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Cómo la bicicleta revolucionó el feminismo

A finales del siglo XIX, la bicicleta ayudó a las mujeres británicas y norteamericanas en la lucha feminista al darles libertad de acción y movimiento.

En la década de los 90 del siglo XIX, el frenesí ciclista experimentó un auge en la sociedad occidental y muy especialmente entre las mujeres. El uso de este medio de transporte de apariencia simple causó una verdadera revolución en los aspectos más prácticos y cotidianos de las luchas feministas y contribuyó a la paulatina liberación de las mujeres. La bicicleta las sacó de sus casas y les dio la independencia necesaria para desplazarse por las calles y recorrer distancias cada vez mayores. Aunque las mujeres ya se habían subido a los pesados velocípedos para dar paseos en grupo, las modificaciones que se introdujeron en el diseño a partir de 1890 facilitaron su manejo e hicieron el vehículo más seguro. Aunque fueron las mujeres pertenecientes a las clases medias y altas las que se convirtieron en usuarias principales de las dos ruedas, el impacto de la nueva invención resonó en el conjunto del tejido social.
La llamada bicicleta de seguridad, similar a los modelos contemporáneos, tenía dos ruedas iguales que giraban gracias a la acción de los pedales sobre la cadena. Se convirtió, además, en un medio de transporte asequible que no requería de chóferes ni cocheros para ponerse en marcha. Por otro lado, la mecánica de funcionamiento de la bicicleta empujó a introducir cambios en la vestimenta femenina. Para pedalear con comodidad se hizo necesario modificar los vestidos, diseñar ropas más holgadas e incluso ponerse pantalones. Los fabricantes propusieron modelos de faldas que podían acortarse mediante cordones o sujetarse alrededor del tobillo, y fomentaron igualmente el uso de bombachos, una prenda controvertida que los sectores sociales más conservadores rechazaron y que activistas como Lucy Stone reivindicaban por su comodidad. La moda bicicletera para mujeres tuvo un gran impacto en las tendencias decimonónicas, como han demostrado los historiadores Christie-Robin, Ozada y Lòpex-Gydosh en sus investigaciones, y sirvió de apoyo al movimiento de reforma victoriana del vestir a partir de la segunda mitad del XIX. En este contexto, surgieron agrupaciones como la Rational Dress Society londinense, que abogaba por modelos de ropa para mujeres que, siguiendo las tendencias del momento, también incrementasen la comodidad, la libertad de movimientos y la practicidad al tiempo que eliminasen constricciones innecesarias.
Sin embargo, no todo fue róseo. Se alzaron numerosas voces, en su mayoría masculinas, que denunciaban la inmoralidad o la impropiedad de que las mujeres se desplazasen solas y sin control en bicicleta. Fuera del que se consideraba socioculturalmente su hábitat natural, esto es, el espacio doméstico y familiar, las mujeres en bicicleta amenazaban con desdibujar las fronteras entre los ámbitos masculino y femenino. Sobre la bicicleta, todos los ciclistas eran potencialmente iguales con independencia de su género, etnia o clase social.  Al mismo tiempo, desde el campo de la medicina también surgieron voces que advertían de los problemas de salud que el ciclismo podía provocar. Nació así una curiosa condición médica denominada bicycle face o «cara de bicicleta» en la prensa de la época, un estado que se caracterizaba por el cansancio, las ojeras marcadas y un tinte en el rostro entre pálido y colorado que buscaba persuadir a las mujeres para que dejaran de pedalear. Algunos discursos médicos de la época advertían de otros supuestos peligros que atentaban contra la doncellez: se temía que el contacto con el sillín durante la carrera en bicicleta pudiese despertar en las mujeres el deseo de masturbarse.
Como contrapartida, activistas y defensoras de la bicicleta arguyeron que pedalear no solo fortalecía el cuerpo, sino también el ánimo y la confianza de las mujeres, que ahora podían ponerse a prueba, superar los límites impuestos por la moral y la costumbre, y ganar confianza en sus propias capacidades. A finales del siglo XIX se publicaron manuales para que las mujeres pudiesen aprender a montar en bici y obras en las que figuras como la educadora Frances Elizabeth Willard y la escritora Beatrice Grimshaw daban cuenta de sus propias experiencias positivas sobre las dos ruedas. Figuras como Annie Londonderry, la primera mujer en dar la vuelta al mundo en bicicleta, o Kittie Knox, la primera ciclista afroamericana en ser admitida en la asociación para la promoción del ciclismo League of American Wheelmen, contribuyeron a popularizar prácticas como el turismo bicicletero y un estilo de vestir más cómodo e informal entre las mujeres.

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