Avalanchas mortales
¿Por qué se producen avalanchas que acaban con la vida de las personas? ¿Cuáles han sido las más mortíferas de la historia?
La pandemia que sufrimos ha cambiado los patrones de comportamiento en la sociedad, las empresas y los entornos educativos. En estos tiempos, los profesores tienen que organizar la entrada del alumnado al centro por puertas angostas y en fila, lo cual tiene sus ventajas. Las colas bien organizadas han servido desde siempre para poner orden, pero hoy además pueden evitar contagios y ofrecer un aprendizaje de comportamiento en situaciones de pánico en una multitud.
Y es que la imagen de los alumnos avanzando despacio y en orden nos parece antinatural, al contrario que los tumultos en las puertas de los edificios de masas humanas que pretenden entrar lo antes posible. No hay más que fijarse en las rebajas. Incluso aunque la gente haga cola, en cuanto la fila se pone en marcha, basta con que una sola persona se pare para que se forme un tapón en el acceso. El movimiento caótico de la multitud causa estragos, como se vio en Israel. El pasado 30 de abril durante la peregrinación al monte Merón por la festividad judía de Lag Ba’omer, 45 personas murieron y otras 150 resultaron heridas de gravedad aprisionadas por la muchedumbre.
En inglés existe el término crowd-quake (algo así como terremoto humano) para definir el comportamiento de la masa cuando la aglomeración supera los seis individuos por metro cuadrado, según estipuló el físico alemán Dirk Helbing. Los investigadores estudian estas situaciones mediante modelos informáticos que tratan el comportamiento de la multitud como un todo que transmite ondas en situaciones límite. Gracias a las matemáticas y la física, se ha abierto una vía de escape que puede evitar muchas desgracias. Por ejemplo, se ha grabado en vídeo la peregrinación islámica a La Meca en momentos de pánico colectivo para comprender mejor las razones que producen los colapsos.
En estas simulaciones se considera a las personas como si fueran partículas. Tener en cuenta todas las variables sería tedioso, largo e imposible para un ordenador. Pero poco a poco se van incluyendo más factores que modifican el devenir de la multitud: pararse a charlar, atarse los cordones de los zapatos, estornudar o atender una llamada de teléfono puede cambiarlo todo. Si no fuera por esas incidencias, realmente nos comportaríamos como partículas que se repelen al acercarse demasiado, como hacemos al andar por la calle para no chocarnos unos con otros. Estos modelos informáticos son útiles también a la hora de mejorar la arquitectura y el mobiliario urbanos para agilizar el flujo de tránsito en situaciones límite.
Mehdi Moussaid y su equipo de la Universidad de Toulouse investigaron los patrones de movimiento de peatones. Programaron simuladores basándose en dos simples reglas: mantener cierta distancia de seguridad entre ellos y estudiar el movimiento a través de huecos. Descubrieron que estas brechas en el camino acaban formando carriles espontáneos humanos de manera natural. La idea es transportable a la navegación de robots autónomos. En base a este modelo, se vio que las catástrofes se producen por la ruptura de esas brechas, cuando la multitud caótica rompe los carriles y el flujo se detiene de manera abrupta. Sea cual sea el detonante del desastre, hay un denominador común: en un extremo hay gente muriendo y en el otro gente que ignora que son los causantes del problema.
Hoy sabemos que a veces es difícil impedir que una muchedumbre se vuelva caótica, pero también conocemos cómo darle salidas mediante la infraestructura y las herramientas para poder escapar. Es algo parecido a los paneles acústicos en recintos y lugares públicos diseñados con una arquitectura que absorba las ondas humanas. Pero a pesar de todas las previsiones pueden darse detonantes inesperados que conviertan la aglomeración ordenada en una turba al borde del colapso. La mente humana es imprevisible y a menudo irracional, caótica y temeraria. Una de las tragedias más sonadas de la historia fue el desastre de Victoria Hall, que ocurrió el 16 de junio de 1883 en la ciudad inglesa de Sunderland. El espectáculo de variedades Los Fays prometía grandes trucos de magia e ilusiones. Todo iba bien, pero la cosa se puso fea cuando se anunció que los niños con ciertos números en sus entradas recibirían un premio al salir. La distribución de regalos en la platea originó la avalancha.
Hablamos de más de mil niños que no querían perderse la golosina final, así que muchos se lanzaron por el pasillo desde la planta alta hacia la baja. Al principio se formó un carril espontáneo de personas pero pronto perdieron los huecos por donde discurrir. Eran unas galerías angostas que terminaban en una puerta a medio abrir para controlar el paso en el supuesto de que marcharan de uno en uno de manera natural. La puerta que llevaba a las escaleras pronto se convirtió en un tapón. Nada pudieron hacer los adultos que estaban al otro lado, pues el cerrojo se encontraba en el lado de los desafortunados. El carril desapareció y murieron por asfixia 183 niños. Esta tragedia desató una ola de indignación en Gran Bretaña que hizo cambiar las leyes. Hoy es obligatorio tener salidas de emergencia. Así nacieron esas puertas que vemos en estadios o palacios de congresos, con unos listones alargados conocidos como barras antipánico.
