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Vuelve la E.T. manía

Aunque no existen pruebas fehacientes de que alguna civilización alienígena nos visite o lo haya hecho en el pasado, cada vez son más las personas que se sienten fascinadas por esa posibilidad.

El pasado mes de abril, la Armada de Estados Unidos desclasificó una inquietante información: en los últimos años, algunos pilotos de combate de la Armada habían grabado una serie de encuentros con ciertas aeronaves imposibles.

Entre junio de 2014 y marzo de 2015, varios aviadores del portaaviones USS Theodore Roosevelt se habían topado con ellas mientras sobrevolaban la costa este norteamericana. Diez años antes, les había sucedido algo parecido a sus compañeros del USS Nimitz, pero, en su caso, en la del Pacífico. “Parecía que eran conscientes de nuestra presencia, porque se movían a nuestro alrededor”, declaró al respecto el teniente Danny Accoin en la serie documental Unidentified: Inside America’s UFO Investigation, emitido en el canal Historia. Ahí se mostraron por primera vez dos segmentos de vídeo en los que se ve algo volando frente a los cazas del Roosevelt. “La Armada cataloga tales objetos como fenómenos aéreos no identificados”, indica Joseph Gradisher, portavoz del jefe adjunto de Operaciones Navales. No hace falta decir que para el común de los mortales eso es sinónimo de naves extraterrestres.

Es obvio que este tipo de fenómenos –sean lo que sean– preocupan a las Fuerzas Armadas. Por eso, y según reveló el New York Times hace tres años, el Pentágono comenzó en 2007 un proyecto secreto, denominado Advanced Aerospace Threat Identification Program (AATIP, Programa Avanzado de Identificación de Amenazas Aeroespaciales), “para evaluar con precisión la amenaza extranjera a los sistemas de armas de Estados Unidos”, según reza el texto de la convocatoria de contratación para esta iniciativa, publicada en agosto de 2008. Con un presupuesto de 22 millones de dólares, el AATIP se creó a propuesta de Harry Reid, que por entonces era senador por el estado de Nevada.

El programa se puso bajo el control de la Agencia de Inteligencia de la Defensa (AID) y estuvo funcionando hasta 2012. La citada convocatoria de contratación la ganó la sociedad limitada Bigelow Aerospace Advanced Space Studies (BAASS), subsidiaria de Bigelow Aerospace, una empresa que desde 1999 está desarrollando un modelo de estación espacial comercial inflable a partir de los diseños que hizo la NASA en los años 90. Ambas son propiedad del dueño la cadena de hoteles Budget Suites of America, Robert Bigelow, que está absolutamente convencido de que los extraterrestres nos visitan con regularidad. Resulta llamativo que la sociedad BAASS se creara ocho meses antes de que se firmara el contrato comercial confidencial con Defensa. Lo que no se sabe es si la relación de Bigelow con el senador Reid influyó en este asunto, pues, además de ser buenos amigos, el primero contribuyó a sus campañas de 2004 y 2010.

DOD

Avistamiento OVNIDOD

En el vídeo conocido como Gimbal, grabado en 2015, unos pilotos de combate estadounidenses comentan la peculiar forma en la que se desplaza este artefacto, al que siguen con sus cazas. 

La BAASS contó entre sus asociados con personajes bien conocidos del mundo de la investigación paranormal, como el ingeniero Harold Puthoff, que saltó a la fama en los años 70 por sus investigaciones sobre los poderes psicoquinéticos del ilusionista israelí Uri Geller. Asimismo, se contrató como director de programas a Douglas Kurth, un expiloto de cazas de la Armada que había estado involucrado en los mencionados sucesos del portaaviones Nimitz, y a la organización MUFON, que lleva desde 1969 tratando de demostrar que dispositivos extraterrestres surcan nuestros cielos. Además de investigar avistamientos recientes, Kurth y su equipo buscaron pruebas físicas de los mismos, gracias a los exhaustivos registros de casos que posee la MUFON. Incluso viajaron a Brasil, dispuestos a comprar supuestos restos de ovnis, como los que habría dejado tras de sí la explosión de uno de ellos en el estado de São Paulo, en 1957.

En julio de 2009, la BAASS entregó a la AID el Ten Month Report, un estudio de 494 páginas en el que se incluían distintas recomendaciones. Una de ellas resulta especialmente llamativa: utilizar el rancho Skinwalker –un enclave en Utah donde, según se dice, se producen sucesos paranormales desde hace décadas– como “un posible laboratorio donde estudiar otras inteligencias y posibles fenómenos interdimensionales”. En 1996, el rancho fue adquirido por el National Institute for Discovery Science, una organización fundada y sostenida económicamente por Bigelow.

La BAASS presentó 38 informes relacionados con el programa, que había encargado a diferentes autores. En 2018, el Pentágono hizo públicos sus títulos. La mayoría rozan la ciencia ficción y, así, se centran, por ejemplo, en la antigravedad, el análisis de métodos de propulsión de plasma para naves espaciales, la invisibilidad o el uso de agujeros de gusano para viajar por el espacio.

