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Isla de Pascua: el enigma de la cultura rapanui

En una recóndita isla del Pacífico, a 3.700 kilómetros de la costa chilena, vivió una enigmática civilización. ¿Quiénes fueron estos pobladores? ¿Por qué y cómo construyeron los moáis?

"En lo que se refiere a sus naves, son endebles y toscas para navegar. Están construidas a base de infinidad de tablones pequeños y maderas ligeras, que atan con mucha agudeza con cabos retorcidos muy elaborados, hechos con la planta del lugar. Pero como carecen de los conocimientos y, sobre todo, de los materiales para calafatear y ceñir el gran número de junturas, estas canoas presentan muchos agujeros, y se ven obligados a pasar la mitad del tiempo achicando agua”. Esta fue una de las primeras impresiones que, sobre la cultura rapanui, obtuvo y anotó el explorador holandés Jacob Roggeveen, nada más descubrir en el Pacífico la isla de Pascua el 5 de abril de 1722.

Asombrosa grandeza

Una visión, sin duda decadente, de quienes no mucho tiempo atrás habían sido capaces de tallar, transportar y erigir los impresionantes moáis, estatuas que aún siguen maravillando al mundo por su grandeza y que supusieron un alarde de ingeniería y trabajo colectivo para la época. Una contradicción que el propio Roggeveen expresó en su diario: “En un principio las imágenes de piedra nos llenaron de asombro porque no podíamos comprender cómo estas gentes, que carecían de madera fuerte y pesada para construir ningún tipo de maquinaria, así como de sogas resistentes, habían conseguido, no obstante, erigir unas imágenes semejantes, que al menos tenían diez metros de alto y eran proporcionalmente gruesas”.
¿Qué había sucedido para llegar a esa decadencia? ¿Cómo habían sido capaces de erigir aquellas estatuas y, años después, incapaces de construir una canoa sin agujeros? Y aún más curioso, a tenor de las palabras del capitán Roggeveen, ¿dónde estaban los árboles que habrían necesitado para elaborar las sogas y tablas imprescindibles para su transporte?
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isla de Pascua

Para responder a estas cuestiones, debemos remontarnos al mismo nacimiento de la isla. Situada a 3.700 kilómetros del este de Chile y a casi 2.100 del oeste de las islas Pitcairn, en Indonesia, la isla de Pascua es el pedazo de tierra habitable más remoto del mundo. Está formada por tres volcanes, muy próximos entre sí pero emergidos del mar en diferentes momentos de, al menos, el último millón de años: un origen volcánico que conformó un territorio de 106 kilómetros cuadrados, de una orografía más bien suave y sin esos valles profundos tan típicos de otros lugares de la Polinesia.

Emigrantes polinesios

Contra lo que intentó demostrar el aventurero Thor Heyerdahl en su famosa expedición Kon-Tiki -que indígenas americanos podrían haber colonizado partes de la Polinesia utilizando balsas y canoas–, hoy existe un consenso casi unánime en que los primeros pobladores fueron polinesios comunes, procedentes de Asia, y que su cultura también era polinesia. Así lo atestigua la lengua que utilizaban y que fue escuchada en 1774 por el capitán Cook y sus hombres. Concretamente, se cree que hablaban un dialecto vinculado al hawaiano y el marquesano.
También típicamente polinesios eran sus anzuelos, arpones, limas de coral y demás utensilios de uso cotidiano. Y para dejarlo aún más claro, el ADN extraído de doce esqueletos encontrados en un enterramiento de Pascua ha indicado claramente su herencia polinesia. Los propios isleños creían que el primer colono había sido un jefe llamado Hotu Matúa (el gran progenitor), llegado a Pascua con su esposa y el clan familiar a bordo de grandes canoas.
Aunque, claro, la tradición oral nunca puede considerarse una fuente fiable. Más allá de esta tradición, ¿cuándo llegaron los primeros colonos a la isla? Parte de la literatura sitúa la horquilla entre los 300-400 años de nuestra era, pero son fechas muy cuestionadas. “Las fechas que parecen ofrecer más fiabilidad acerca de la primera ocupación de Pascua son las dataciones mediante radiocarbono cifradas en el año 900”, afirma Jared Diamond en su libro Colapso (Debate, 2012). Con ello, este profesor de Geografía en la Universidad de California se refiere a las dataciones realizadas a partir de los restos de carbón vegetal y huesos de marsopas, que aquellos pobladores utilizaron para cocinar y alimentarse, respectivamente.

