El atentado del 11-S, 102 minutos que conmovieron al mundo
El 11 de septiembre de 2001, Al Qaeda atacó el corazón mismo de EE UU estrellando dos aviones contra dos rascacielos emblemáticos de Nueva York. Era el primer y escalofriante acto de una guerra sin cuartel del islamismo radical contra Occidente.
El reloj marcaba las 8:46 de una soleada mañana de septiembre en el corazón financiero de Nueva York. Era un martes cualquiera, un día cualquiera en hora punta en la Gran Manzana; la calma que precede a la tempestad. Quién iba a pensar un minuto antes de la hora H que la historia con mayúsculas había marcado aquella fecha con una inmensa X. Cómo imaginar que 24 horas después los grandes rotativos del país abrirían sus ediciones con titulares a toda página como “¡Es la guerra!”, “América atacada”, “El día de la infamia”, “La hora más oscura” o, simplemente, “Terror”. Fue el día en que todo cambió. Una hora y cuarenta y dos minutos de pesadilla, después de los cuales el mundo mudaría completamente el rostro.
De pronto, la rutina frenética de la hora punta en el centro de la urbe comenzó a verse radicalmente alterada. Las primeras noticias de que algo iba mal empezaron a correr como la pólvora entre los neoyorquinos. Solo unos minutos después de la fatídica hora, la inmensa columna de humo que ascendía hacia el cielo desde lo alto de la Torre Norte del World Trade Center era ya visible desde muchos puntos de la ciudad. A las 8:48, Fox News ofrecía las primeras imágenes de la nube de humo. Las hipótesis iniciales hablaban de una avioneta, los más atrevidos se atrevían a hablar de un avión comercial, los más agoreros mencionaban incluso un atentado terrorista. Todas las televisiones del mundo tenían ya sus ojos fijos en el World Trade Center, y fueron testigos en riguroso directo del momento en el que la inquietud se transformó en pánico. A las 9:03, diecisiete minutos después del primer incendio, una segunda explosión tenía lugar en la Torre Sur, más o menos a la misma altura. Ya no había dudas: Nueva York estaba siendo atacada. Pocos minutos después, veía la luz la imagen misma del terror. La silueta del United 175 en sus últimos segundos de vuelo antes de estrellarse contra la segunda torre. Estados Unidos estaba siendo víctima del peor atentado terrorista de su historia.
La semilla del mal
Aquella mañana de infausto recuerdo comenzó, en realidad, a gestarse años atrás. Fue a comienzos de los años 90, cuando el islamismo radical empezó a dar forma a su Cruzada contra Occidente. El 26 de febrero de 1993, un comando yihadista intentó volar por los aires el World Trade Center con un camión cargado de explosivos ubicado en el sótano de una de las torres. A pesar de que seis personas murieron a consecuencia de la detonación y hubo más de un millar de heridos, fue un atentado fallido. Se estaba gestando un terrorismo radical islámico dispuesto a provocar matanzas a gran escala, que buscaba causar el mayor número posible de víctimas civiles y que tenía infraestructura para golpear a miles de kilómetros de distancia de su foco de origen. Se sembraba así una semilla que habría de dar trágicos frutos en el futuro. Cinco años después, el 7 de agosto de 1998, la organización terrorista liderada por Osama Bin Laden, Al Qaeda, atacó simultáneamente las embajadas estadounidenses de Nairobi (Kenia) y Dar es-Salam (Tanzania), matando a 213 personas y dejando un reguero de heridos que rondaba los cinco mil. Era el golpe más duro de Al Qaeda hasta entonces, que además señalaba directamente a Estados Unidos como su enemigo número uno y demostraba tener capacidad logística para atentar en cualquier rincón del globo.

Bombero en el 11S
En la trastienda de la Guerra de Afganistán (1978-1992), EE UU había creado un monstruo: había armado a los muyahidines hasta los dientes para doblegar a los soviéticos. Bin Laden fue uno de los caballos de Troya estadounidenses en Afganistán: con supervisión y apoyo de la CIA, reclutó y adiestró a guerrilleros para la causa sumergiéndose en las artes oscuras de las finanzas opacas, la logística y la inteligencia. Todo ese bagaje sentó las bases del nacimiento de Al Qaeda, punta de lanza del yihadismo salafista y catalizador de las corrientes más belicistas del extremismo islámico.
Las conclusiones de la Comisión Nacional sobre los ataques terroristas en EE UU, publicadas en agosto de 2004, hallaron el germen del 11-S en 1996, en una reunión en Tora Bora (Afganistán) entre Bin Laden y Jalid Sheij Mohamed, ideólogo del fallido atentado de 1993 en el World Trade Center. Este detalló al líder de la organización su plan de organizar un operativo de gran envergadura que implicaba el adiestramiento de pilotos con el fin de estrellar aviones, previamente secuestrados, contra edificios emblemáticos de Estados Unidos. Bin Laden dio el visto bueno al plan y se comprometió a proporcionar financiación, apoyo logístico y hombres para llevar a cabo el ambicioso proyecto.
