Leer, esa gran revolución humana
¿Cómo funcionan los procesos cerebrales que intervienen en la lectura? ¿Por qué un mismo libro emociona a algunos y, en cambio, deja a otros completamente indiferentes?
Leer es una de las mayores revoluciones silenciosas de la humanidad. Se trata de un invento cultural reciente que nació hace unos 6000 años, curiosamente en la misma época en la que nació la idea de un dios universal, esa otra gran revolución cultural.
Leer es percibir, sentir y conocer el mundo a través del descifrado de símbolos. Leer ha sido como una verdadera explosión, cuyo efecto ha traspasado fronteras físicas, geografías, lenguas y culturas y –lo que quizá sea lo más sobresaliente– transformado la propia educación del ser humano. Leer es una criatura mental muy joven si se compara con el tiempo transcurrido desde el nacimiento del lenguaje oral, que tuvo lugar hace unos dos millones de años y cuya existencia se remonta hasta hace unos 25-30 millones de años –época de los primates– si tomamos en consideración también el lenguaje emocional, ese lenguaje expresado mediante el cuerpo, las manos, la cara, los sonidos guturales, las vocalizaciones y las onomatopeyas.
Leer es un suceso histórico tan joven, de una progresión tan acelerada y de tan genuina creación humana, que ha necesitado de una nueva y rápida rotulación del cerebro. Posiblemente los seres humanos nunca hubieran aprendido a leer y escribir si las poblaciones humanas se hubieran quedado aisladas en grupos pequeños sin comunicación posible entre ellos y sin que su dependencia o vínculo con otros grupos lejanos hubiera sido necesaria para su supervivencia. La escritura y la lectura debieron nacer, pues, como exigencia ante la intensidad de las relaciones humanas, cada vez más extendidas geográficamente. La lectura debió surgir, de hecho, como una necesidad en la comunicación humana a largas distancias. Una necesidad de implementar la memoria individual o de grupo, con mensajes fieles, objetivos y sólidos a lo largo del tiempo. Leer y escribir ha sido el resultado de una clara presión cultural selectiva que no tiene un programa genético –ocurrido por cambios azarosos en los genes a lo largo del tiempo evolutivo–, sino que es un proceso que utiliza las propiedades plásticas –cambiantes– del encéfalo.
Leer –y, desde luego, leer bien– requiere un laborioso proceso de entrenamiento explícito que cada ser humano debe repetir. Un proceso lento de transformación cerebral que se realiza cada día con el trabajo duro de la atención, el aprendizaje y la memoria, y el chispazo de la curiosidad y la emoción, en busca de un sentido en ese mundo de símbolos que son las letras y las palabras. Con ello, el hombre ha inventado, más allá del lenguaje oral –construido en el cerebro a golpes genéticos lentos y azarosos–, un nuevo y poderoso mecanismo de comunicación y, con este, una capacidad de transformación potente y activa del devenir humano en todo el orbe que ha nacido y florecido bajo un determinante cultural muy rápido, lo que ha cambiado, casi de raíz, a nuestra especie y permitido crear un mundo más abierto y libre, con un impacto nunca antes imaginado en la forma de concebir y transmitir la instrucción –aprender y memorizar– y la educación –valores, normas y hábitos éticos–.
Hay algo que hoy resulta a todas luces evidente: poder aprender a leer se debe a que nuestro cerebro ya posee las principales redes neuronales preexistentes –que son el sustrato del lenguaje oral– y se aprovecha de ellas; aunque, por supuesto, el propio proceso de aprendizaje de la lectura cambia nuestro cerebro. Lenguaje y lectura, aun siendo dos historias diferentes, tanto en su tiempo de aparición como en su origen biológico y significados, están estrechamente entrelazadas entre sí.
Aun cuando la esencia de este artículo gira exclusivamente en torno a la lectura, quisiera hacer algunas consideraciones sobre el lenguaje. Hoy se conoce bastante acerca de las redes neuronales que lo hacen posible, no en vano esta es una historia sustentada por más de un siglo de estudios realizados por neurocirujanos, neurólogos, neuropsicólogos, psicólogos, psiquiatras, neurocientíficos y neurocientíficos cognitivos en pacientes con diversos tipos de lesiones cerebrales. Estudios que, recientemente, han avanzado de un modo considerable gracias a la ayuda de potentes técnicas de análisis, como la resonancia magnética nuclear y la magnetoencefalografía, que han permitido conocer buena parte de los componentes neurales –áreas corticales sensoriales, motoras y de altas funciones cognitivas– que participan en la generación del lenguaje, sea oral o escrito, gestual o de signos.
