Estirar la pata
Morir, aparte de ser, un engorroso cambio de residencia, como decía el emperador y filósofo romano Marco Aurelio, constituye uno de esos territorios lingüísticos en los que se circula con extremada cautela. En español disponemos de decenas de palabras que se refieren a la muerte sin nombrarla: fallecimiento, óbito, deceso, desenlace, defunción, tránsito...
Morir, aparte de ser, un engorroso cambio de residencia, como decía el emperador y filósofo romano Marco Aurelio, constituye uno de esos territorios lingüísticos en los que se circula con extremada cautela.
En español disponemos de decenas de palabras que se refieren a la muerte sin nombrarla: fallecimiento, óbito, deceso, desenlace, defunción, tránsito... Y los infinitivos perecer, expirar, finar, sucumbir, fenecer o, de forma más castiza, diñarla, palmarla o espicharla. Y dado que para conjurar los fantasmas no hay nada como el humor, en vez de morir se estira la pata o se entrega la cuchara, y tan a gusto.
No se trata, ni mucho menos, de una peculiaridad local. El antropólogo británico James Frazer, en su libro La rama dorada, cita muchas de las culturas en las que existen tabúes relacionados con la manera de expresar la muerte, e incluso de nombrar a los muertos. Así, pueblos tan alejados como los guajiros colombianos, los mongoles o los tuaregs del Sahara evitan pronunciar el nombre de las personas fallecidas para impedir que la muerte regrese a por más víctimas.
Es singular el caso de los aboríg e n e s australia nos quienes, como muchas tribus indias, ponen a sus hijos nombres de objetos y animales. Así, con el muerto, cuyo nombre no se puede volver a pronunciar, desaparecen palabras de uso común -águila, fuego, árbol, nube- para las que inmediatamente hay que encontrar una nueva denominación, de manera que el idioma cambia constantemente y de forma caprichosa en cada pueblo, tribu, barrio o familia.
Entre los indios navajos se considera una grave descortesía interesarse por la salud de los otros, porque piensan que el mero hecho de mencionarla puede acabar con ella. De modo que, si ve a un navajo, nunca le pregunte qué tal está o cómo se encuentra. Y es que se puede perder la vida de tantas maneras: morir de amor, como en la canción, de hambre, de risa, de frío, de envidia, de un susto, de aburrimiento... Uno puede morir vestido o, como el general Custer en Litle Big Horn, con las botas puestas.
Jesús Marchamalo