Lecciones de vuelo
El 11-S se fraguó, según las conclusiones del informe, en países tan distantes como Malasia, Estados Unidos (donde se proporcionó adiestramiento a los pilotos suicidas), Alemania (donde operaba, en Hamburgo, la célula dirigida por Mohamed Atta, uno de los líderes de la trama y uno de los pilotos suicidas) o Dubái, principal foco financiero de la operación. La célula de Hamburgo condensa buena parte de los patrones del yihadismo radical con base en Occidente. Tres de los terroristas suicidas y uno de los principales ideólogos del atentado, Ramzi Binalshibh, procedían de este grupo, radicalizado en ese recurrente sentimiento de alienación, aislamiento y discriminación en suelo extranjero que empuja a estos futuros terroristas a abrazar las tesis más extremas del islamismo. Atta y el resto de los miembros del comando de secuestradores, tras un viaje a Afganistán en 1999, lograron viajar a Estados Unidos, establecerse allí y recibir adiestramiento como pilotos.
Dos de ellos, Nawaf al-Hazmi y Khalid al-Mihdhar, de nacionalidad saudí como la mayoría de los ejecutores de los atentados, estaban bajo el radar de la CIA y fichados como miembros probables de Al Qaeda. Sorprendentemente, a pesar de ello ambos pudieron entrar en Estados Unidos con pasaportes reales. Sencillamente, la CIA se descuidó a la hora de cruzar datos e información con el Departamento de Estado y el FBI, en el primero de una serie de errores fatales que impidieron a la inteligencia estadounidense descubrir y abortar el plan de los terroristas. Así, los miembros del comando alquilaron apartamentos, abrieron cuentas bancarias y tomaron lecciones de vuelo a cara descubierta. Finalmente, el 24 de agosto de 2001, la CIA comunicó al FBI la identidad de los dos sospechosos. Era demasiado tarde. Apenas trece días después ambos secuestraban y estrellaban el vuelo 77 de American Airlines contra la fachada oeste del edificio del Pentágono, en Virginia.
Eran los propios miembros del comando quienes tenían que tomar la decisión sobre el momento adecuado para atentar y seleccionar correctamente los objetivos. Tras meses de tensa espera, el 29 de agosto, Atta, desde Estados Unidos, habló con Binalshibh, aún en Alemania, y le transmitió un enigmático acertijo: “Dos palos, un guion y un pastel con un palo hacia abajo, ¿qué es?”. Los dos palos eran el número 11, y el pastel con el palo hacia abajo el número 9. La fecha ya estaba fijada: el 11 del 9. El día de la infamia.

Aviones de American Airlines
Día D, hora H
Desde su guarida en Afganistán, el líder de Al Qaeda asistió como un espectador más a la masacre. Fue el primer atentado terrorista televisado en directo e inoculó el terror en su más cruda dimensión en los hogares de millones de personas en todo el mundo. A las 8:14 del martes 11 de septiembre, el American Airlines 11, procedente de Boston y con destino Los Ángeles, quince minutos después del despegue interrumpió la comunicación con los controladores y se desvió de su ruta. Cuatro minutos más tarde, dos azafatas lograron reportar lo que estaba ocurriendo. Atta, ya al mando del aparato secuestrado, se dirigió al pasaje pidiendo calma y asegurando que volaban de regreso al aeropuerto. A las 8:46, estrelló el avión contra la Torre Norte del World Trade Center. Con una precisión quirúrgica, 17 minutos después el United 175, que cubría la misma rutam colisionó contra la Torre Sur con las cámaras grabando en directo. A las 9:37, el American Airlines 77 (que cubría la ruta Dulles-Virginia) impactó contra el edificio del Pentágono. Veintidós minutos después se desplomaba la primera torre mientras miles de personas atrapadas en los pisos superiores se lanzaban al vacío a la desesperada, abrasadas por el fuego. A las 10:03, el United 93 (que viajaba de Newark a San Francisco) se estrellaba en campo abierto en Shanksville, Pensilvania. Fue el único de los aviones que no pudo impactar contra su objetivo (con toda probabilidad el Capitolio o, en su defecto, la Casa Blanca). Un motín de los pasajeros, según la versión oficial, o un derribo del aparato a manos de cazas estadounidenses para evitar una tragedia mayor, según una de las muchas teorías conspirativas en circulación, provocaron el desenlace. A las 10:28, caía la segunda torre del World Trade Center. En total, 102 minutos de pesadilla. Bin Laden había logrado su primer gran objetivo: mostrar a Occidente el rostro mismo del terror.