No es aquí, obviamente, el lugar para su descripción. Sin embargo, pienso que podría ser de interés resaltar, a modo de pinceladas, algunas observaciones diferenciales entre el lenguaje oral y la lectura que, sin duda, serán objeto de estudios detallados en futuras investigaciones científicas. Por ejemplo, el lenguaje tiene una larga historia evolutiva de más de dos millones de años, está genéticamente programado y no requiere de una enseñanza explicita para comprenderlo y hablarlo. Sin embargo, la lectura es un invento cultural reciente que debe ser enseñado de modo explícito y consciente, y a partir de cierta edad en la que el niño ya sea eficiente en el lenguaje oral.
El lenguaje oral depende casi de forma exclusiva de los mecanismos sensoriales de la audición, mientras que la lectura depende de la visión y la audición, y en algunos casos –personas ciegas– del tacto. Por otra parte, el lenguaje oral requiere de los mecanismos neuronales capaces de organizar programas motores que lleven a expresar con el habla –acto motor: contracción coordinada de los músculos de la laringe (cuerdas vocales, lengua y boca)– los pensamientos o sentimientos que responden a lo oído o pensado.
En contraste, la lectura es un proceso mental, no dependiente de la actividad propiamente motora –cuerdas vocales–, aun cuando sí existe una actividad de las áreas motoras en relación con los sonidos mentales que acompañan a la lectura y la escritura y dependiente, posiblemente en mayor medida, de un procesamiento cognitivo –fonológico–. Otra característica diferencial a destacar es que incluso cuando los territorios neuronales que son la base tanto del lenguaje oral como de la lectura –territorios de Wernicke y Broca– son comunes, la disposición funcional temporal de ambos cometidos es diferente. En el caso del lenguaje, ocurre a partir de los tres años de edad, en tanto que para la lectura se desarrolla algo más tarde, a partir de los seis o siete. Todos estos matices diferenciales, por supuesto, deben tener sus propios sustratos neuronales.

Libro y letras volando
El lenguaje emocional es, sin duda, el más primitivo en la evolución biológica. Es un lenguaje que sigue vivo, subsiste, y sigue siendo la base del verdadero funcionamiento del propio lenguaje de las palabras en cualquier lengua hablada del mundo. Y, por supuesto, también en la propia lectura. Las trazas neuronales más profundas de la emoción se han identificado en el cerebro de los mamíferos desde su nacimiento, hace unos 250 millones de años. Es más, el rastro de un neurotransmisor –la dopamina– ha permitido seguir trazando las huellas de la emoción hasta hace 450 millones de años –invertebrados–. Ello quiere decir que el ser humano posee, en relación a la emoción, una larga historia grabada y almacenada en su genoma.
Emoción, en su esencia, quiere decir ‘movimiento hacia afuera’. Es decir, la capacidad conductual de todo ser vivo de luchar, huir o esconderse para mantener su supervivencia y la de su especie, lo que para los animales de naturaleza profundamente gregaria, como es especialmente el caso de los seres humanos, significa también comunicación a través del lenguaje emocional. Pero las emociones también son el medio que permite hacer más sólido todo aquello que se aprende y memoriza. En el ser humano, además, las emociones son un poderoso mecanismo expresado de modo inconsciente a través de las palabras, sean habladas o escritas.
Hoy conocemos bien que la emoción se elabora en esa compleja cocina que es el sistema límbico o cerebro emocional –un pequeño cerebro dentro del cerebro– a partir de los estímulos procedentes del mundo sensorial –de lo que se ve o se toca, por ejemplo– o desde las propias memorias del individuo. Y es desde este sistema límbico que esa información emocional ya elaborada proyecta su significado, a través de sus redes neuronales específicas, a casi todas las áreas del cerebro, lo que incluye las redes neuronales que codifican para las funciones superiores, mentales, cognitivas, del ser humano, es decir, la construcción de las ideas, el pensamiento, el lenguaje y el propio proceso de la lectura. De hecho, las palabras escritas, que a fin de cuentas son objetos sensoriales simbólicos, son procesadas por el cerebro del mismo modo que cualquier otro objeto que vemos, como bien pudiera ser el caso de una naranja, un pájaro, un camión, el color de una jirafa o las hermosas formas de una escultura.
