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'El último hombre vivo': en línea con el pesimismo de los setenta

Estamos en Los Ángeles del año 1977. La guerra biológica ha matado a toda la población; la excepción son unos mutantes caníbales que solo pueden salir de noche debido a su extrema sensibilidad a la luz, y el doctor Robert Neville, el único ser humano que no se ha visto afectado por la plaga.

La novela Soy leyenda, del estadounidense Richard Matheson, se ha llevado al cine en tres ocasiones: en 1964, en una producción italiana con Vincent Price de protagonista, que se estrenó como El último hombre sobre la Tierra; en 2007, recuperando el título original y con el papel principal a cargo de Will Smith; y, entre esas dos versiones, la que nos ocupa. La primera sigue con mayor fidelidad el original literario y el propio Matheson participó en el guion, aunque no le gustó ni el resultado ni la elección de Vincent Price, al que encontraba “demasiado aristocrático” para el papel principal. En cuanto a esta, si bien se aleja tanto del libro como para no resultar tampoco del agrado de Matheson –se cambió incluso el título, a The Omega Man – tiene un adecuado tono desesperado y apocalíptico, propio de la ciencia ficción filmada en los pesimistas años 70.

Estamos en Los Ángeles del año 1977. La guerra biológica ha matado a toda la población; la excepción son unos mutantes caníbales que solo pueden salir de noche debido a su extrema sensibilidad a la luz, y el doctor Robert Neville, el único ser humano que no se ha visto afectado por la plaga. Pasa sus días de soledad conduciendo por las calles, aprovisionándose de lo que necesita, viendo películas en cines vacíos y eliminando a todos los mutantes que encuentra, cuando están indefensos. Por la noche, la situación se da la vuelta: los mutantes destruyen todos los restos de la antigua civilización e intentan entrar en el hogar fortificado de Neville para acabar con él. Un día, Neville encuentra a un pequeño grupo de personas, niños sobre todo, que parecen no haber sido infectados o, al menos, no muy gravemente. Sabemos entonces que si él no sucumbió a la plaga es porque creó una vacuna específica, que se inyectó justo antes de que la guerra llegara a su c é nit. Neville utiliza su sangre para crear un suero que podría curar al grupo de supervivientes, pero los mutantes son una amenaza cada vez mayor y más cercana.

Esta estructura argumental se repite, con diversas variaciones, en las tres películas. En la primera se respeta la idea de Matheson de utilizar vampiros en vez de mutantes –lo cual explica la presencia de Vincent Price, estrella del cine de terror–, y asistimos al dolor de Neville –aquí llamado Morgan–, que recuerda cómo perdió a su mujer y a su hija, y pasando las horas ante un receptor de radio, intentando en vano encontrar alguien con quien hablar. En la versión del 71, Charlton Heston opta por esconder ese sufrimiento con su habitual fachada de tipo duro, pero es fácil adivinar que la soledad y el acoso le están volviendo loco. La versión con Will Smith combina elementos de las dos anteriores, aunque con un tono más optimista en general y dotando de un aura más heroica a su estrella protagonista.

No se está revelando nada si se dice que ninguna de las versiones acaba bien, aunque algunas tienen un mayor grado de esperanza que otras. Pero la clave del argumento está en otra parte: Neville se dedica a matar a los mutantes, a los que considera monstruos surgidos de la plaga. Pero, para ellos, Neville es el monstruo: un ser de tiempos pasados que por las noches acaba con sus seres queridos. Porque estos nuevos habitantes de la Tierra no han perdido sus sentimientos de familia ni de comunidad. ¿La humanidad está más allá de toda salvación o está entrando en una nueva etapa, en un renacimiento de las cenizas en el que ya no tiene cabida gente como Neville?

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