La ciudad dorada perdida de Egipto que no es dorada ni estaba perdida
Podría ser una maniobra para atraer a los turistas perdidos como consecuencia de la Revolución de 2011, algunos atentados y la pandemia de COVID-19.
El pasado 8 de abril, el doctor Zahi Hawass, otrora la cabeza más visible y brazo dirigente del Ministerio de Turismo y Antigüedades de Egipto –anteriormente llamado Consejo Supremo de Antigüedades–, hacía pública la noticia. “La aparición de la Lost Golden City es el segundo descubrimiento arqueológico más importante que se ha realizado desde la tumba de Tutankamón”, rezaba la nota de prensa. Y no ponía las palabras en boca del egiptólogo egipcio, sino de la doctora Betsy Bryan, profesora de Arte y Arqueología Faraónica en la prestigiosa Universidad Johns Hopkins de Baltimore (EE. UU.). Que no es que, por ser suyas, sean palabras mayores que las del doctor Hawass. Pero a él estamos más acostumbrados a verlo en escenarios cinematográficos con este tipo de frases grandilocuentes. Luego, con las aguas del maremoto mucho más calmadas, resultó que la doctora Bryan no había dicho tal cosa. Ni la ciudad estaba tan lost ni guardaba entre sus muros nada golden. ¿Qué es lo que ha ocurrido entonces, en Egipto, con este descubrimiento?
La primera vez que me acerqué hasta el yacimiento en cuestión, a principios del mes de mayo, caían sobre mi cabeza 46 grados de chamuscante poder del dios Ra. Impertérrita, como si la polémica no fuera con ella, allí se alzaba la ciudad, al borde de la carretera, con los muros sinuosos y ondulantes que habían dado la vuelta al globo. Como declaró –esta vez sí– la doctora Salima Ikram, egiptóloga de la Universidad Americana en El Cairo, el paisaje parecía anunciar un repentino abandono por parte de sus habitantes. “Una Pompeya egipcia”. Hace 3400 años, redondeando, todos aquellos hombres y mujeres que habían construido, trabajado y vivido en estos recintos se habían esfumado de un plumazo. Nada sobrenatural, nadie se alarme. Es nada más –y nada menos– que el momento más intrigante de la historia del antiguo Egipto: el inicio del periodo de Amarna.
A finales de la dinastía XVIII, un rey tan poderoso como Amenhotep III, heredero del imperio más potente del momento, buscaba la forma de evadirse de la única autoridad que podía hacer mediana sombra a su mando: el clero del dios Amón de Tebas. Los sacerdotes custodiaban el centro administrativo y económico más formidable de la antigüedad, el templo de Karnak, mientras que Amenhotep III contaba con asesores familiares que habían llegado de más allá de las fronteras, trayendo consigo nuevos aires que combinaban mal con el yugo amoniano a la monarquía: Yuya, suegro del monarca, o Ay, su cuñado, jugarían un papel muy importante en lo que estaba por llegar.
En algún momento final del reinado de Amenhotep III, el testigo de su carrera lo recoge su hijo, Amenhotep IV, quien no tardará mucho en ir un paso más allá y partir peras con Amón y su gente. Se cambiará el nombre con el que accedió al trono para honrar a la única divinidad que tendrá cabida en su mandato, el disco solar Atón, y no habrá más forma de llegar hasta la divinidad que a través de su persona. Amenhotep IV se convierte en Akenatón, y arranca, así, una etapa que debió de ser de profunda agitación, enfrentamientos fratricidas y extrema violencia.
Ese “¿cómo hemos podido llegar a esto?” ha sido, durante décadas, uno de los principales focos de debate entre los egiptólogos especialistas en este periodo. Sea como fuere, es en este complejo escenario de la historia donde hace aparición la Ciudad Dorada Perdida, puesto que nos encontramos ante un centro administrativo, indudablemente alternativo a los quehaceres en Karnak –tan opuesto que se encuentra, como el palacio real de Malkata al que se adscribe su existencia, en la otra orilla del río–, perteneciente a la etapa final del reinado de Amenhotep III. Es decir, cuando todos los seguidores de la reforma política y religiosa de la familia real abandonan Tebas y se marchan a la nueva capital de Akenatón. Construida de la nada, en mitad de la nada y, al final, para nada. La llamó Akhet Aton, ‘el horizonte de Atón’. Y la levantó también en la orilla occidental del río, como la Lost Golden City erigida por su padre en Luxor y ahora descubierta por el doctor Zahi Hawass.