En síntesis, primero la palabra escrita es analizada por el sistema visual –retina, tálamo, corteza visual primaria y secundaria– punto a punto y letra a letra. Después, estas letras reconstruidas a lo largo de este mismo sistema visual son unidas y convertidas en palabras en el área formadora de las palabras (VWFA) y pasan, ya construidas como tales, al sistema límbico –amígdala–, donde adquieren significados emocionales inconscientes acordes a las memorias personales acumuladas por la persona lectora a lo largo de toda su vida. Luego estas palabras, ya coloreadas emocionalmente, pasarían a ser procesadas para su significado conceptual –semántica– en los territorios de Wernicke y Broca –la fonología, el léxico, la semántica ya mencionada y la sintaxis– y en muchas otras áreas cerebrales, hasta pasar al refinamiento de los procesos cognitivos en las áreas de asociación prefrontal, parietal y temporal de la corteza cerebral.
Las palabras escritas, y con ellas las frases y los textos, vienen impregnadas de experiencias emocionales. Primero, las del escritor –con las que describe un paisaje o construye al protagonista de un relato– y, después, las del propio lector, que las hace únicas para él. Esta es la magia de la lectura, que reside en que cada ser humano crea un mundo único e irrepetible a partir de las palabras que lee. Y es que lo que ha expresado el escritor tiene matices y significados diferentes para cada lector por ese colorido emocional inconsciente, personal, único y diferente que cada uno posee en sus memorias y experiencias. El texto escrito es así renovado y evocado de nuevo, de una manera diferente, universal, única por cada lector. Nadie, ningún ser humano en el mundo, extrae de un texto literario lo mismo que otro.
Cada persona –su cerebro emocional– almacena las experiencias vividas por ella a lo largo de toda su vida, que son las que renacen o contrastan cuando lee y con lo que lee. Por ello, un mismo libro es siempre diferente para cada persona, e incluso para una misma persona cuando lo relee algún tiempo después. Y esa diferencia real la crea cada lector. De hecho, cuando alguien escribe un libro, no solo escribe un libro de palabras indeleblemente impresas, sino que escribe miles, pues cada lector reescribirá cada libro que lee y lo hará de nuevo cada vez que lo lea.
Leer con fluidez, con facilidad y sin esfuerzo requiere de un largo proceso de entrenamiento y aprendizaje. Leer con fluidez significa hacerlo rápido, y con precisión. No solo las palabras y las frases, sino el texto global, que incluye prosodia, colorido emocional, metáforas, inferencias, ambigüedades y alcanzar el significado completo del texto que se lee. Lograr la máxima fluidez significa ser capaz de leer y entresacar las esencias inteligentes de un libro de cientos de páginas en un breve fin de semana. Requiere de muchos más considerandos que el simple y coloquial proceso que conocemos como entrenamiento –leer mucho–. Necesita la participación de varios ingredientes cognitivos que van desde la emoción –inconsciente– y el sentimiento –emoción consciente– hasta procesos cognitivos –ejecutivos– altamente complejos, como son la rapidez del cambio en el foco atencional o la atención y memoria ejecutiva a niveles de tan alta eficiencia que, durante esa lectura, apenas aparece el cansancio o la fatiga. Todo esto exige un punto máximo de entrenamiento complejo capaz de convertir casi todo el desarrollo de la lectura en un proceso fundamentalmente automático, inconsciente, como ocurre con la conducción de un coche por un excelente conductor. Y del mismo modo que el conductor solo es consciente de la dirección que lleva, un buen lector solo es consciente del significado de lo que lee. Y es con el hábito de la lectura, el amor y la emoción por ella –lo que involucra múltiples áreas y redes neuronales extendidas casi a todo lo largo y ancho del cerebro– como se alcanza ese máximo de fluidez.
