Energía nuclear: cambiar de parecer
"Como tantos otros, fui hostil a la energía nuclear, pero la mirada crítica y científica exige someter todas las convicciones a debate", afirma Antonio Muñoz Molina en esta reflexión sobre las alternativas a los combustibles fósiles.
Como tantos otros, fui hostil a la energía nuclear, pero la mirada crítica y científica exige someter todas las convicciones a debate.
La mirada científica no es sólo mirar las cosas como son: es atreverse a pensar que son lo contrario de lo que parecen; de lo que parecen decirnos nuestra razón y nuestros sentidos. Lo sensato es pensar que el Sol da vueltas alrededor de la Tierra, porque eso es lo que nos enseñan nuestros ojos y hasta nuestro idioma (más de cinco siglos después de Copérnico seguimos diciendo que el Sol sale, o que se pone); y nadie llega a aceptar de verdad que la materia sólida, la que aprieta con las manos, la que pisa, la que choca contra su cuerpo, la que lo constituye, está hecha de vacío en un 99,99 por ciento, y el resto, de partículas cuya consistencia espectral obedece a las leyes paradójicas de la mecánica cuántica. La mirada científica no es sólo necesaria para quienes se dedican a la ciencia; también para cualquiera que ejerza racionalmente su ciudadanía, porque no podemos tomar decisiones acertadas si nuestras opiniones se basan en bulos, en lugares comunes y en propaganda, más aún en una época en la que la capacidad de manipulación comercial y política se ha vuelto tan abrumadora. La mirada científica, en el fondo, es una variante de la mirada crítica, y las dos nacieron o rebrotaron en Europa más o menos al mismo tiempo, y se han desarrollado en paralelo, alimentándose la una de la otra, a lo largo de los últimos cuatro siglos.
Como los científicos, también nosotros hemos de someter metódicamente nuestras convicciones al debate abierto y a la prueba experimental. O por lo menos tener una actitud equivalente. Se trata de un empeño difícil, porque es incómodo. Poner en duda lo que hemos pensado a lo largo de mucho tiempo nos desequilibra. Reconocer que lo que considerábamos opinión personal era en realidad un lugar común perezosamente rumiado durante años nos debilita la autoestima, más aún en países que tienden, como España, a la esclerosis ideológica, y en los que se celebra como coherencia lo que muchas veces no es más que empecinamiento cerril en dogmas obsoletos, o ni siquiera eso, sectarismo de saldo, pura pereza mental.
Hablo en primera persona: como mucha gente progresista yo he sido siempre contrario o por lo menos hostil a la energía nuclear. A finales de los años setenta, en San Sebastián, fui testigo de las grandes manifestaciones contra la central de Lemóniz, entonces en construcción, y aunque el uniforme de soldado que vestía entonces no me permitía sumarme a ellas, veía con agrado las chapas y las escarapelas con el dibujo de un sol sonriente, y el letrero "¿Nuclear? No, gracias", repetido en euskera: "Nuklearrik? Ez, Eskerrik Asko". Quizás hubiera debido alarmarme el hecho de que algunos de los que mostraban aquella risueña insignia ecologista simpatizaban al mismo tiempo con el hacha siniestra y la serpiente de los criminales de ETA, y que en nombre de la resistencia a la energía nuclear se cometieran crímenes. Pero de joven uno tiende a ser distraído y a hacer compatible la ignorancia con la certeza, y en cualquier caso, aunque esto no valga de disculpa, yo no estaba más ciego que la totalidad de la izquierda española de esa época, para la cual, triste es recordarlo con vergüenza, el asesinato de un policía o de un guardia civil no significaban demasiado. Muchas veces las peores ortodoxias son las que llamó John Updike las ortodoxias de la disidencia.
Porque me consideraba apasionadamente ecologista yo tenía que estar en contra de la energía nuclear y a favor de las llamadas renovables. ¿Hay algo más hermoso que la fuerza del sol o la del viento, la de la materia orgánica? Un coche que se mueve silenciosamente gracias a una batería eléctrica tiene algo de poesía, de magia. El obsceno espesor negro del petróleo, el humo sofocante de los tubos de escape y de las chimeneas, de algún modo serían borrados gracias a esas fuentes de energía limpia e ilimitada. En cuanto a las gigantescas chimeneas de cemento de las centrales nucleares, ¿quién no prefiere ver en el horizonte una fila grácil de turbinas de viento, molinos futuristas que tienen en la distancia algo de la belleza cervantina de los molinos manchegos?
Un libro de James Lovelock, La venganza de Gaia, sacudió por primera vez mis convicciones. Lovelock es probablemente el mayor de los pensadores científicos de la ecología, el primero que propuso la hipótesis de que la Tierra es un sistema de equilibrio integral entre lo orgánico y lo inorgánico, no un planeta inerte sobre el cual se ha desarrollado la vida. El mayor ecologista es también el partidario más ardiente de la energía nuclear, porque la considera la única alternativa racional e inmediata al desastre tal vez ya irreparable de los combustibles fósiles. Mientras leía a Lovelock llega a mis manos otro libro que refuerza sus posiciones, El ecologista nuclear, de Juan José Gómez Cárdenas, que es físico y novelista, y tiene por lo tanto una capacidad doble para explicar con claridad y entusiasmo las cosas. Dice Gómez Cárdenas que la disyuntiva entre la energía solar y la eólica, y la energía nuclear es absurda: que las necesitamos todas para preservar un mundo habitable. Los dos libros son imprescindibles para alimentar un debate en el que nos estamos jugando literalmente el porvenir, y en el que es tan fácil la repetición de los dogmas.
Antonio Muñoz Molina