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Primera Guerra Mundial, bayonetas y amapolas

Entre 1914 y 1918, la ambición de las viejas potencias llevó a Europa a convertirse en el escenario de una guerra de trincheras tan inútil como sangrienta

Las campanas sonaron en todos y cada uno de los pueblos de los alrededores. La gente corría emocionada, casi por inercia, esperando escuchar algo que le indicase qué estaba pasando y a qué venía tanta  euforia repentina. En las calles todo eran abrazos, aplausos y los cláxones de los coches que circulaban arriba y abajo. ¿Había terminado una guerra? Al contrario, acababa de ser declarada.

En 1914, como respuesta a varias décadas de imperialismo europeo, conflictos de intereses y una delicada paz que solo tapaba el sonido de los tambores de guerra, el continente europeo entró en guerra y con él gran parte del resto del mundo. Era una guerra vacía y egoísta, buscada desde hacía tiempo por todas las naciones que participaron en ella y cuyo único fin era remarcar la supremacía y el dominio de unos sobre otros. La gran mayoría de la población europea estaba entusiasmada, pues el habían vendido lo importante y extremadamente necesario que era que aquella guerra estallase para su país, para su honor y para ellos mismos. Aquella guerra iba a cambiar sus vidas, pero no de la forma que ellos pensaban.

Las innovaciones tecnológicas aplicadas al campo armamentístico habían cambiado el paradigma del arte de la guerra pero eran tan recientes que no se sabía exactamente cómo. La Primera Guerra Mundial fue el terreno de ensayo para los carros blindados y los tanques, armas químicas y gases venenosos, submarinos de combate o aviones. En cuanto a las estrategias, el papel predominante de las armas de fuego y la mejorada cadencia de fuego de estas rompió todos los esquemas estratégicos previos y dio protagonismo a un tipo de guerra muy desagradable que ya se había visto en la Guerra de Secesión estadounidense: la guerra de trincheras y de desgaste. Los soldados se pasaban meses metidos en galerías excavadas en la tierra, mojados, sucios y enfermos, defendiendo sus posiciones y esperando a que alguien diera la orden de cargar contra un enemigo que tenía tantas ganas de irse a casa como ellos.

Y por si todo esto fuera poco, resulta todavía más enervante saber que nada de esto tuvo sentido. Todas las muertes de la Primera Guerra Mundial solo sirvieron para que unos elegantes señores metidos en elegantes despachos pudieran sacar pecho y estrecharse la mano, ignorantes de que su ambición y sus decisiones solo servirían para abrir la puerta de un nuevo anillo del infierno.

Así fue la Primera Guerra Mundial, la ‘guerra que acabaría con todas las guerras’ (hasta en eso falló).

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