Cuatro batallas de la Guerra Civil Española
En las márgenes del Jarama y del Ebro se libraron dos de las batallas más cruentas y cruciales del inicio y del final, respectivamente, de nuestra contienda fratricida. La primera fue seguida de otra feroz ofensiva en Guadalajara y la segunda estuvo precedida por la lucha en Aragón.
Batalla del Jarama (febrero de 1937)
Franco sabía que entrar en Madrid significaba ganar la guerra y, para primeros de noviembre de 1936, había conseguido reunir 15.000 efectivos en su periferia. El día 6, ante la inminencia del ataque, el Gobierno resolvió trasladarse a Valencia. La defensa de la ciudad quedó a cargo de una Junta presidida por el general Miaja y en la que el coronel Vicente Rojo, sagaz estratega, acabaría siendo la figura clave. Lo que siguió –la primera Batalla de Madrid– fue, contra todo pronóstico, una derrota (relativa) de los franquistas, que el 15 de enero de 1937 desistieron en su empeño de rendir la capital y hubieron de conformarse a partir de entonces con sitiarla.
Estabilizadas las posiciones en el norte y el oeste de Madrid, la lógica dictaba trasladar la lucha al sur y el este. Miaja y Rojo prepararon una ofensiva allí para el 12 de febrero sin saber que los rebeldes planeaban lanzar la suya el 24 de enero, pero en esa fecha empezó a llover torrencialmente y el terreno quedó impracticable. No obstante, el 6 de febrero, sin esperar a que se secara el barro, Franco ordenó el avance hacia el río Jarama de la División Reforzada de Madrid, una poderosa maquinaria militar a las órdenes del general Orgaz, compuesta por cuatro brigadas: unos 25.000 hombres apoyados con artillería, aviación, carros de combate y una agrupación de caballería comandada por el capitán Joaquín Cebollino von Lindeman.
El primer gran choque
La del Jarama sería la primera batalla campal de la guerra, un choque encarnizado que se desarrolló durante más de veinte días en una superficie de 250 km2 y, en consecuencia, una carnicería. En un primer momento, el efecto sorpresa permitió a los sublevados avanzar hasta Ciempozuelos y La Marañosa, pero la reacción gubernamental fue, esta vez, rapidísima. La misma tarde del 6 de febrero, Rojo organizó dos grupos de combate al mando de Juan Guilloto “Modesto” y del teniente coronel Ricardo Burillo, compuesto cada uno por dos brigadas mixtas.
La progresión franquista, empeoró, culminó el día 8 con la ocupación de los altos de Vaciamadrid, posición que les permitía batir con artillería un trecho de la carretera de Valencia. Ante la envergadura de la amenaza, los republicanos engrosaron sus filas con los hombres de tres Brigadas Internacionales –la XI, la XII y la XV–, enviaron al Jarama todos sus tanques y organizaron una leva de urgencia en los hospitales madrileños, que albergaban a 28.000 soldados heridos o enfermos. Al amanecer del día 10, este operativo se encaminó, bajo una intensa lluvia y en su mayoría a pie –faltaban camiones–, a un frente que estaba a más de 30 kilómetros.
Los combates se recrudecieron el 11 de febrero en torno al puente que salvaba el río a la altura de Pindoque, parcialmente volado por los republicanos pero reconstruido por los zapadores franquistas para dejar cruzar a sus tropas, encabezadas por la caballería de Cebollino, que luego serían contenidas desde el cielo por una escuadrilla de cazas. Pronto se llegó así a un cierto “empate”: la artillería franquista era superior a la gubernamental, mientras que los tanques y los aviones republicanos llevaban ventaja a los del bando enemigo. Pese a este equilibrio militar, hubo episodios tan épicos como funestos, como el protagonizado entre los días 12 y 13 por el Batallón Británico –integrado, junto al famoso Batallón Lincoln, en la Brigada Internacional XV– en la loma que ellos llamaron Suicide Hill (Colina del Suicidio): recibieron munición equivocada para sus ametralladoras y tuvieron que defenderse exclusivamente con los fusiles. De los 600 hombres que lo formaban, solo sobrevivieron 225.

