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Máquinas y tácticas bélicas en las Cruzadas

El ejército cristiano y el sarraceno aprendían de cada uno de sus enfrentamientos observando al adversario, e incluso asimilando algunas de sus formas de guerrear. Para ello, se ayudaron de la tecnología armamentística disponible en la época, basada en el acero.

Las campañas emprendidas contra el Islam desde finales del siglo IX hasta bien entrado el XIII las combatieron fuerzas muy diferentes, desde las confusas bandas de la llamada Cruzada de los Pobres hasta los organizados ejércitos de caballeros de las posteriores. La evolución de las tácticas, las armas y la tormentaria seguiría, sin embargo, prácticamente el mismo patrón, el de la guerra medieval, desde la primera hasta la octava y última Cruzada.
Aunque habría que distinguir entre los ejércitos peregrinos o expedicionarios y los de los llamados Estados Cruzados –creados tras el éxito de la Primera Cruzada–, todos estuvieron constituidos y equipados, a semejanza de los europeos, de caballería pesada, infantería y tropas de arqueros y ballesteros. En principio estuvieron liderados por los caballeros de alto rango de Francia, lo que se tradujo en su organización y tácticas y en que los cruzados fueran desde entonces conocidos por sus enemigos como “francos”. Más tarde, serían  los monarcas europeos –como Federico I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Felipe II de Francia y Ricardo I de Inglaterra, que encabezaron la Tercera Cruzada, llamada por ello “de los Reyes”– quienes lideraran las expediciones e imprimieran sus señas de identidad en las fuerzas que las llevaron a cabo.

Los ejércitos cruzados

Pero si hay que distinguir una característica casi constante de los ejércitos cruzados es su inferioridad numérica, debida generalmente a las mermas y bajas sufridas en el largo camino hasta el Levante o Tierra Santa. Las levas de tropas cruzadas en el camino las compensaban en parte, pero solo cuando el transporte se realizó por mar con medios adecuados y suficientes pudo evitarse tal inconveniente. Tampoco parece que los ejércitos musulmanes que se les enfrentaron fueran demasiado numerosos, pero contaban con la ventaja de no verse estorbados por las masas de no combatientes que acompañaban casi siempre a los cruzados.
En el régimen feudal, los ejércitos permanentes se reducían a pequeños contingentes de soldados o “gentes de guerra” profesionales bajo el mando de un señor feudal, que se incrementaban en caso de guerra mediante las huestes, agrupaciones temporales formadas por caballeros o vasallos y, en ocasiones, miembros de las Órdenes militares. Orgánicamente, las huestes estaban formadas por mesnadas –grupos de vasallos, tanto de infantería como de caballería–, y tácticamente, en la batalla, por haces, las agrupaciones por armas.

La era de la caballería pesada

Las ciudades, comunas urbanas o repúblicas, como en el caso de las italianas, contaban con milicias, semejantes a las mesnadas de los señores; a veces organizadas, al parecer, en torno a fraternidades, cofradías o hermandades locales.
En el caso de las Cruzadas, las milicias urbanas no comenzaron a existir hasta después de la derrota del grueso de los ejércitos cristianos en los Cuernos de Hattin. Durante la Tercera Cruzada, algunas ciudades costeras se vieron convertidas en lugares de asilo para los miles de refugiados en fuga. Tal vez la existencia de importantes comunidades italianas fuera un factor decisivo en la creación de estas milicias urbanas.
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Caballería pesada en las CruzadasImagen: Getty Images.

La Edad Media, militarmente, puede definirse como la época del ascenso, supremacía y declive de la caballería pesada como arma principal en el campo de batalla: un proceso que se inició en el siglo V, en las últimas etapas del Imperio Romano, cuando los soldados empezaron a ir montados y provistos –ellos y sus caballos– de protecciones metálicas, y por ello a ser llamados catafractos (en griego, “protegidos”) y clibanarios (también del griego, “los que llevan o van en el horno”, por la semejanza de las armaduras con los hornos metálicos de campaña). Fundamental para el desarrollo de la caballería pesada fue la adopción del estribo, de origen aún muy discutido pero que se encuentra en Europa por vez primera con los jinetes alanos. Junto con la silla alta, el estribo permitía al jinete utilizar la lanza durante la carga –el ataque al galope de un grupo consistente de soldados, en este caso de caballería– con una sola mano o “en ristre” (la pieza de hierro del costado de la armadura en la que se afianzaba el asta), pudiendo así controlar su montura con la mano libre en las riendas. Con anterioridad, el caballo había de ser dirigido con las rodillas y la voz sin dejar el jinete de sujetarse en la silla, al tener que usarse las dos manos para sostener la lanza. Eso significaba en la práctica muy escaso control del animal, que solía seguir su instinto, con la consiguiente pérdida de la cohesión de la carga y, por tanto, de la eficacia de la misma. Sin embargo, la silla alta tenía un grave inconveniente: cuando el caballero era desmontado, no podía volver a montar sin ayuda de su escudero, quedando a merced del enemigo. En tales situaciones, sus compañeros lo rodeaban, defendiéndole en tan expuesta situación.