El sistema social

Y es que el estudio de la isla ha ido arrojando sorprendentes conclusiones sobre la cultura  rapanui (nombre indígena con el que se conocía a la propia isla: Rapa Nui), comenzando por la población. Se estima que, en su momento culminante, el territorio estuvo habitado por entre 6.000 y 30.000 personas, lo que arroja la cifra de entre 55 y 270 habitantes por kilómetro cuadrado. Estos se dividían en jefes y aldeanos, al igual que en otros lugares de Polinesia. Los jefes y demás miembros de la élite vivían en casas con forma de canoa invertida, aproximadamente de 12 metros de longitud por tres de ancho y con el suelo cimentado por piedras de basalto.
Mientras, las de los aldeanos eran más pequeñas y disponían de corral para pollos, horno, huerto de piedra circular y un foso para la basura. Sólo la élite vivía hacia el interior de la isla, administrando desde allí los terrenos de los agricultores –a modo de latifundios en los que se criaban los animales– y las plantaciones. Esta organización obligaba a los aldeanos a recorrer varios kilómetros a pie, a diario, para llevar los alimentos a las casas de sus jefes.
Era un sistema que se repetía en cada uno de los 12 clanes en los que se dividía la población, a cada uno de los cuales pertenecía un territorio que partía de la costa hacia el interior. “Era como si Pascua fuera un pastel cortado en una docena de cuñas radiales. Cada territorio tenía su propio jefe y sus plataformas ceremoniales principales para sustentar estatuas”, explica Jared Diamond.
Esta peculiar distribución hizo que cada clan contara con diferentes recursos. Así, por ejemplo, el territorio de Tongariki es el que albergaba la cantera de Rano Raraku, la cual contaba con la mejor piedra de la isla para tallar, mientras que el territorio Anakena disponía de las mejores playas para botar canoas, y otros territorios controlaban el coral para hacer limas o las moreras de papel con las que decorar los vestidos.
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Trabajo en equipo

Tal división obligaba a los clanes a colaborar entre sí, como señala Jared Diamond: “Así pues, un clan que viviera alejado de las canteras habría necesitado permiso de varios clanes afectados para transportar estatuas y cilindros a través de los territorios de estos últimos”. Y no sólo a colaborar, también a competir. ¿Cómo? Hoy sabemos que cuánto más grande y majestuoso fuese el moái, más gloria alcanzaba el clan constructor.
Estas construcciones tienen dos partes: la estatua o moái propiamente dicho y la plataforma de piedra sobre la que se sustenta, denominada ahu. Algunos moáis contaban también con una especie de tocado o pukao, tallado con escoria roja y que podía alcanzar las doce toneladas de peso. Hasta el momento se han contabilizado unos 300 ahu, de los cuales solo 113 contienen un moái.
La mayor parte se encuentran en la costa, pero orientados de tal forma que los moáis miran hacia el interior de la isla, es decir, hacia el territorio del clan constructor. Esto no quiere decir que sean los únicos moáis de la isla; de hecho, se han inventariado un total de 887, casi la mitad localizados en la cantera de Rano Raraku y en diferentes partes del proceso de fabricación. “Algunas estatuas todavía están pegadas a la roca firme de la que estaban siendo labradas, simplemente esbozadas sin los detalles de las orejas o desprovistas de manos. Otras están acabadas, exentas y tendidas en las laderas del cráter bajo el nicho en el que habían sido talladas. Y aún otras habían sido erigidas en el propio cráter”, detalla Jared Diamond en su libro.
Por qué se encuentran aún ahí en tal número sigue siendo un misterio, como también lo es que uno de ellos alcance los 21 metros de altura y las 270 toneladas de peso; dimensiones que, por lo que sabemos a día de hoy, harían imposible su transporte desde la cantera. Pero, entonces, ¿por qué tallarlo? ¿Poseían algún conocimiento tecnológico aún velado para nosotros? Es posible. Lo que sí sabemos es que las estatuas finalizadas alcanzaban, como media, los cuatro metros de altura y las 10 toneladas de peso, aunque hay alguna, como la de Ahu Tongariki, que llega a las 87 toneladas.
¿Cómo las trasladaban desde esa cantera y las erigían posteriormente en sus emplazamientos finales? En 1994, quince de estas estatuas caídas fueron nuevamente erigidas mediante una grúa con capacidad para izar 55 toneladas y, aun así, la tarea fue muy dificultosa, según relató Claudio Cristino, el arqueólogo encargado de la operación. “Y, sin embargo, la población polinesia prehistórica de la isla de Pascua no tenía ninguna grúa, ninguna rueda, ninguna máquina, ninguna herramienta de metal, ningún animal de tiro y ningún otro medio que no fuera la fuerza muscular humana para transportar y erigir las estatuas”, sentencia Jared Diamond.

