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La comida que viene. ¿Qué comeremos en el año 2060?

Algunas de las opciones que se barajan son comer insectos, reducir el consumo de animales y crear alimentos a partir de cultivos celulares.

Marzo de 2061. Con motivo de tu cumpleaños decides reunir a la familia para comer en el nuevo restaurante que han abierto en el barrio. “No se cumplen cuarenta años todos los días”, te justificas. “¡Estos pandemials, siempre buscando excusas para reunir a los suyos!”, bromea tu hermana mayor. Todo sale a pedir de boca. No solo porque os sientan en la mesa con mejores vistas, situada justo bajo el huerto vertical, abarrotado de fresas, espinacas, coliflores y otras verduras de temporada. Además, la carta promete. De entrada, dudas entre pedir la ensalada de tomates morados y algas con extra de antioxidantes o el cóctel de insectos crujientes con aguacate. “La carne de ñu negro con emulsión de tubérculos y chía es deliciosa, y completa el aporte diario de omega-3”, te sugiere con acento francés el simpático robot que toma nota. Seguidamente os recomienda dejar hueco para el postre y degustar uno de los cuadros de Picasso comestibles, especialidad de la casa. “Es mejor que lo pidan por adelantado y así se lo servimos recién salido de la impresora 3D, que está muy solicitada”, aclara.

Vaticinar cómo serán nuestras experiencias gastronómicas o con qué llenaremos nuestras despensas dentro de cuarenta años es jugar a adivinos. Aun así, muchos científicos intentan hacer sus propias cábalas. Quieren adelantarse al futuro porque andan preocupados por saber cómo conseguirá alimentarse en 2050 una población que, según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Pesca (FAO), rondará los 9100 millones de personas. Semejante muchedumbre hará que se dispare la demanda de alimentos a escala internacional. En concreto, en solo tres décadas necesitaremos aumentar la producción entre un 30 % y un 70 % si no queremos morir de inanición. Todo un reto para una especie que siempre ha presumido de ser la más inteligente.

El principal problema al que nos enfrentamos es que vivimos en un planeta con recursos limitados. Perpetuar y expandir la agricultura y la ganadería tal y como las conocemos no es una opción, porque su efecto sobre el clima global sería tan grave que dejaríamos el planeta exhausto. La única manera de evitar llegar a un punto de no retorno es que los próximos cambios en la alimentación sean compatibles con el desarrollo sostenible. Con esa idea en mente, son muchos los que miran con buenos ojos a los insectos. Razones no les faltan. Para empezar, estos contienen casi tantas proteínas como la carne y el pescado, pero su producción es mucho más sostenible que la ganadería o la pesca. Además, apenas demandan terreno, agua o energía. A eso hay que sumarle que son tremendamente eficientes a la hora de convertir lo que comen en masa corporal. Para producir la misma cantidad de proteínas, los grillos necesitan seis veces menos alimento que las vacas, cuatro menos que las ovejas y la mitad que los pollos.

Otra ventaja es que los insectos están más que testados a nivel culinario y gustan a muchos. Aunque a nuestra mentalidad occidental le cuesta encajarlo, en el planeta se consumen con cierta regularidad alrededor de 2000 especies distintas de bichos. Los africanos y los asiáticos llevan siglos deleitando su paladar con grillos, saltamontes u hormigas. Incluso con harinas obtenidas a partir de este peculiar ganado de seis patas. Además, los insectos esconden otro as bajo la manga: están cargados de antioxidantes e inhibidores de la enzima responsable de la digestión de la grasa. Y eso implica que comiéndolos matamos varios pájaros de un tiro, porque ponemos contra la pared al colesterol alto, al sobrepeso y a la obesidad.