Diferentes unidades bélicas

En las Cruzadas, estos miles o caballeros, provistos de defensas y monturas con estribos largos, estaban acompañados por otros jinetes menos acorazados en las unidades de caballería llamadas bataille (división) por los francos, que a su vez se dividían en unidades menores llamadas conrois. En combate, los conrois de caballería pesada, organizados en echelle (escuadrones) o en compagnies, se ordenaban en apretadas hileras con los caballeros mejor acorazados delante, seguidos de los sirvientes con armadura (los servent loricati) y los serjants a cheval (sargentos), menos protegidos que los primeros. Un problema pocas veces mencionado pero no por eso menos importante fue el de la difícil alimentación de los caballos, dada la inexistencia de praderas en la zona.
Existió también caballería ligera, a veces armada con arcos, como los turcópolos (hijos de turcos, así llamados por ser cristianos nacidos de musulmanas y reclutados en Tierra Santa, de forma parecida a los mamelucos y jenízaros de la parte contraria). Los turcos, sobre todo las unidades de Ghilman (esclavos célibes al servicio del sultán), llevaban armaduras, aunque más ligeras que las de los cruzados.
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Sarracenos en las CruzadasImagen: Getty Images.

Cómo era la caballería sarracena

Las formas de combatir eran muy diferentes. Para los cristianos, la caballería pesada era lo esencial, por ser capaz de romper las formaciones con sus cargas y de aniquilar al enemigo, una vez desorganizado. La infantería, que también la había pesada y ligera, según el grado de protección y su armamento, apoyaba a la caballería, aunque los caballeros la despreciaban hasta el extremo de no contar con ella en el planteamiento del combate, lo que normalmente significaba una casi total falta de coordinación, que solía agravarse por el escaso entrenamiento y las discrepancias entre sus jefes, que carecían además de un mando único.
El ímpetu y la agresividad de los caballeros compensaban, al menos parcialmente, estos defectos, frente a los cuales las formaciones musulmanas presentaban una mayor movilidad y un superior entrenamiento y disciplina, factores que resaltaban especialmente en su caballería, tanto la pesada –que no lo era tanto como la de los francos– como en la ligera. La caballería sarracena –genérico aplicado por los cruzados al enemigo– estaba compuesta principalmente por jinetes egipcios y sirios, protegidos con cota de malla y escudo y armados con arcos, espadas y lanzas. Sus tácticas tendían a favorecer las escaramuzas y el combate cuerpo a cuerpo, aprovechando su mayor movilidad para realizar ataques por sorpresa, lo que impedía que los cruzados pudieran organizarse para resistir.
Con frecuencia, cuando una carga de la caballería franca la arrollaba, la caballería sarracena huía, para volver de improviso cuando, creyendo haber vencido, caballeros e infantes se diseminaban por el campo adversario, causando estragos entre el desorganizado enemigo. Estas tácticas serían asimiladas por los cruzados, que parecen haber combatido posteriormente con grupos de caballería menos numerosos que realizaban repetidos ataques por los flancos antes de que la infantería se organizase.

Fascinados por las armas del rival

Progresivamente, el grado de coordinación entre infantería y caballería mejoró tanto en las acciones ofensivas, en las que el avance de los soldados de a pie precedía a la caballería abriendo sus filas cuando la caballería cargaba, como en las defensivas, en las que el número de las lanzas solía ser decisivo, tanto como el de los ballesteros, para mantener a raya a la caballería enemiga. Sin embargo, parece dudoso que, salvo en terreno escabroso, la infantería pudiera atacar los flancos de la caballería, como con frecuencia sucedía en Europa. También la infantería musulmana –arqueros y lanceros con escudo– acudía al combate agrupadamente y confiando en un único mando, sobre el que recaía la responsabilidad de dirigir la batalla.
Unos y otros contendientes, a pesar de despreciarse mutuamente, al menos al principio, quedaron fascinados por las armas respectivas. Esta atracción es muy conocida en el caso de las espadas damasquinadas o de acero de Damasco, que nada tenían que ver con las europeas. De sus hojas veteadas, tan distintas de las pulidas y brillantes espadas cristianas, se decía que eran capaces de “cortar un trozo de seda en el aire, y una piedra sin llegar a perder el filo”, cualidades que los herreros cristianos intentaron copiar sin éxito, incapaces de descubrir el secreto celosamente guardado por los herreros sirios, lo que dio lugar a un sinnúmero de rumores y falsas leyendas.
Una de estas falacias era que las hojas de estas espadas, una vez forjadas al rojo vivo, se templaban introduciéndolas en el cuerpo de fornidos prisioneros, de quienes atrapaban así su valor. Sin embargo, también las espadas francas fueron objeto de codicia para sus enemigos: prohibida su venta en el extranjero, todavía en el siglo XIII se pagaban en Egipto mil dinares por una de ellas. Tampoco los herreros orientales pudieron fabricarlas o imitarlas.
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BallestaImagen: Getty Images.