A nadie le cabe duda, por tanto, de que este reciente descubrimiento arqueológico en Luxor puede aportar tal ingente cantidad de información sobre ese periodo tan convulso que lo convierta en uno de los hallazgos más importantes de la egiptología reciente. La polémica surge cuando, aparentemente, el hallazgo resulta no ser tan reciente. En los años 30 del siglo XX, dos egiptólogos franceses, C. Robichon y A. Varille, documentando los restos del templo funerario de un personaje llamado Amenhotep Hijo de Hapu, uno de los hombres de confianza de Amenhotep III, localizaron restos de muros y viviendas y edificios de lo que llamaron village de l’epoque d’Amenofis III . Así aparece reflejado y fotografiado en la publicación que, en 1936, realizó el Instituto Francés de Arqueología Oriental. Muros ondulantes, sinuosos, y construcciones que, sin duda, se corresponden con las recientemente anunciadas por el ministerio egipcio. Mismos restos, mismo yacimiento, pero diferentes áreas de excavación, con un siglo de distancia.
Entonces, si la ciudad no estaba perdida, ni guardaba nada que fuera mínimamente dorado, ¿a qué responde el alboroto y el desenfrenado júbilo? ¿Se debe solo a cuestiones científicas o hay algo más? Como apuntan con mucha inteligencia las egiptólogas argentinas Bernarda Marconetto y Silvana Yomaha, “el turismo es la primera fuente de ingresos de divisas de Egipto; representa el 11 % del PIB y la vinculación al pasado faraónico de estos ingresos es prácticamente indiscutible. La ecuación que asocia divisas, antigüedades y turismo, vinculada a acciones y discursos tendentes a recuperar la llegada de visitantes perdidos –por la Revolución de 2011, algunos atentados y la covid-19–, parece a priori sencilla”. Aunque, en el fondo, no lo sea tanto.
Egipto tuvo hasta el año 2020 un ministerio dedicado exclusivamente a la gestión del estudio y la conservación de sus antigüedades. Lo que habían fundado, nada menos que en 1859, los franceses bajo el nombre de Departamento de Antigüedades pasó a denominarse Consejo en 1994 por decreto presidencial, como una parte relevante del Ministerio de Cultura de la nación. Posteriormente, pasó a conformar una cartera propia e individual, lo que daba a entender la relevancia que la arqueología faraónica suponía para el país.
Nació así, en enero de 2011, el Ministerio de Antigüedades, cuyo primer cargo ministerial fue desempeñado por el Dr. Zahi Hawass, director del Consejo Superior de Antigüedades desde 2002. Pero esta tendencia a priorizar la preponderancia económica que adquiere la puesta en valor de los restos arqueológicos ha llevado a la fusión, en 2020, de ambas carteras, con la creación del Ministerio de Antigüedades y Turismo. Ahora, vacaciones y hallazgos arqueológicos se gestionan como dos caras inseparables de una misma moneda.
Desde esta perspectiva, habrá que prepararse para más hallazgos de yacimientos lost y más descubrimientos de objetos golden, sin que la lectura tenga exclusivamente que ver con un auge del nacionalismo en la arqueología egipcia o con una excesiva revalorización de las capacidades propias frente a las externas en una ciencia originariamente colonialista como la egiptología, que tanto expolio de patrimonio ha generado para deleite de los más importantes museos europeos y estadounidenses. A día de hoy, esto va, sencillamente, de márquetin: la sociedad demanda egiptología y los egipcios creen haber dado con la clave de cómo venderla. Tomemos nota los académicos, tan carentes siempre de recursos económicos, antes de echarnos a la yugular de nadie.