Brigada Lincoln en la Batalla del Jarama
Deshacer el empate
Durante las dos semanas siguientes, aunque la iniciativa pasó a los republicanos, los atacantes siguieron resistiendo con uñas y dientes y quedó claro para ambos bandos que, para romper las tablas, los esfuerzos habían de centrarse en los altos del Pingarrón, una elevación natural que domina la vega del río. Habían sido tomados al asalto por los marroquíes la noche del 11 y, ahora que los republicanos tenían ventaja, intentaron desalojarlos de allí a toda costa; si lo conseguían, un ala entera del ejército franquista quedaría copada.
La lucha al pie del promontorio fue incesante y las tropas de Líster y de las Brigadas Internacionales y las de sus oponentes lo ganaron y perdieron varias veces. El día 23, tras un violento fuego de artillería, los republicanos volvieron a intentarlo, apoyados por 20 carros de combate y una brigada anarquista adicional. Durante seis horas, las laderas del Pingarrón se cubrieron de cadáveres: los defensores marroquíes perdieron el 80% de sus efectivos. Los de Líster alcanzaron la cumbre, pero sin dominar el cerro por completo, y la artillería de ambos bandos destrozó la posición.
El 27 de febrero, un tabor de relevo llegado de Melilla se enfrentó a la última acometida enemiga cuerpo a cuerpo, a bayoneta. Tras cuatro horas de pugna agotadora, los republicanos comenzaron a retroceder y, a la noche, regresaron a sus posiciones de partida. Franco, que había presenciado personalmente los combates, decidió junto a Varela y Orgaz que no tenía sentido continuar con la ofensiva. El frente se estabilizó y la sangrienta Batalla del Jarama se dio por concluida.
Batalla de Guadalajara (marzo de 1937)
Este choque fue una continuación de la Batalla del Jarama, acaecida unas semanas antes, y consistía sobre el papel en una nueva ofensiva franquista cuyo objetivo era avanzar desde Guadalajara para cortar las comunicaciones de Madrid con Levante, cercando así a todo el Ejército del Centro y forzando la caída de la capital. El plan contaba con el apoyo del Corpo di Truppe Volontarie (Cuerpo de Tropas Voluntarias o CTV) enviado por Mussolini, cuyas interferencias en el desarrollo de las operaciones, a través del coronel Emilio Faldella, causaron no pocos roces con Franco.
Convencidos de sus posibilidades de éxito, los mandos militares del bando nacional decidieron lanzar la ofensiva sobre Guadalajara el 8 de marzo de 1937. La responsabilidad de ejercer como punta de lanza del ataque recayó en la 2ª División Fiamme Nere, integrada exclusivamente por soldados italianos del CTV. El plan contemplaba su avance por la antigua carretera de Francia –en la actualidad, autovía A-2 Madrid-Zaragoza– dividida en tres columnas, que debían converger para romper el frente republicano. La 3ª División Penne Nere, por su parte, aprovecharía la velocidad de sus medios motorizados para llegar a Torija y Guadalajara, mientras la 2ª División protegía su flanco izquierdo. A la 2ª Brigada de la División de Soria, formada por soldados españoles, le correspondió la misión de avanzar a su vez a pie por el estrecho corredor entre los ríos Henares y Badiel. Apoyados por elementos de la 1ª Brigada, su objetivo era alcanzar Colmenar Viejo estrechando el cerco sobre Guadalajara.

Batalla de Guadalajara
Pero casi nada salió como estaba previsto: los caminos impracticables por el barro y la resistencia republicana detuvieron el avance apenas iniciado y, debido al mal tiempo, la Aviación Legionaria italiana no pudo despegar de los aeródromos para apoyar a las unidades terrestres. Además, Miaja reforzó sus posiciones con el envío de la XI Brigada Internacional, formada en su mayoría por alemanes y austríacos, además de varias piezas de artillería, una compañía de tanques T-26 y, tras la conquista por el CTV de Brihuega y Trijueque, nuevas tropas al mando de Líster, Lacalle y Mera.