El arte de forjar espadas

La razón era sencillamente metalúrgica: los aceros adamasquinados usaban hierro wootz, procedente del sur de la India y de Sri Lanka, donde el mineral, mezclado con madera, carbón y hojas, era fundido en hornos ventilados desde abajo que alcanzaban los 1.200 º C. Estos lingotes eran luego utilizados por los herreros sirios, que los volvían a fundir a temperaturas de entre 600 y 900 ºC (guiándose por el color púrpura que aparecía cuando estaba candente) y lo forjaban a martillazos para darle forma y enfriarlo bruscamente en agua. Se obtenía así un acero rico en carbono, al contrario que el de los herreros occidentales, que precisaban para el trabajo de forjado de temperaturas mucho más altas.
Sin embargo, la diferencia fundamental entre unas armas y otras, independientemente de sus aceros, residió siempre en su uso, ya que las espadas cristianas eran armas de punta, rectas, que herían también al corte por ambos filos, mientras que las sarracenas eran curvas y sólo cortaban por uno de los filos.
Las otras armas personales eran las lanzas y los arcos, similares en uno y otro bando, salvando las diferencias de alcance y empleo (es curioso que los arqueros orientales usaran el dedo pulgar para el tiro, en vez del índice como hacían los europeos, consiguiendo más fuerza), con excepción de la ballesta, que parece haber sido muy perfeccionada en Occidente. Aunque era conocida en Oriente ya desde la Antigüedad, la aparición de las ballestas francas sorprendió a bizantinos y musulmanes por su clara superioridad en la puntería y sus proyectiles más potentes, aunque resultara más pesada, hasta el extremo de tener que ser manejada por dos o tres hombres.

Soldados cristianos a la moda

Podría decirse que, en cuanto a protección, los cruzados seguían la “moda bizantina”, que era la predominante en la Europa occidental. Por ejemplo, un caballero, en el modelo más austero de este tipo de combatiente, llevaba una cota o camisote de mallas completa, con mangas largas sobre camisa acolchada, con sus correspondientes calzas, igualmente de mallas e igualmente sobrecalzas acolchadas; un almófar, prenda que le cubría cabeza y hombros o una cofia de mallas; casco o bacinete y escudo. Estas cotas se complementarían con armaduras de láminas, armaduras corporales y otras protecciones obtenidas localmente de sus enemigos, como el jaserán, jasarán o jaserina, de anillos metálicos, o los aquetones, armaduras blandas de acolchado de algodón. A veces, un abrigo acorazado, que incluía espalier u hombrera acolchada, o un sobretodo, de tela o piel, cubría la cota.

Panoplia de armas y pertrechos

La montura del caballero disponía asimismo de gualdrapa, pieza de tela que la salvaba del polvo, el lodo o el sudor y que a veces llevaba sobre petos de mallas o sobre bardas, las armaduras para caballo, que cubrían al animal casi por completo cuando incluían copitas o chanfrones, que protegían la cabeza del équido. La panoplia de armas incluía la espada, la lanza y la maza. Los sargentos usaban el mismo equipo, aunque solo en parte. Sus cotas de malla solían ser de manga corta y la protección del pie más liviana. Muchos usaban sombreros en vez de cascos.
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CatapultaImagen: Getty Images.

Máquinas para sitiar las fortalezas

La guerra de los cruzados fue, en su mayor parte, una guerra de asedios, dado que todas las grandes poblaciones y muchas de tamaño menor del Levante (Oriente Medio) estaban fuertemente fortificadas, estando además salpicadas las vías de comunicación entre unas y otras de grandes castillos. Estos se irían incrementando a medida que los cruzados, al instalarse, construían nuevas fortificaciones y defensas, casi siempre de piedra, dada la escasez de madera, y con fuerte influencia armenia, cuyos ingenieros, muy ingeniosos y habituados al terreno montañoso, sirvieron pronto a los cruzados. Casi todos los castillos aprovechaban las características del terreno y casi siempre estaban dotados de glacis o talus, pendiente que precedía al foso, y de matacanes o machicoulis sobre las partes altas, desde cuyo suelo en voladizo se podían lanzar piedras y otros proyectiles sobre los asaltantes.
Obviamente, para el asedio y la toma de estas fortalezas se necesitó de una amplia e importante tormentaria: el conjunto de saberes y destrezas para la construcción y empleo de máquinas de guerra. Las máquinas de artillería más utilizadas –además de las habituales torres o bastidas, los puentes de asalto, las escalas y sambucas, las mantas y los manteletes móviles, los arietes, etc., conocidos desde la Antigüedad– fueron las consabidas catapultas y el ziyar o arco de cadejo, que usaban la fuerza de torsión de un haz de nervios o cuerdas. Especial incidencia tuvo el trabuco –trebuchet, trabuque o trabuquete los de menos tamaño–, arma balística de contrapeso, más fácil de construir y de emplear. Como es lógico, estas máquinas fueron utilizadas por asediados y asediadores, aunque los cruzados destacaron en sus crónicas la precisión y potencia de las usadas por los defensores sarracenos. Todas estas máquinas no fueron, como es de suponer, exclusivas de las Cruzadas, sino que eran comunes a todos los teatros de la guerra en los siglos anteriores a la aparición de la pirobalística o artillería de la pólvora.

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