La mirada insaciable
En la mirada de Ramón y Cajal está lo mejor de la inteligencia española. Son ojos que se fijan en lo que todavía no ha visto nadie, que saben taladrar las apariencias aceptadas de las cosas.
En la mirada de Ramón y Cajal está lo mejor de la inteligencia española. Son ojos que se fijan en lo que todavía no ha visto nadie, que saben taladrar las apariencias aceptadas de las cosas.
¿A qué pintor de las vanguardias del siglo XX podrían pertenecer esos dibujos a pluma que estoy viendo en una sala de exposiciones de Madrid? Parecen apuntes dictados por el automatismo de la imaginación, ejecutados por una mano que avanza libremente por la cartulina, por un hilo delgado de tinta que traza formas estrelladas, laberintos de líneas, arborescencias o masas de raíces que se cruzan entre sí. Me acuerdo de los paisajes soñados de Arshile Gorki, de las caligrafías enmarañadas de Mark Tobey, de las constelaciones de Joan Miró y de Paul Klee.
Pero esos juegos de líneas no son obra de un pintor, y no tienen nada de juegos, aunque sí la destreza y el pulso firme de quien posee una educación plástica: se trata de dibujos de neuronas hechos a principios del siglo XX por Santiago Ramón y Cajal, quien descubría un mundo en su laboratorio casi al mismo tiempo que Picasso inauguraba otros mundos visuales en su estudio. Son formas como árboles, como estrellas marinas, como núcleos de galaxias, como raras medusas con larguísimas cabelleras de filamentos muy delgados. Sobre aquellas cartulinas, Ramón y Cajal dibujaba lo que veía a través de la lente de su microscopio, los laberintos tortuosos por los que circulan a la velocidad de la luz los impulsos en los que consiste nuestra inteligencia y que dan forma visible para nosotros al universo y a las cosas: el efecto es el de estar mirando una muestra del arte más aventurado del siglo XX, pero ese arte, con mucha frecuencia, se ha complacido en el desvarío y en la pura nada, y los dibujos de Ramón y Cajal son una forma precisa y responsable del conocimiento, emanaciones no de la vanidad o del capricho, sino de un saber que nos acerca de verdad al sentido hondo de lo que somos, a la posibilidad real de que la inteligencia nos mejore la vida.
En la exposición, junto a los dibujos, están los microscopios de Cajal, sus frascos de productos químicos para las preparaciones, sus cuchillas para cortar láminas delgadísimas de masa cerebral, sus fotos de familia, los cuadros que pintaba, sus invenciones en el arte de la óptica y del revelado fotográfico, las cartas de admiración que le escribían los sabios desde lejanas capitales del mundo, las que le mandaban Ortega y Gasset y don Miguel de Unamuno, con quienes compartía don Santiago la melancolía por el atraso de España y la voluntad enérgica de buscar maneras de remediarlo, de lograr que los españoles fueran, en las palabras de una carta de Ortega, "un poco más inteligentes, más saludables y más pulcros". Nadie más ajeno que Ramón y Cajal a la división entre las dos culturas, denunciada en los años cincuenta por C. P. Snow, entre las humanidades y el saber científico, entre la experimentación en el laboratorio y el interés apasionado por la vida y por la justicia. Investigaba, contra viento y marea, en un país áspero de clérigos ultramontanos y pobres analfabetos, pintaba paisajes, inventaba un aparato que da a las fotografías una tridimensionalidad misteriosa, concebía esos formidables instrumentos de modernización que fueron la Junta de Ampliación de Estudios y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, escribía ensayos científicos y libros de memorias en una prosa admirable, tan clara y rotunda como su misma voz, que yo me he emocionado al escuchar en unos auriculares dispuestos en la misma sala de exposiciones donde he visto sus dibujos.
La única mirada española que tiene una agudeza y una intensidad comparables a las de la mirada de Picasso es la de Ramón y Cajal. Son miradas que se fijan en lo que todavía no ha visto nadie, que saben taladrar las apariencias aceptadas de las cosas, que parecen seguir interrogándonos con una clarividencia sin sosiego a través de los años, desde el otro lado de la muerte, desde los retratos espectrales de las fotografías. En sus primeras fotos, a los veinte años, Picasso tiene exactamente la misma mirada que cuando cumplió noventa: una mirada insaciable, fanática, que lo percibe todo al mismo tiempo, para la que no existen ni la imprecisión ni el olvido. Cuando se hizo retratar por primera vez, en un estudio rústico de su pueblo natal, Ramón y Cajal era un joven al que uno imagina incómodo en sus ropas formales, inseguro de su apariencia física, inquisitivo y a la vez huidizo, la cara consumida y el pelo ya escaso: en sus últimas fotos, en 1933, Cajal ya es la efigie de sí mismo, no tanto un ser humano real como el símbolo de la ancianidad fértil, de la reverenciada sabiduría; pero los ojos siguen siendo los mismos, llenos de afilada curiosidad y de una sospecha de tristeza, de un principio de misantropía. En esas dos miradas que seguramente no se encontraron nunca, la de Picasso y la de Cajal, está lo mejor de la inteligencia española, la encrucijada necesaria de dos caminos que nunca debieron alejarse entre sí.