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¿Qué es la teoría de la supersimetría?

Para entender qué esperan los físicos tras el primer gran éxito del gran colisionador de hadrones (LHC) tras la caza del bosón de Higgs, debemos recordar someramente las propiedades que hacen comportarse a las partículas de distintas maneras.

Para entender qué esperan los físicos tras el primer gran éxito del gran colisionador de hadrones (LHC) tras la caza del bosón de Higgs, debemos recordar someramente las propiedades que hacen comportarse a las partículas de distintas maneras. Algunas las entendemos porque se manifiestan en nuestro mundo macroscópico: la citada masa o la carga eléctrica. Pero hay otra característica fundamental menos intuitiva: el espín.

Tanto su nombre como el propio concepto introducido en los años veinte para explicar las características de la luz que emitían algunos gases hacen referencia a un movimiento de giro, una especie de momento angular. Sin embargo, todo se complica en el mundo subatómico, regido por las leyes cuánticas: las partículas no son realmente bolas que giran, sino regiones de diferente probabilidad según las ecuaciones que gobiernan su estado. Además, también son ondas... En cualquier caso, como la masa o la carga, el espín caracteriza a los ingredientes básicos de la naturaleza, y posee valores discretos, múltiplos de una unidad fundamental.

Si ese giro tiene un valor entero –0, 1, 2 o 3–, las partículas se comportan de una forma determinada, y si es semientero –1/2, 3/2 o 5/2–, de otra. Las primeras, llamadas bosones, son el fotón; los bosones de Higgs, W y Z; los gluones; los gravitones, hipotéticas partículas de la gravedad; y algunos núcleos atómicos, como el del carbono-12. Al segundo grupo, el de los fermiones, pertenecen los electrones, los muones, los neutrinos, los quarks o el núcleo del carbono-13.

Todas las partículas elementales son idénticas cuando están aisladas: dos electrones recolectados en lugares alejados del universo resultan indistinguibles. Pero al agruparse, el espín cuenta. Así, los fermiones se estructuran de una manera ordenada, en diferentes estados cuánticos. Esto es lo que pasa, por ejemplo, con los citados electrones, que adoptan energías y órbitas determinadas en torno a un núcleo atómico. Los bosones, sin embargo, tienen menos problemas: pueden juntarse –e, incluso, condensarse a bajas temperaturas– en el mismo estado cuántico, de manera más promiscua.

La estadística que desarrolló el físico indio Satyendra Nath Bose en 1920, luego ampliada por Albert Einstein, permitió entender la importante diferencia. Esto, desde el punto de vista de la mecánica cuántica, se considera algo incómodo, porque quizá en otras condiciones –por ejemplo, a energías más altas– actuarían de manera similar. No es una intuición baladí: las roturas de simetría han hecho posible que la física actual sea muy precisa y haya creado un modelo estándar coherente, aunque incompleto, como ya se ha dicho.

A comienzos de los años 80, se pensó que quizá cada partícula conocida tuviera una melliza oculta, lo que restauraría de alguna manera el equilibrio. Se distinguirían por su espín, que cambiaría de entero a semientero –de bosón a fermión– o al revés. Este tipo de hipótesis ha funcionado muy bien en la física desde 1932, cuando el británico Paul M. Dirac propuso la existencia de un correlato del electrón, pero con carga positiva: el positrón. La idea de las antipartículas –aquí se invierte la carga eléctrica– fue comprobada fuera de toda duda.

En el caso de la nueva teoría, que empezó a tomar forma con los trabajos de Howard Georgi y Savas Dimopoulos, en 1981, la propuesta era que el correlato del electrón, con espín 1/2, sería el electrón supersimétrico –o selectrón–, con espín 0. Y así con todas las partículas. Los bosones supersimétricos se nombran con la s delante, y para complicarlo un poco más, los compañeros de los fermiones llevan el sufijo ino: del fotón, fotino; del gluón, gluino... Sobre el papel, es decir, en las complejísimas ecuaciones que sustentan modelos de la física cuántica, a cada bosón le correspondería un fermión supersimétrico con la misma masa, y viceversa. Pero no parece ocurrir en la realidad: probablemente las spartículas tienen una masa muy grande, y por eso no se han detectado hasta ahora. El aumento de potencia en el LHC podría por fin sacarlas de su escondite.

Más información sobre este tema en el artículo Buscando a SUSY, escrito por Javier Armentia. Puedes leerlo en el número 408 de MUY INTERESANTE. 

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