Los niños siempre quieren estar en primera fila para no perderse ningún detalle. Y si no lo están, ya se encargarán los adultos de llevarlos. Eso fue lo que ocurrió en Barnsley Public, en el condado de South Yorkshire. Una multitud infantil acudió a la llamada de un espectáculo por un centavo para ver una película. Teniendo en cuenta el año, 1908, podemos entender la euforia en la masa. El salón se llenó con rapidez y los cuerpos empezaron a presionar la barandilla que daba al piso inferior. Así que los adultos presentes pensaron que una solución rápida al problema sería pasar a algunos chicos por encima de la barandilla. Muchos bajaron por una estrecha escalera para alcanzar el nivel del suelo, convencidos de que se había abierto la veda. Se impuso el caos. Mientras algunos caían al suelo, otros los pisaban para sortearlos. La policía se encontró las escaleras bloqueadas. Murieron dieciséis niños y hubo cuarenta heridos. En este caso el problema no fue la puerta, sino el cuello de botella.
No solo se muere por un juguete o una película, el hambre también la puede liar. En La Valeta (Malta) se había popularizado una tradición en época de carnaval. Con el fin de alejar a los chiquillos del caos de la fiesta popular, se ofrecía pan en el Convento de los Franciscanos de Santa María de Jesús. Los chavales entraban por una pequeña puerta a un hall, pasaban por un pasillo, recibían su pieza y salían por otra puerta. Se formaba una fila fluida que discurría sin problemas. Al cerrar la puerta de entrada, se aseguraban de que ninguno repetía ración. Pero el 11 de febrero de 1823 se unieron dos circunstancias especiales que no se habían tenido en cuenta y ocasionaron el desastre. El reparto coincidió con el final de fiesta y algunos niños llegaron tarde, por lo que decidieron dejar abierta la puerta de la sacristía para que entrasen los rezagados. Primer error. Para más inri, muchos adultos y otros chicos que pasaban por ahí y conocían la tradición se mezclaron con los pobres para pillar un panecillo. La situación empezó a complicarse cuando los intrusos empujaron al grupo inicial por un estrecho pasillo. El caos vino cuando los organizadores decidieron cerrar la puerta de la sacristía para evitar que se colara gente. Segundo error. Atrapados entre dos puertas, pues al final del pasillo había otra a medio abrir para impedir el retorno, quedaron algunos muchachos que eran empujados por la jauría de personas aprisionadas en la sacristía. Además, era ya tarde y una lámpara que iluminaba el pasillo se apagó, lo que provocó un desconcierto que continuó con la caída de los primeros de la fila por un tramo de ocho escalones, lo cual hizo que la salida se bloquease aún más. Las puertas se abrían hacia dentro. Los que pudieron salir cuando abrieron de nuevo la sacristía ignoraban lo que había pasado en el otro extremo, como en todas las catástrofes de este tipo. Cuando despejaron la zona, habían muerto 110 niños.
En la Nochebuena de 1913, una multitud de mineros que hacían huelga desde hacía unos meses se concentró en el Italian Hall, un edificio comercial y recreativo de dos plantas en Calumet (Míchigan). Los manifestantes celebraban la festividad con sus familiares de forma tranquila y sin atisbos de peligro. Esta vez, el detonante fue el nefasto grito de “¡fuego!” por uno de los congregados. Un falso aviso que precedió una cadena de errores. Más de 700 personas se acumulaban en el segundo piso, en su mayoría niños que apenas tuvieron regalos, pues los mineros pasaban por serios apuros económicos. Ese desafortunado y falso aviso de incendio corrió entre la multitud, que se apuró hacia las escaleras para buscar la seguridad de la calle. Muchos salieron, pero al caerse algunas personas, las que las seguían empezaron a provocar el consiguiente apilamiento de cuerpos. Una madre que pensó que se iba a morir levantó su bebé por encima de su cabeza para salvarlo. Y se salvó, al contrario que los 62 niños y 11 adultos que murieron. A pesar de que se difundió el rumor de que las puertas se abrían hacia dentro, el historiador Steve Lehto desveló que no fue así en su libro Puertas de la muerte: la verdad de la mayor masacre de Míchigan (2006).
Muchas veces nos parecen absurdas las instrucciones que vienen con los electrodomésticos que vamos a estrenar, por no hablar de las indicaciones de resolución de problemas en su funcionamiento. La primera recomendación suele ser: “Compruebe que ha enchufado el aparato”. Pero si está escrito en el manual es porque a más de uno se le ha pasado ese punto que al común de los mortales le parece de una evidencia aplastante. Tan aplastante como una puerta que no se abriese con facilidad o un estrechamiento excesivo en un pasillo.
En definitiva, los apartados de resolución de problemas en el funcionamiento de dispositivos se han escrito por los contratiempos reportados por los usuarios. Y ningún problema es banal. Así es como el ser humano ha aprendido que las puertas que se abren hacia dentro son peligrosas. Y no solo porque no se puedan abrir una vez la masa se agolpa, sino porque se tarda más en abrir hacia dentro que hacia fuera. Una simpleza que salva vidas. Tal vez la línea entre la vida y la muerte esté en ese segundo de diferencia.
En los centros educativos es difícil que puedan ocurrir fatalidades como las aquí descritas, pero es conveniente exagerar las medidas de seguridad, porque los contratiempos inesperados son una realidad. Como lo es que haya gente que se olvide de enchufar la televisión. La pandemia de covid-19 ha recordado la importancia de que exista separación suficiente entre los alumnos de la fila. No por las avalanchas, sino por los contagios. Sin embargo aquí vemos un beneficio colateral: la distancia unida a la lentitud en el caminar hacia una puerta estrecha, si se hace bien, ha eliminado esos tapones que la chiquillería forma en los accesos de entrada al aula. Y esto nos ofrece una oportunidad de mostrar a nuestra juventud la vital importancia que tiene un comportamiento adecuado cuando estamos sumergidos en una masa. Y si eres el último de la fila, debes sopesar que donde empieza la cola puede haber alguien que esté pasándolo mal.