de científicos alemanes. En 1943, el ejército nazi había comprendido que era más útil retirar a los investigadores del campo de batalla y ponerlos a trabajar en los laboratorios; su localización fue coordinada por Werner Osenberg, físico de la Universidad de Hannover y director de la Asociación de Investigación Militar. En marzo de 1945, los aliados se hicieron con unos trozos de papel que flotaban en un retrete que no había funcionado bien: era la lista de científicos elaborada por Osenberg, que sería utilizada por el mayor Robert B. Staver, de la inteligencia estadounidense en Londres, para recopilar nombres a los que interrogar.
Por supuesto, decir “científicos alemanes” era poco más que un eufemismo. Muchos eran nazis, empezando por el más célebre, Wernher von Braun, que había dispuesto a su antojo de los prisioneros del campo de Buchenwald para ponerlos a trabajar en la construcción de cohetes teledirigidos, y siguiendo por Kurt H. Debus, ex miembro de las SS que sería director del Centro de Operaciones de Lanzamiento de Cabo Cañaveral. Los especialistas en cohetes, que jugarían un papel crucial en el desarrollo de los nuevos misiles y en la carrera espacial, fueron los más solicitados, aunque también se fue dando entrada a expertos en otros campos. Y había que darse prisa, porque la Unión Soviética tenía las mismas intenciones.

George Blake
Una carrera contra los rusos
De hecho, en 1946 los rusos estaban ya trabajando en la Operación Osoaviajim, creada con el mismo fin que Paperclip aunque con métodos menos dialogantes: de la noche a la mañana, enviaron a Rusia en 92 trenes previamente dispuestos a más de 6.000 científicos con sus familias, para que trabajaran en el diseño y producción de misiles. Uno de ellos fue Helmut Gröttrup, ayudante de Von Braun, que eligió el camino soviético para brillar con luz propia y dejar de estar a la sombra de su antiguo jefe; además, gozó de privilegios –buen alojamiento, coche con chófer– muy alejados de la comodidad estándar en la que fueron instalados la mayoría de sus colegas.
La URSS no tenía que dar explicaciones a nadie. En cambio, era poco probable que el pueblo estadounidense hubiera aceptado que su gobierno estuviese dispuesto a olvidar el pasado de sus enemigos a cambio de su talento, así que el traslado de los investigadores, en el caso de EE UU, se realizó con toda la discreción posible. Tanta, que incluso los agentes de la Oficina de Investigaciones Especiales del Departamento de Justicia, que tenían la tarea de encontrar a criminales nazis huidos, ignoraron durante años lo cerca que estaban de algunos de sus objetivos. Hubo científicos que llegaron con sus familias en vuelos directos desde Alemania a bases militares norteamericanas, con la categoría de “empleados especiales del Departamento de Guerra”. Otros entraron a través de México, con la residencia estadounidense autorizada por el consulado del país en Ciudad Juárez.
Un objetivo similar tuvo la Operación Alsos, todavía más secreta que la Paperclip. Cuando comenzó el Proyecto Manhattan–la fabricación de la primera bomba atómica–, algunos de los científicos europeos que trabajaban en él expresaron su preocupación por que Alemania hubiera logrado desarrollar su propia bomba. Así, Alsos trató de averiguar hasta dónde habían llegado los nazis en su investigación, pero se encontró con un problema: al ser el proyecto estadounidense tan secreto, los servicios de inteligencia no podían acceder al conocimiento necesario para analizar el progreso alemán. La solución fue establecer un departamento de espionaje dentro del propio Proyecto Manhattan, supervisado por sus ingenieros. Bajo el mando del general Leslie Groves, se consiguió capturar a la mayoría de los científicos alemanes claves en el campo de la investigación atómica, además de depósitos de uranio y otros materiales nucleares y miles de documentos.