En cualquier caso, debiéramos saber que leer bien o extremadamente bien –extrayendo el significado pleno de lo que se lee– requiere de un aprendizaje que dura toda la vida. Y en ese proceso el cerebro necesita la actividad de otros sustratos neuronales más amplios, distribuidos a lo largo de ambos hemisferios cerebrales, tanto el izquierdo como el derecho.

Cerebro humano
Los vericuetos cerebrales de la lectura
Son tres las regiones principales para formar las palabras y entender su significado.
Pocos imaginan la realidad cerebral que subyace al proceso de la lectura y al propio proceso de aprender a leer, capacidad que recala en las propiedades plásticas del cerebro, lo que significa cambios en las neuronas y sus conexiones. Durante el aprendizaje de la lectura se producen nuevas ramas –dendritas– en las neuronas y, con ello, nuevas conexiones interneurales –sinapsis– que llevan a un recableado de las redes neuronales de determinadas áreas cerebrales que son sustrato de la lectura. Cambios en cuyo fundamento biológico último participa la propia epigenética –acción de moléculas (metilos y acetilos) que, al unirse a ciertos genes, pueden bloquear o activar la acción de estos–. En particular, estos mecanismos plásticos son capaces de transformar redes neuronales que genéticamente venían programadas en el cerebro para realizar funciones como detectar las caras o las formas de los objetos por otras nuevas, dedicadas a procesar las letras y las palabras.
Hoy se conocen muchas de las áreas del cerebro que albergan las redes neuronales cuya actividad permite aprender a leer. Redes o circuitos que incluyen las áreas visuales de la corteza cerebral, áreas del sistema límbico o cerebro emocional –en particular, la amígdala o el hipocampo–, ganglios basales o cerebelo –automatización y hábitos de la lectura– y varias otras áreas corticales de asociación –prefrontales, parietales y temporales–. Estas áreas o redes cambian en su anatomía y fisiología y sus interconexiones a medida que avanza la enseñanza y el aprendizaje de la lectura. Destaco aquí, por su relevancia central, la actividad de tres regiones o áreas principales que se encuentran localizadas en la corteza cerebral, en la parte dorsolateral del hemisferio cerebral izquierdo en la mayoría de las personas que saben leer: el sistema ventral, el sistema dorsal (territorio de Wernicke) y el sistema anterior (territorio de Broca). Estas tres regiones no solo se encuentran presentes en el cerebro desde el nacimiento, sino que las dos principales, los territorios de Wernicke y Broca, están, además, particularmente desarrolladas en la primera infancia, dado que son las regiones anatómicas sustrato del lenguaje oral. Es importante señalar que en el cerebro de un niño que aún no ha aprendido a leer –o el de un adulto iletrado–, tan pronto como comienza el aprendizaje de la lectura se produce una lateralización hemisférica de esta función, con una mayor actividad de estas tres áreas en el hemisferio izquierdo.
1. Sistema ventral y VWFA
En el sistema ventral destaca la ubicación de la VWFA (Visual Word Formation Area, es decir, el área formadora de palabras). Se trata de un área clave en la generación de las palabras a partir del análisis de las letras realizado en las áreas visuales de la corteza occipital. En esas áreas visuales es donde cada palabra leída es analizada letra a letra. Y luego esas letras alcanzan la VWFA, donde se construye con ellas la palabra y su ortografía. La VWFA es considerada como un centro o sistema receptor y distribuidor de una actividad específica –en este caso, la construcción de las palabras–.
Tras ello, las palabras prosiguen su posterior procesamiento en otras áreas cerebrales, donde adquieren significados tanto emocionales como semánticos. Se podría decir que la VWFA sería una estación preléxica en la que se fabrican las palabras y previa, por tanto, al acceso de esas palabras al vocabulario –léxico– y a la adquisición de significados emocionales y conceptuales –semántica–. En resumen, es un área desde la cual, tras su construcción, las palabras pasan a ser procesadas principalmente por el sistema límbico –amígdala, emociones– y los sistemas dorsal –territorio de Wernicke– y anterior –territorio de Broca–.
En lo que respecta a la lectura, la VWFA es el área que más impacto plástico –cambios– tiene, ya que viene genéticamente programada para la detección de las caras y otras formas –sean de seres vivos o cosas–. En las personas que saben leer, muchas de sus neuronas cambian y responden mejor a la visión de una palabra que a cualquier otro estímulo visual.