Pero hay otras teorías. La sostenibilidad es un argumento potente al que se aferran quienes defienden que la solución a nuestros problemas alimentarios actuales pasa por hacernos todos veganos. ¿Tienen algún fundamento o son solo conjeturas? Al formularle la cuestión al paleontólogo Paul Palmqvist, de la Universidad de Málaga, recuerda que en principio “nuestra herencia evolutiva es la de un primate omnívoro, con adaptaciones específicas para un mayor consumo de carne que los grandes simios”. Se refiere a adaptaciones como el acortamiento del tubo digestivo, la capacidad de sintetizar aminoácidos esenciales ausentes en los vegetales o la absorción preferente del hierro ligado a ciertos compuestos de la sangre animal, en lugar de los iones de hierro de los vegetales. De hecho, la mejor fuente de hierro de nuestra dieta no son las espinacas ni las lentejas que tanto insistía nuestra madre en ponernos una vez por semana, sino algunos moluscos como los mejillones y las almejas, o el hígado de ternera. Palmqvist cree que la dieta predominantemente carnívora empezó hace 2,5 millones de años en la sabana africana. Por aquel entonces éramos Homo habilis carroñeros de las presas de los grandes félidos con dientes de sable. “Luego llegaron las innovaciones técnicas (talla achelense y fabricación de bifaces), que permitieron que nos hiciésemos cada vez más cazadores. Era la única manera de atender las demandas crecientes de un cerebro en expansión, que llegó a representar hasta un 25 % del gasto metabólico, frente a un 8 % o menos en los grandes simios”, dice el paleontólogo. Además, la evolución forzó una disminución del intestino delgado y el colon que, según Palmqvist, “limitó aún más las posibilidades de alimentarse solo de vegetales, que con tanta fibra son mucho más difíciles de digerir que la carne”. En condiciones naturales, esta tendencia hacia el consumo carnívoro debería seguir en aumento, “pero la humanidad lleva siglos evolucionando mucho culturalmente –no tanto biológicamente–, por lo que todo es posible, incluso una regresión evolutiva a una dieta más vegetal”, aventura este catedrático de Paleontología.

Esta posibilidad tampoco le parece descabellada a Ole G. Mouritsen, profesor de Gastrofísica e Innovación Culinaria en la Universidad de Copenhague (Dinamarca). Cuando le preguntamos a este experto cómo cree que comeremos en 2061 no titubea: “No nos queda otra que cambiar el sistema alimentario global para consumir más productos de los escalones más bajos de la cadena alimenticia, es decir, plantas, algas y hongos principalmente”. Como mínimo, 500 gramos de frutas, verduras y algas diarios.

Mouritsen tiene los pies en el suelo. Sabe que la transición a semejantes dosis de comida de origen vegetal no va a ser pan comido, porque, en principio, la dieta verde no vuelve locos ni a niños ni a mayores. No es por capricho de gastrónomos, ni siquiera por hábitos adquiridos, sino por una cuestión puramente biológica. A saber: que los humanos hemos evolucionado para sentir especial apetencia por dos sabores, esto es, el dulce y el umami, el quinto sabor, estrechamente ligado a la carne. “Dos millones de años comiendo carne no se borran de un plumazo”, dice Mouritsen en nuestra defensa. Por eso se nos van los ojos detrás de un buen chuletón de ternera gallega, pero no nos suele suceder lo mismo con las acelgas o el brócoli.

El problema del sabor no es baladí. Si por un lado estamos convencidos de que una dieta verde es beneficiosa tanto para nosotros como para el planeta, por el otro, el paladar se resiste. Se genera una lucha interna nada saludable. “Los sentimientos de culpa se pueden cronificar y hacer que aumenten los trastornos de la conducta alimentaria”, reflexiona Mouritsen, quien pone sobre la mesa otro problema: que en una dieta completamente vegana estarían ausentes o escasearían nutrientes esenciales para los seres humanos, como la vitamina B12, la creatina y el selenio.

La buena noticia es que existe una solución aparentemente sencilla a todos estos problemas. Mouritsen la llama umamificación, y consiste en incorporar ingredientes naturales con sabor umami a la comida, obtenidos principalmente de algas, moluscos y crustáceos. Sin olvidarnos de las salsas fermentadas de pescado, como el tradicional garum de los antiguos romanos. “La idea es usar productos de origen animal en pequeñas cantidades y como aliño, en lugar de como plato principal”, aclara. A su entender, es una manera más realista de afrontar el futuro alimentario, porque sazonar con ingredientes ricos en umami pueden hacer que los humanos devoremos con gusto y a diario platos repletos de verdura.

Más allá del aumento de la proporción verde, Mouritsen asegura estar convencido de que “nuestros platos tendrán una pinta muy similar a la actual, porque ni los alimentos impresos en 3D ni los insectos serán tan representativos como muchos pronostican”. La carne artificial tampoco es santo de la devoción de este investigador danés. En su modesta opinión se trata de “un berenjenal, un callejón sin salida en el que no es necesario meterse”. Entre otras cosas porque “implica mucho más procesado de los alimentos, algo de lo que llevamos tiempo huyendo”, argumenta en referencia al movimiento realfooding, ‘comida real’, que prima los ingredientes naturales y reniega de los alimentos procesados y, sobre todo, ultraprocesados.

