¿Por qué las grandes pirámides no tienen textos ni inscripciones?
Para los antiguos egipcios el apelativo por el que se les conocía en vida era su «pasaporte» a la vida eterna. Si tan importante era ¿qué explicación hay para la ausencia de nombres en las pirámides más importantes jamás construidas?
Aquellos que siempre andan a vueltas en busca de posibles incongruencias históricas en relación con la construcción de las grandes pirámides de Egipto y sus cronologías, suelen referir de forma persistente un concepto que es, a su juicio, prueba irrefutable de que estas construcciones no pudieron ser obra de las mentes y las manos de los antiguos pobladores del país del Nilo. Me refiero a la carencia de textos en el interior de las pirámides más grandes, aquellas erigidas durante la dinastía IV, en el Reino Antiguo. Para los antiguos egipcios, tan importante como la perdurabilidad del cuerpo, que debía ser momificado era la permanencia del nombre. El apelativo por el que cada cual era conocido en vida estaba fuertemente imbuido de significancia mágica, pues era la imagen abstracta de la persona y una de las partes más importantes del ser humano. En ausencia de él, los dioses no reconocerían al difunto y no pasaría a disfrutar de su merecida eternidad en los Campos de Iaru, el Edén de los faraones.
Si esto era así, entonces, ¿por qué no existe rastro alguno de inscripciones ni aparece mencionado ningún nombre en ninguna de las cinco pirámides más grandes jamás construidas? La inexistencia de este dato, a priori, parecería contradecir absolutamente todos los principios religiosos, todas las creencias y todas las costumbres de los antiguos egipcios. ¿Qué explicación tiene entonces?

Pirámides en Egipto
La respuesta fácil es catalogar esas cinco pirámides como anteriores a cualquier civilización conocida, adjudicárselas a una civilización superior antediluviana y tirar del carro de la pseudociencia para dictaminar que no tiene lógica alguna. Para muchos, es absurdo pensar que los egipcios comenzaran su paso por la historia escribiendo en el interior de sus pirámides, luego dejaran de hacerlo al alcanzar su máxima expresión arquitectónica, y volvieran a retomar la literatura una vez que las construcciones entran en declive al final del Reino Antiguo. Sin embargo, cualquiera que se acerque a la historia faraónica de este periodo con pormenorizado rigor, descubrirá con asombro que de absurdo no tiene nada. Más bien al contrario, lo más lógico desde el punto de vista religioso y político del Reino Antiguo es que las pirámides de IV dinastía no tengan textos. La razón la podemos encontrar en la Cosmogonía Heliopolitana, en la divinización del rey como el dios halcón Horus en los tiempos predinásticos, y su Osirificación en las primeras dinastías. Después, la paulatina solarización del rey será la causa de su declive. Vamos a tratar de explicarlo.
Horus es uno de los dioses más influyentesde la mitología del antiguo Egipto. Los sacerdotes incluyeron a Horus en la Enéada como el décimo dios de la lista, hijo de Isis y Osiris. Osiris era hijo primogénito de Geb, la tierra y, por tanto, su legítimo heredero. Su hermano pequeño Seth, henchido de envidia y avaricia, acabó por asesinar a su hermano mayor y usurparle trono y reina, a la sazón, su hermana Isis. Esto enfadó mucho a los nueve dioses de la creación, desde los más jóvenes, Isis y Neftis, hasta sus padres, Geb, la tierra, y Nut, el cielo, y sus abuelos, Shu, el aire, y Tefnut, la humedad, y al patriarca de todos ellos, el demiurgo que puso en marcha la creación, el mismísimo Ra, el sol. De este modo, Horus, príncipe heredero de Osiris y justo linaje directo de Ra para ascender al trono mancillado, jugó un gran papel en el mito osiríaco, al vengar la muerte de su padre tras el parricidio cometido por su tío Seth, lo que lo convirtió en el ojito derecho de Ra. Casi literalmente.
Pero hay un lugar muy especial en Egipto, en el Egipto del principio de los tiempos, que está muy ligado a Horus en tanto que heredero del trono de la tierra. Ese lugar se llamaba Nekhen, que los griegos denominaron Hierakónpolis, la ciudad del halcón. Allí surgió la idea de que el rey gobernante era una manifestación de Horus y, después de que el Bajo Egipto y el Alto Egipto fueran unificados bajo el poder de los reyes de Nekhen, esta noción se convirtió en un dogma en todo el estado: el rey vivo era Horus y se convertía en Osiris, el rey del mundo de los muertos, tras su fallecimiento. Tal fue así la cosa que, desde la época anterior a las pirámides, los nombres por los que era reconocido cualquier rey se iniciaban con su nombre de Horus.
Igual que Horus contaba con su lugar de origen y de culto, su padre, el dios Osiris, tenía lo mismo. Abydos era el lugar de descanso eterno de esta divinidad. Tanto es así que en 1898, el arqueólogo Emile Amelineau desenterró una tumba que contenía estatuas del dios y fragmentos cerámicos con inscripciones a Osiris. Amelineau pensó que Osiris fue una figura real. Sin embargo, lo que había desenterrado era la gran tumba del rey Djer, uno de los primeros faraones de la historia de Egipto. El que fuera Horus Djer, ya Osiris Djer en su tumba, y de ahí sus estatuas e inscripciones. Djer y los demás reyes de las primeras dinastías se enterrarían en el área de Osiris. Pero a partir de la dinastía III, los reyes, cuya divinidad ya nadie discutía, comenzaron a ascender la escalera simbólica de la Enéada, para identificarse no con Horus y Orisis, sino con el dios Ra. Así se inicia la solarización del rey. La tumba se traslada cerca de Heliópolis, la ciudad de Ra; las mastabas subterráneas de adobe se transforman en pirámides escalonadas de piedra, y los textos que se localizan en el interior hablan de ritos de transformación que el rey debe llevar a cabo. Lo conocemos como Festival Sed.
El rey deja de ser Osiris, por tanto, para ser directamente Ra. Y a medida que, generación tras generación, eso se consolida en el imaginario colectivo egipcio, los textos que lo acreditan dejan de ser necesarios en una sociedad que acepta un discurso mítico. Con una peculiaridad: Ra es una divinidad que no tiene efigies ni esculturas, ni cuenta con otro nombre que no sea el disco solar en el cielo. Si el rey es Ra, no precisa de imágenes ni de textos que lo acrediten. Motivo por el que no hemos encontrado estatua alguna de la época de Keops que contenga texto alguno, porque no lo necesita. El paso de Zoser, en la dinastía III, a Keops, en la IV, pasando por Huni o Esnefru, supone que los textos que cumplen la función ritual dejan de ser necesarios. Keops es Ra. Chimpún.
Aunque el verdadero chimpún llegará después. Porque Ra no puede morir, y ya no hay ramas más altas en el árbol divino por las que ascender. La propia idea muere de éxito, y la monarquía paga un enorme peaje por mantener la fe a flote. Si muere Keops, si muere Ra, ¿quién gobierna Egipto? Es entonces cuando Ra se hace presente en la nomenclatura de los reyes. Primero dentro del propio nombre, y también en la titulatura, apareciendo el quinto nombre del rey, el de Hijo de Ra. Las pirámides recuperan los textos, porque la literatura funeraria se hará necesaria para justificar, que el antes Horus Fulanito, ya Osiris Fulanito, es también el Hijo de Ra Fulanito.