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El arte de insultar

Hay quien dice que no se conoce bien un idioma hasta que no se aprenden los insultos y las palabrotas más comunes.

Hay quien dice que no se conoce bien un idioma hasta que no se aprenden los insultos y las palabrotas más comunes. Si pudiéramos viajar al pasado, nos encontraríamos con un catálogo de irreverencias y alfilerazos realmente singulares.
Para faltar a alguien en el Siglo de Oro se le llamaba, por ejemplo, bellaco, tiñoso, bufón, chocarrero –de chocarrería, ‘chiste grosero’–, cabestro, capón o chanflón, voz que dicha de una moneda significa falsa, y aplicada a una persona, despreciable.
En todo caso, quienes alcanzaron el cénit en el arte del improperio fueron los escritores: las pullas que se dedicaban han pervivido en muchas de sus obras. Así, Quevedo, que tuvo encontronazos prácticamente con todos sus coetáneos, llamó a Ruiz de Alarcón corcovilla, aludiendo a su joroba o corcova. Este respondió con una alusión a la cojera del autor de El Buscón: “¿Quién contra todos escribe / escribiendo con los pies?”.
En el libro Inventario general de insultos, de Pancracio Celdrán, un nutrido diccionario de afrentas y palabrotas, aparece citado a menudo Quevedo, así como muchos de sus textos. Por ejemplo, baladrón, ‘quien siendo cobarde blasona de valiente’; echacantos, ‘hombre despreciable’; pellejo, ‘persona ebria’; o chirle, ‘de poco interés, sin gracia’.
Hay tres de estas palabras gruesas que quizá deberíamos recuperar, siquiera por su gracia y sonoridad: penseque, ‘quien se equivoca por ligereza o descuido’; tagarote, ‘el que se arrima a comer sin ser invitado’, y una de las mejores, zampalimosnas, ‘persona estrafalaria que anda pidiendo limosna’. ¡Qué tío, Quevedo!
Más curiosidades lingüísticas en la sección De Palabras, en el número 407 de Muy Interesante, firmada por Jesús Marchamalo.
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