Investigaciones arqueológicas

Para responder a esta pregunta, los arqueólogos se han basado en tres fuentes clave: la tradición oral de los isleños, las estatuas que aún se encuentran en las canteras y los recientes intentos sobre posibles métodos de transporte. Un detalle crucial son los caminos, aún visibles, que parten de las canteras y que, se sabe, eran los empleados para transportar las estatuas colina arriba, colina abajo, por toda la isla. Caminos que recuerdan a esas otras culturas que también tuvieron que transportar las piedras con las que erigieron Stonehenge, Teotihuacán o las pirámides de Egipto.
Utilizando estos senderos, se ha tratado de transportar estatuas en pie o boca abajo, “con un trineo de madera o sin él, y a su vez con un raíl o sin raíl y con rodillos lubricados o sin ellos, e incluso con traviesas fijas o sin ellas”.
Y de todos estos métodos, el que más éxito parece haber obtenido es el sugerido por la arqueóloga norteamericana Jo Anne van Tilburg, según el cual los isleños construyeron un par de raíles de madera paralelos, unidos por travesaños fijos de madera, sobre los cuales se arrastraba la figura. Cuando la arqueóloga probó esta idea, constató que entre 50 y 70 personas que trabajaran cinco horas al día podrían transportar una estatua, de doce toneladas, catorce kilómetros a la semana. La clave: la sincronización en el esfuerzo.
Respecto a cómo erigieron los moáis para colocarlos sobre los ahu, la respuesta parece ser más simple. De hecho, existe la anécdota de que fueron los propios isleños los que enseñaron esta técnica en persona a los extranjeros, indignados porque nadie les hubiese preguntado antes directamente sobre tal cuestión.
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Procesos logísticos

El primer paso fue construir una suave rampa de deslizamiento de piedras hasta el frente de la plataforma. Después, empujaron la estatua boca abajo con el extremo de la base hacia la rampa; en ese punto, hacían palanca en la cabeza de la estatua con troncos hasta levantarla unos centímetros, lo que permitía deslizar piedras bajo la cabeza para que quedara bien fi jada en la nueva posición. Por último, continuaban haciendo palanca en la cabeza para inclinarla progresivamente hasta la vertical.
Para reducir el riesgo de que la estatua se venciera por su propio peso durante la inclinación final, se diseñaba para que no quedara exactamente perpendicular respecto al ahu, que sí era totalmente plano. Todo este proceso de construcción, traslado y erección requería de una ingente cantidad de recursos.
Según los cálculos de especialistas como Jared Diamond, “había que alimentar durante un mes a veinte talladores, a quienes también podrían haber pagado con alimentos; después a un equipo de transporte de entre cincuenta y quinientas personas; y luego había que alimentar a un equipo de instalación similar mientras hacía un trabajo físico duro y, por tanto, exigía más alimento de lo habitual. También debieron de celebrarse grandes fiestas para todo el clan propietario del ahu y para los clanes a través de cuyos territorios se transportaba la estatua”. A ello hay que sumarle los recursos gastados en forma de madera, árboles, cuerdas, piedra...
Cuando Roggeveen descubrió Pascua ya era la isla con menos árboles de toda Polinesia y los que había apenas alcanzaban los tres metros de altura. ¿Qué había sucedido? Estudios botánicos han demostrado que, durante cientos de miles de años, Pascua no fue la tierra baldía que es hoy en día, sino que allí se asentó un bosque subtropical, plagado de árboles altos y arbustos leñosos. Algunos de estos restos se han encontrado en los depósitos de sedimento creados por los propios isleños. Esos mismos depósitos también han demostrado un cambio en el patrón alimenticio de aquella cultura, hasta el punto de que a partir de un estrato ya no hay presencia de restos de aves terrestres.
Para los expertos, la isla debió entrar en un período de deforestación en torno al año 900, coincidiendo con los primeros asentamientos humanos, que desembocó en la desaparición de las palmeras y de los bosques hacia el año 1400. “La totalidad del bosque desapareció y todas sus especies de árboles se extinguieron. Las consecuencias inmediatas para los isleños fueron la pérdida de materias primas, la pérdida de alimentos silvestres y la disminución del rendimiento de los cultivos”, explica Jared Diamond.

El fin de los recursos

A tal punto había llegado su desesperación que, cuando en 1838 algunas canoas contactaron con un barco francés para comerciar, no dejaban de repetir la palabra miru, que es el nombre de la madera con la que construían sus embarcaciones. No era para menos, ya que la ausencia de madera les había obligado finalmente a calentarse quemando hierba, a dejar de quemar cadáveres para momificarlos y a alimentarse de ratas, por la desaparición de todas las especies autóctonas y de los cultivos.
No es de extrañar, por tanto, que el capitán Cook los describiera en 1774 como seres “pequeños, enjutos, tímidos y pobres”. Y de ahí... a comer seres humanos, como demuestran los esqueletos encontrados en los basureros de la isla. De hecho, el insulto más ofensivo que se podía verter hacia un enemigo era gritarle “la carne de tu madre se queda entre los dientes”. Una situación que desembocó en una guerra contra la clase dirigente y los sacerdotes y que llevó, no a erigir nuevos moáis, sino a derribar los ya construidos como expresión de rebeldía ante una religión que no les protegía y que había mostrado su ineficacia. Hacia el año 1680, líderes militares denominados matatoa habrían acabado con todos los líderes religiosos, descomponiendo una sociedad antes próspera y unida.

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