De este modo, tras diversos combates y aunque el bando republicano no supo explotar a fondo los fallos de los italianos, el 23 de marzo la Batalla de Guadalajara concluyó en un empate más favorable a la República. Los italianos consiguieron romper la débil línea enemiga, pero sin lograr ningún éxito importante, y Guadalajara (objetivo principal de la ofensiva) no pudo ser tomada, mientras Madrid seguía siendo inalcanzable.
Batalla de Belchite (agosto-septiembre de 1937)
Durante la segunda mitad de 1937, los mandos militares republicanos convirtieron las tierras aragonesas en escenario de dos de las batallas más importantes y duras de la Guerra Civil: la de Belchite y la de Teruel. Con ello no solo buscaban aliviar la presión sobre Madrid desviando la atención de las fuerzas franquistas, sino también alejarlas del norte de España, la presa más codiciada por Franco entonces. También había motivos políticos para escoger Aragón como teatro de operaciones: Negrín quería tomar el control de una región dominada por los anarquistas, que estaban experimentando con sus políticas colectivistas.
La ofensiva sobre Zaragoza comenzó el 24 de agosto, pero pronto surgieron complicaciones al subsistir bolsas de resistencia en pequeñas poblaciones. Una de ellas fue Belchite, un pueblo a 40 km al sur de Zaragoza. Preocupado por reducir estos focos rebeldes activos para evitar amenazas desde la retaguardia, Modesto propuso realizar un ataque para conquistar Belchite, donde se habían concentrado algunos miles de soldados franquistas (entre 3.000 y 7.000, según las fuentes). Pero, aunque la potencia de fuego desplegada fue tremenda, e incluyó previamente bombardeos aéreos, el problema para los republicanos fue que las defensas de Belchite eran muy sólidas: contaba con buenas fortificaciones de hierro y cemento repletas de nidos de ametralladoras que, a su vez, se apoyaban en edificios perfectos para la resistencia, como el seminario y la iglesia de San Agustín.

Ruinas de la ciudad vieja de Belchite
La batalla, así, rápidamente degeneró en una lucha de proximidad en la que los republicanos tenían que conquistar casa por casa para poder avanzar unos metros. Los belchitanos, instados a resistir por el mando militar franquista, se hacían fuertes en cada edificio importante y no daban ninguna muestra de estar dispuestos a rendirse. El seminario y la iglesia de San Agustín cayeron el 2 y el 4 de septiembre, respectivamente, pero el empeño en aguantar amargó la operación republicana. El día 5, los últimos 550 resistentes, atrincherados en la iglesia de San Martín de Tours, salieron en tromba lanzando bombas de mano en su desesperada huida; tan solo 80 lograron escapar. Los republicanos, pues, tomaron Belchite tras haberlo reducido a escombros y perder mucho material. Además, entre los dos bandos murieron de 3.000 a 5.000 personas y, sobre todo, la movilización de un gran número de efectivos distrajo recursos que habrían sido más útiles en el avance hacia Zaragoza, que quedó en agua de borrajas.
Batalla del Ebro (julio-noviembre de 1938)
En junio de 1938, tras los fracasos en Aragón y con Franco a punto de hincarle el diente a Valencia, el presidente del Gobierno, Juan Negrín, para aliviar la presión sobre la capital levantina, ordenó a Vicente Rojo –ya general y jefe del Estado Mayor– desencadenar una nueva ofensiva. Debía cruzar el Ebro por sorpresa –el río era línea divisoria de ambos bandos–, ocupar Gandesa (Tarragona) y, a continuación, avanzar para cortar las comunicaciones entre Zaragoza y Castellón y, si fuese posible, volver a enlazar Cataluña con la zona centro.
Franco tenía pocas fuerzas en la ribera derecha del Ebro, al estar volcado en la Ofensiva de Levante: tres divisiones al mando del general Yagüe, unos 35.000 hombres en un frente de más de 100 km. Rojo iba a disponer, en cambio, de unos 70.000 veteranos de la Batalla de Teruel comandados por tres oficiales de milicias comunistas formados en el V Regimiento, Tagüeña, Líster y Modesto (que ostentaba la jefatura suprema), además de unas 300 piezas de artillería y 160 tanques.