Espionaje en la Guerra Fría
Los cinco de Cambridge
Más allá de estas operaciones, el espionaje en esos años se centró sobre todo en la captación de agentes dobles en territorio enemigo, preferentemente dentro de los estamentos del poder político o militar. La reunión entre Frank Wisner y Reinhard Gehlen dio como resultado que 600 ex nazis situados en la zona soviética de la Alemania ocupada –lo que se llamó Organización Gehlen– comenzaran a espiar para EE UU. Pero Occidente no podía saber entonces hasta qué punto los rusos les habían tomado la delantera en ese terreno, clavando una pica en pleno corazón de Inglaterra.
¿Quién podía imaginar que una de las universidades británicas más respetadas se había convertido en una mina de agentes dobles dispuestos a traicionar a su país por los ideales de la URSS? Oxford y Cambridge habían sido un activo centro de reclutamiento comunista en los años 20 y 30, pero fue en la segunda donde algunos de los nuevos miembros del partido pasaron de la militancia al espionaje. Kim Philby declararía posteriormente al periodista Phillip Knightley que su evolución se debió a lo que consideraba el fracaso del sistema capitalista –abundancia de paro, ascenso del fascismo– frente a la “base sólida de la izquierda, la Unión Soviética”
Cuando la CIA echó a andar en 1947, Philby llevaba años espiando para los rusos junto con sus compañeros del club intelectual Los Apóstoles: Donald Maclean, Guy Burgess, Anthony Blunt y John Cairncross (aunque la implicación de este último nunca ha quedado plenamente demostrada). Y continuarían haciéndolo durante muchos años más, ocupando cargos cada vez más importantes y con acceso a información más privilegiada. El propio Philby fue nombrado director de la sección antisoviética –precisamente esa– del MI-6 y fue un firme candidato a director del Servicio Secreto. Burgess y Maclean desertaron a la URSS en 1951, tras ser advertidos por Philby de que se les consideraba sospechosos, y este haría lo propio en 1963, poco después de convertirse él mismo en sospechoso y verse obligado a dimitir. Solo Blunt permaneció en Inglaterra, tras llegar a un acuerdo con el gobierno británico para ofrecer información a cambio de inmunidad.

Gordon Arnold Lonsdale
Infiltrados en tierra extraña
Los llamados 5 de Cambridge fueron sin duda los agentes dobles más famosos de la historia del espionaje, pero había otro tipo de espía: el infiltrado, capaz de hacerse pasar por oriundo del país en el que se desarrollaba su actividad. Cuando en 1961 se descubrió en Inglaterra la trama de espías soviéticos conocida como Red de Portland, se supo también que su cerebro era Gordon Lonsdale, un próspero empresario inglés amante del lujo, los coches veloces y las mujeres guapas. Todo un playboy tras el que se ocultaba Konon Molody, agente del KGB nacido en Rusia en 1922 y que pasó la niñez con una tía suya en California, tras lo cual regresó a Moscú e ingresó en el NKVD, donde siguió un intensivo curso de entrenamiento para desempeñar su papel de agente infiltrado.
Pero el caso más famoso de doble personalidad se había desvelado poco antes al otro lado del Atlántico. El 22 de junio de 1953, los azares de la vida llevaron una moneda de cinco centavos a los bolsillos de un joven repartidor de periódicos de Brooklyn. Parecía pesar menos que las otras, así que la sacó para examinarla de cerca, se le cayó al suelo... y se abrió en dos mitades. Dentro había una diminuta fotografía de una serie de números mecanografiados. La moneda y su contenido fueron a parar a manos del FBI, que concluyó que los números eran algún tipo de código, aunque no pudieron descifrarlo. Pasaron cuatro años sin ningún avance hasta que, en 1957, el teniente coronel ruso Reino Häyhänen pidió asilo político en la Embajada de Estados Unidos en París y confesó que en los cinco años anteriores había trabajado como espía soviético en terreno estadounidense.
El caso Abel
Su deserción aportó amplia información sobre los métodos soviéticos de infiltración: años de aprendizaje del inglés, entrenamiento para fotografiar documentos y codificar y decodificar mensajes y creación de una identidad falsa tomando como base un apellido real, que pudiera hacer pasar al espía por hijo de inmigrantes. Además, las claves proporcionadas por Häyhänen permitieron por fin al FBI descifrar el mensaje de la moneda, así como identificar y detener a su agente de control, al que Häyhänen solo conocía como “Mark”. Este era un fotógrafo profesional en cuyo piso se encontraron varios certificados de nacimiento con distintas identidades. Una de las pocas cosas que reveló en los interrogatorios fue su “verdadero” nombre (en realidad, se llamaba Vílyam Fisher): Rudolf Ivánovich Abel, ciudadano soviético.
Lo que vino después –el juicio a Abel y su eventual intercambio por el piloto estadounidense Francis Gary Powers, capturado cuando su avión espía fue derribado en suelo ruso– es conocido sobre todo gracias a la película El puente de los espías (2015, Steven Spielberg). La cinta sigue con bastante fidelidad los alegatos que James B. Donovan, abogado de Abel, realizó en el juicio, aunque se toma algunas libertades: en realidad, no hubo tanta insistencia en condenar a muerte al agente, aunque sí estaba claro que se le aplicaría una sentencia ejemplarizante. Y el film no menciona el pasado de Donovan –al que da vida Tom Hanks– como uno de los asesores que contribuyeron a la creación de la OSS.

Gary Powers