2. Sistema anterior (territorio de Broca)
A las redes neuronales del territorio de Broca se les asigna, en general, un papel en el procesamiento léxico, semántico, sintáctico y gramatical o propiamente constructivo de la lectura. Destaca su papel tanto en el procesamiento sintáctico de una frase como en su significado (semántica). En un área muy concreta de este territorio, el área 47 de Brodmann, es llamativa, además del significado de las palabras (semántica), la elaboración del léxico (vocabulario) y, asimismo, la participación en el procesamiento fonológico de las palabras. Esa área 47 es considerada multimodal en tanto que también alberga un marcador o índice importante del progreso de la lectura durante su aprendizaje en los niños: se ha podido comprobar que su actividad aumenta de manera paralela a los progresos en la adquisición y la riqueza del vocabulario –léxico y semántica–.
El territorio de Broca, además, en interacción funcional con el territorio de Wernicke, promueve la transformación sensorio-motora codificada de las palabras que serán derivadas a las áreas motoras de la corteza cerebral frontal, en donde ya propiamente se construyen los programas motores, que son eventualmente enviados, a su vez, a las cuerdas vocales –lenguaje articulado– o a los músculos de las manos y los dedos –escritura–. Las funciones que describimos para la lectura no tienen una localización o ubicación anatómica realmente precisa, sino que tales funciones se realizan como producto final de un procesamiento de interacción constante entre las redes neuronales localizadas.
Eso sí, los territorios de Wernicke y Broca están en comunicación bidireccional constante a través de la banda compleja de fibras que constituyen el fascículo arcuato. Son, en definitiva, procesos funcionales fisiológicos cuyo código principal es el tiempo codificado de ese procesamiento y no tanto su localización anatómica.

Libros
3. Sistema dorsal (territorio de Wernicke)
Es en las redes neuronales de este territorio, que incluye las áreas de Brodmann 22 –área propiamente denominada de Wernicke–, 39 y 40, donde las palabras escritas adquieren su componente fonológico, es decir, ese componente de sonido que, sin serlo, se evoca en nuestra mente cada vez que leemos, escribimos o, por su dificultad, intentamos deletrear algo: un sonido sin sonido que podríamos denominar sonido mental o resonancia mental de la palabra.
Todo el mundo ha tenido la experiencia de que, cuando se lee –y sobre todo saboreando despacio lo que se lee o en el caso de un texto difícil o de alto significado para el lector–, se produce, de forma paralela, una repetición percibida como sonoridad silenciosa en nuestra mente de las palabras que hemos leído.
Esta es, curiosamente, una de las pocas regiones cerebrales que, en cualquier persona, se activa tanto al escuchar una palabra hablada –oída, y por tanto involucrando solo al sistema auditivo– como al leer una palabra escrita –involucrando principalmente al sistema visual–. De ahí que se diga acerca de ella que es un área en la que se produce la decodificación grafema-fonema.
Este sistema dorsal –territorio de Wernicke– no solo alberga redes neuronales que participan en la conversión de los aspectos visuales de las palabras y su ortografía en sus formas fonológicas, sino que también participa en la elaboración del significado conceptual de las palabras que han sido formadas –semántica–.
Igualmente, se ha apuntado que estas estructuras o núcleos pueden tener un papel relevante en el aprendizaje de nuevas palabras, particularmente en su procesamiento fonológico. Es por ello por lo que poseen una especial importancia en el aprendizaje de la lectura por parte de los niños.
También es trascendente conocer el proceso de maduración neuronal de las áreas que componen el territorio de Wernicke durante el desarrollo –organización sináptico-neuronal definitiva y mielinización de los axones de las neuronas–, así como su relación con la edad más apropiada en que los niños debieran comenzar a aprender a leer de una forma reglada. Esa edad oscila, en la mayoría de los casos, entre los seis y los siete años. Otra perspectiva importante que podríamos señalar también es que este territorio de Wernicke cuenta con una enorme capacidad plástica en tanto que sus neuronas y circuitos cambian como resultado de tratamientos psicológicos con los que se mejoran e incluso revierten los síntomas de la dislexia más común en los niños –que es, de hecho, un problema principalmente fonológico–.