El presidente Bush conoció la trágica noticia durante una visita a una escuela en Sarasota. Inmediatamente, fue puesto a salvo a bordo del Air Force One, que se mantuvo en vuelo hasta que las aguas parecieron calmarse. El país entero, el mundo, estaba en estado de shock. Al Qaeda logró un formidable éxito táctico que, a la postre, se diluyó en el fracaso de la estrategia a largo plazo. Osama Bin Laden subestimó la capacidad (o voluntad) de respuesta del gobierno estadounidense. Saif al-Adel, uno de los comandantes militares de Al Qaeda, resumiría años después en una entrevista cuál era la verdadera motivación estratégica de los atentados. Los ataques del 11-S debían forzar al gobierno americano, bajo extrema presión, a actuar de manera arbitraria, atropellada y no planificada. Los atentados, esperaban sus ideólogos, le llevarían a tomar decisiones equivocadas y a cometer errores fatales.

George W. Bush
Tormenta en Afganistán
Nadie en la organización terrorista supo prever la contundencia de la respuesta estadounidense. La autoría de Al Qaeda quedó fuera de duda pocas horas después de los ataques. Afganistán, morada de Bin Laden (sede de su cuartel general) y gobernada por un régimen, el de los talibanes, afín al grupo, fue el objetivo elegido para el contragolpe por Estados Unidos, férreamente secundado por sus aliados y por la OTAN. El 7 de octubre, la coalición internacional dio inicio a la invasión de Afganistán, que concluiría oficialmente el 17 de diciembre con la caída del régimen talibán y con un golpe durísimo a la estructura de Al Qaeda. El 11-S había sido, sí, un éxito táctico, pero la estrategia de Bin Laden falló estrepitosamente. La organización terrorista, como consecuencia de la invasión de Afganistán, perdió sus bases en el país para siempre y forzó la caída del régimen en el cual se apoyaba. Al Qaeda no había tomado medida alguna para reaccionar ante un eventual ataque estadounidense en territorio afgano. Preveían ataques mucho más quirúrgicos y ocasionales, y subestimaron al enemigo con errores de cálculo difíciles de comprender. Fue, en verdad, el principio del fin del imperio terrorista de Osama Bin Laden, que, tras convertirse en el enemigo público número uno del mundo occidental, sería finalmente abatido el 2 de mayo de 2011 por un comando SEAL en Abbottabad, Pakistán, en el transcurso de la llamada Operación Lanza de Neptuno.
Un trágico legado
El 11-S ofrece números dramáticos. Cerca de 2.750 personas murieron a consecuencia de los ataques de Nueva York, a lo que hay que sumar las 184 víctimas del Pentágono, los 40 del United 93 y unos 400 miembros de la policía y el cuerpo de bomberos que perdieron la vida durante las arriesgadas operaciones de rescate. Pero hay otro legado que es solo parcialmente cuantificable. EE UU reaccionó con una invasión inmediata de Afganistán que tuvo réplica en 2003 con una segunda invasión de Irak, que significó la caída y ejecución de Sadam Husein. Durante los años sucesivos, la política exterior estadounidense giró en torno a la persecución sin cuartel del terrorismo islámico en cualquier rincón del mundo valiéndose de toda clase de herramientas, incluidas la tortura y el asesinato, con resultados más que cuestionables.
Un informe interno del Comité de Inteligencia del Senado de Estados Unidos admitía que todos estos excesos, contrarios a la legalidad, fueron completamente inútiles. Además, el Congreso aprobó el 26 de octubre de 2001 la Ley Patriótica en virtud de la cual, en aras de la lucha antiterrorista por cualquier medio disponible, se incrementaba la capacidad de control del Estado en perjuicio de los derechos individuales de los ciudadanos con el fin de garantizar la seguridad.
Tantos años después, el mundo no es un lugar más seguro. El ocaso de Al Qaeda trajo la eclosión del ISIS, un grupo terrorista mucho más organizado y agresivo, y los atentados de corte yihadista en todo el mundo, cada vez más habituales, son una de las nefastas consecuencias del 11-S. El éxito en los últimos años de políticos y políticas populistas y anti-inmigración –o de corte, en ocasiones, abiertamente xenófobo e islamófobo–, la dramática situación en Oriente Próximo, la crisis de los refugiados, los atroces ataques en la parisina Sala Bataclan o en las Ramblas de Barcelona... serían otras tantas. El 11-S, en efecto, activó los resortes de un cambio vertiginoso cifrado en guerras, fracasos, frustración, violencia, involución y choque cultural. Un terrible legado.

Monumento Memorial del 11S