Batalla del Ebro
El éxito de la sorpresa
Tras llevarse sigilosamente durante días cientos de barcas y levantarse decenas de pasarelas, a las 00:15 horas del 25 de julio, una noche sin luna, comenzó la invasión. La sorpresa fue total y el primer aviso no le llegó a Yagüe hasta las 2:25; a las 5 se confirmó el éxito de la ofensiva republicana. Desbordado, no tuvo más remedio que ordenar el repliegue a Gandesa, la Pobla de Massaluca y Vilalba dels Arcs. Por su parte, los republicanos capturaron en pocas horas a 3.000 prisioneros y abundante material, incluidos algunos cañones de gran calibre, y consolidaron una gran cabeza de puente que avanzaba hacia Gandesa y otra más pequeña en el sector de Mequinenza, con un coste de solo unas 600 bajas. Alertado a las 7:30, Franco ordenó a las 9 el envío de cinco divisiones y de toda la aviación disponible, lo que paralizó el ataque sobre Valencia.
No obstante, la misma mañana del 25 ya se vieron las debilidades de la ofensiva republicana: su aviación seguía estando en Valencia y las barcas y pasarelas solo permitían el cruce de infantería (para los medios motorizados y el material logístico era necesario construir puentes de hierro, lo que llevaba tiempo); el río, además, era un blanco perfecto para la aviación de Franco, que destruyó los pocos puentes levantados. A última hora del 26 de julio, los republicanos llegaron a las puertas de Gandesa y Vilalba dels Arcs, tras conquistar unos 800 km cuadrados; pero, como en batallas anteriores, el éxito inicial de la planificación y la sorpresa se vio frustrado por la falta de medios para tomar los pueblos. Modesto ordenó desbordarlos por los flancos, pero la llegada de refuerzos franquistas hizo que el 28 de julio el frente quedara estabilizado.
La más larga y sangrienta
A partir de entonces, la Batalla del Ebro se convirtió en un terrible choque de desgaste, el más largo de toda la Guerra Civil (115 días), en el que más soldados combatieron y uno de los que más sangre costaron. Franco, tras desplazarse al frente el 2 de agosto y en contra de los consejos de su plana mayor (Aranda, Yagüe, Solchaga...), optó por acumular hombres –unos 100.000, con la IV División de Navarra en lugar destacado– y material en la zona para reconquistar palmo a palmo el terreno perdido.
Pronto se estableció la siguiente rutina: por la mañana, aparecía la aviación franquista para fotografiar las defensas republicanas, luego llegaban los ametrallamientos aéreos y bombardeos, los ataques de la artillería y, por último, los asaltos de infantería, que los defensores que habían sobrevivido trataban de repeler. En esta lucha de desgaste, las fuerzas de Franco tenían muchas ventajas: superioridad aérea y artillera, más facilidades para el aprovisionamiento y mayores reservas de hombres (y de armamento, gracias al suministro constante de Alemania e Italia). En septiembre, tras el brutal ataque de artillería contra Corbera d’Ebre y su conquista por los franquistas, los republicanos fueron perdiendo terreno inexorablemente en la parte llana del centro, aunque, desde las sierras colindantes de Cavalls y de la Fatarella, siguieron defendiéndose.
A finales de ese mes, la República retiró oficialmente a los brigadistas internacionales. Tras unos días de calma, en octubre se reanudó la ofensiva y a los republicanos ya no les quedó más que retroceder escalonadamente hasta que el 16 de noviembre, por Flix, cruzaron el Ebro sus últimas unidades en medio de bombardeos. Se evalúan en unas 70.000 las bajas sufridas por el bando gubernamental, de las que 20.000 serían muertos y el resto heridos, prisioneros y desaparecidos. Las franquistas se cifran en aproximadamente 60.000, de las que 10.000 fueron muertos, 5.000 prisioneros y el resto heridos. Además, el Ejército Popular perdió unos 250 aviones por 60 del enemigo. El Ebro fue, sin duda, el canto del cisne de la República.

Franco durante la Batalla del Ebro.