Natalie Rubio discrepa. Ingeniera química de formación, trabaja en el Grupo de Investigación de Agricultura Celular de la Universidad de Tufts (Massachusetts). Cuando le pedimos que se imagine el futuro, plantea un escenario muy distinto al de Mouritsen. Para empezar, porque no cree que los alimentos de origen animal vayan a estar limitados. “Dentro de cuarenta años también comeremos bastante carne, queso y huevos, solo que producidos mediante agricultura celular, sin necesidad de ganadería”, pronostica la joven investigadora. Rubio no le pone pegas a la comida salida del laboratorio, que a su entender nos permitirá superar las deficiencias de la ganadería sin que el planeta salga perjudicado. Incluso mejorará la experiencia del consumidor, “porque, como es relativamente simple hacer crecer células y proteínas de diferentes especies y con diferentes propiedades, la oferta se ampliará considerablemente”, explica. Hasta ahora la mayor parte de la carne que consumimos procede solo de cuatro especies. Con los cambios que se avecinan, podremos elegir entre “más variedades, texturas, sabores, colores e incluso aromas”.

Para demostrarnos que no desvaría, nos invita a conocer el trabajo de Vow Foods, una empresa australiana que hace de avanzadilla experimentando con carne de canguro y de alpaca –la más sana del mundo, se dice–, ambas procedentes de cultivos celulares. “Creamos carne deliciosa a partir de células, en vez de alimentar y matar animales”, anuncian con orgullo desde Vow Foods. A lo que añaden que “solo se necesitan seis semanas para transformar un puñado de células en la comida final”. La huella medioambiental, por lo tanto, es mínima.

Hasta dónde llegará la tecnología que usa esta empresa está por ver. Está claro que la carne de laboratorio existirá, “como existen ahora los palitos de cangrejo o las salchichas frankfurt, uno de los mayores horrores que uno se puede llevar a la boca”, dice con sorna Alejandro Cifuentes, director del Laboratorio de Alimentómica y de la Plataforma Metabolómica del CEI-UAM+CSIC, en Madrid. Él es de los que piensan que “para decidir lo que comemos o no simplemente deberíamos pensar en lo que había en la despensa de nuestras abuelas y descartar todo lo demás”. Al investigador español le preocupa lo que pasará cuando los 3000 millones de humanos de China y la India empiecen a exigir la parte de proteína que les corresponde. “Sin duda, necesitaremos producir más proteínas de origen vegetal y reducir el consumo de carne roja”, vaticina, apoyando la tesis de Mouritsen. Y de paso nos recuerda que para atender a esta creciente demanda no solo hay que pensar en producir más, sino en redistribuir los alimentos: “Muchos se pierden en el camino: el volumen de food waste –la comida que se tira– es tremendo, y reducirlo a cero es otro de los grandes objetivos”, recalca Cifuentes.

Este profesor de investigación insiste en que más que tecnología alimentaria, lo que el mundo actual necesita son “cambios que hagan desaparecer esa dicotomía esquizoide que hace que, por un lado, haya montones de personas malnutridas y por otro, montones de personas obesas, que, dicho sea de paso, también malcomen”. Hay que tender hacia el equilibrio, hacia una comida sana para nosotros y sana también para el planeta en que vivimos. En esa línea apuntan sus investigaciones. No solo se maneja bien en el ámbito de la nutrigenómica, es decir, el estudio de cómo los ingredientes de los alimentos pueden modificar la actividad de nuestro genoma. También está la nutrigenética, que es la que nos indica “la forma en que nuestra carga genética nos predispone a interaccionar de un modo u otro con los alimentos y que también explica por qué unos somos más gorditos y otros más delgados”, define Cifuentes. Luego tenemos la microbiómica, la ciencia que estudia cómo nos influyen todos esos microorganismos que habitan nuestras tripas.

“En nuestro grupo hemos acuñado un concepto nuevo que ha calado a nivel mundial, el de foodomics–alimentómica, en castellano–, que engloba todas estas disciplinas y técnicas ómicas”, dice Cifuentes. Admite que tienen una tarea titánica por delante: “Estamos muy al principio y es de esperar que avancemos despacio. Si la industria farmacéutica tarda años en estudiar el efecto de un único compuesto, no quiero ni imaginar cuánto tiempo habrá que invertir en estudiar la complejidad de moléculas que componen cada alimento, además de todas las posibles dianas de nuestro cuerpo”, añade.

El asunto es que los alimentos pueden ayudar a reducir enfermedades pandémicas como el alzhéimer, la depresión y el cáncer, como ha demostrado el grupo de Cifuentes. “Imagina la mejora que puede suponer para la salud de toda la población dar unas pautas alimentarias que hagan que enfermedades tan potentes como estas avancen más despacio”, reflexiona. Si de aquí a 2061 somos capaces de consolidar una forma de alimentarnos que mejore la doble S–salud y sostenibilidad medioambiental–, podremos darnos con un canto en los dientes.

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