El maleficio de las ranas
El croar de una rana solitaria en el silencio de una noche de verano hace revivir al autor los tiempos de su infancia, cuando los batracios aún no estaban expuestos a la amenaza de extinción.
En medio de los rumores de la noche de verano, el sonido fue a la vez súbito e inconfundible, aunque no habría podido recordar cuántos años habían pasado desde la última vez que lo escuché. Tan claro, tan nítido, que disipó el sueño y me hizo quedarme en guardia en la oscuridad, junto a la ventana abierta, deseando distinguirlo una vez más, entre el rumor suave de la brisa en los árboles y el canto metódico de un búho solitario. Por primera vez en muchos años, casi desde la infancia, lo que había escuchado cuando estaba a punto de dormirme era el sonido que hace una rana al sumergirse de un salto en el agua. No era esta vez el agua verde de una alberca densa de ovas, sino la de una piscina azulada de cloro en la sierra de Madrid, pero el sonido fue exacto, único, y aunque me dormí sin escucharlo de nuevo su eco resonó en lo más profundo de mi memoria.
A la mañana siguiente, la rana estaba en el filo de la piscina, en la zona de sombra fresca de unos chopos. Muy erguida, como a la expectativa de algo, tan alerta que cuando me aproximé unos pocos pasos se lanzó al agua, nadando en línea recta como un buceador atlético. Nos acostumbramos enseguida a su presencia, aunque a los niños, al principio, les daba escrúpulo bañarse en una piscina donde había una rana. Era una rana solitaria, con el mismo lomo verdoso de las que yo había perseguido torpemente por las albercas de mi infancia. ¿Habría llegado viajando de piscina en piscina, por aquellos parajes cada vez más urbanizados de la sierra, como viaja de una piscina a otra el nadador espectral del cuento de John Cheever? Pocas noches antes, al pasear por un camino despoblado bajo la luna llena, habíamos descubierto un sapo gordo y solemne, que cruzaba solitario delante de nosotros, y que se perdió enseguida entre la maleza seca de la cuneta.
Ahora comprendo que el sapo y la rana de aquellas noches de verano de hace unos años eran supervivientes de poblaciones que se extinguen sin remedio. Un hongo letal, que tiene el nombre truculento de Batrachochytrium dendrobatidis, está matando desde hace veinte años a los anfibios del mundo. Se venía advirtiendo, igual en las selvas tropicales de América que en las lagunas y los ríos de Europa, que las poblaciones de anfibios son cada vez más reducidas, que el croar de las ranas ya no acompaña al de los grillos en las noches de verano, y que especies enteras están dejando de verse. Se especulaba con la posibilidad de que el calentamiento global y la contaminación estuvieran alterando los delicados procesos respiratorios de estos animales misteriosos, que tienen algo de fósiles vivos y supervivientes de la edad remota en la que las criaturas acuáticas empezaban a aventurarse en la tierra firme. Las ranas, con su panza blanca y su piel húmeda, con sus ojos saltones en los que hay una sugestión de inteligencia humana, con sus extremidades como manos extendidas, han tenido siempre una gran importancia en los cuentos tradicionales, y el prodigio de su metamorfosis, que resume una parte de la evolución de la vida sobre la Tierra, ha inspirado la idea de transformaciones todavía más portentosas. Un sapo feo y rechoncho es en realidad un príncipe, una rana verde y veloz puede convertirse en una bellísima muchacha que surge del agua con el pelo empapado.
De niños nos gustaba observarlas en los acechos de sus cacerías de insectos, en la mímesis perfecta de sus lomos con la vegetación del agua estancada. Las ranas, los sapos, las salamandras, los lagartos, las lagartijas eran parte de nuestros bestiarios de niños rurales. Tener una rana apresada en el hueco de una mano era como sujetar un pájaro: era notar el latido puro y rebelde de la misma vida, pugnando por escapar de un salto para regresar a su elemento.
Quizás esa rana que apareció una noche en aquella piscina, llegada como de ninguna parte, era uno de esos fugitivos que logran salvarse de la gran mortandad de sus semejantes, como quien hubiera huido de una ciudad medieval tomada por la peste. Estaba sola y perdida, y había encontrado de pronto, en su viaje a través de la oscuridad, un paraíso intacto, una superficie lisa y ancha de agua iluminada por la luna. Pero el destino de quien sobrevive solo siempre es melancólico. Alguna noche la oíamos croar echando de menos aquellos coros de ranas de hace tantos años. Una mañana ya no estaba en la piscina., y pensamos que habría continuado su viaje sin destino. Pero la vi muerta, panza arriba, contra el cristal del filtro de la depuradora. El limpiafondos automático la había chupado. Ahora comprendo que aquel percance mínimo fue un episodio más en la gran desgracia planetaria de la extinción de los anfibios.