Pues bien, en 2017, cinco años después de que se cancelara el proyecto, este llegó a los medios. En octubre, dimitió Luis Elizondo, un funcionario de la Oficina del Subsecretario de Defensa para la Inteligencia que había estado relacionado con el AATIP. Según escribió en su carta de renuncia, había “ciertos individuos [que] se oponen firmemente a seguir investigando [los ovnis]”. Además, añadió que también lo hacía porque el Pentágono no se tomaba en serio la posible amenaza que podían representar. Apenas un mes más tarde, Elizondo fue contratado por la compañía To the Stars Academy of Arts and Science, creada ese mismo año por el exguitarrista del grupo Blink-185 –y apasionado de los ovnis– Tom Delonge y el anteriormente mencionado Harold Puthoff. Con un nombre tan peculiar, no es de extrañar que esta empresa se dedique, entre otras cosas, a investigar los objetos voladores no identificados y, como señala Puthoff, “a imaginar una ciencia del siglo XXV en este [el XXI]”.

Con Elizondo en plantilla y los vídeos de la Armada en sus manos, To the Stars Academy produjo la serie Unidentified, donde presenta al ex funcionario de inteligencia como director del programa AATIP –aunque estuvo relacionado con él, el Pentágono ha negado que estuviera al frente del mismo–.

Para añadir más leña al fuego, la compañía declaró en julio de 2019 que tenía en su poder ciertos materiales exóticos cuya “estructura y composición no se parecen a nada, ya sea de aplicación comercial o militar”, provenientes de “vehículos aeroespaciales avanzados de origen desconocido”. Gracias a ello, unos meses después, sus responsables firmaron un contrato de cinco años con el Comando de Desarrollo de Capacidades de Combate del Ejército de Estados Unidos con el encargo de probar ciertas tecnologías, un trabajo donde se abordan conceptos tales como el de reducción de masa inercial, metamateriales mecánicos-estructurales, guías de ondas electromagnéticas de metamateriales, comunicaciones cuánticas y propulsión por energía de pulso.

Ciertamente, el mundo de los ovnis ha vuelto, pero de forma diferente: ya no se trata de informar, sino de hacer negocio. Las revistas de objetos voladores no identificados han dado paso a empresas que aseguran poseer materiales de naves extraterrestres. Lo más llamativo es que esta nueva ufología desmiente los grandes mitos de la anterior. Así, podríamos preguntarnos: ¿por qué el Ejército iba a contratar a una compañía para desarrollar nuevas tecnologías basadas en restos extraterrestres si, como defienden los ufólogos, ya tiene en su poder naves espaciales alienígenas accidentadas, como la del archiconocido caso Roswell de 1947?

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Entre 2017 y 2018, la compañía To The Stars Academy of Arts and Science, cofundada por Tom DeLonge –en la foto–, difundió unas grabaciones de unos objetos voladores no identificados. El Pentágono ha confirmado su autenticidad

El tiempo dirá en qué queda todo esto, aunque lo más probable es que resulte un bluf, como ya ha sucedido anteriormente con otros programas pseudocientíficos del Gobierno estadounidense. Baste recordar el proyecto Stargate de visión remota, la supuesta capacidad de percibir con la mente algo que sucede a gran distancia. Recibió financiación durante tres décadas –en él estuvo involucrado desde el principio nuestro viejo conocido Harold Puthoff– y fue desclasificado en 1995, después de que la CIA dijera que nunca había sido útil. Es muy posible que estas nuevas compañías-ovni sigan el mismo camino que aquellas empresas que se crearon en los años 80 y 90 del siglo pasado y que se dedicaban a ofrecer “asesoría psíquica”, en la esfera de los negocios, o a buscar aplicaciones prácticas de ideas llegadas de lo paranormal.

Una cosa hay que tener en mente. El fenómeno de los objetos voladores no identificados, pese a ser global, se localiza principalmente en Estados Unidos. Es allí donde surgen las tendencias –no en vano, nació en ese país– y de donde nos llegan los principales elementos del mito: la primera nave estrellada, los primeros contactos con humanoides, las primeras relaciones sexuales con alienígenas...

Los extraterrestres están presentes en la vida de los ciudadanos y las autoridades estadounidenses. A lo largo del siglo XX, su ejército ha mantenido con ellos una peculiar historia de amor y odio. Cuando se desató la ovnimanía, a finales de los 40, la Fuerza Aérea lanzó el proyecto Sign para, según revela un memorando desclasificado de la CIA, “recopilar, cotejar, evaluar y distribuir dentro del Gobierno toda la información relacionada con los avistamientos de ovnis, bajo la premisa de que podrían ser reales y preocupantes para la seguridad nacional”. A este estudio le siguieron las iniciativas Grudge, de 1949, y Libro Azul, que se desarrolló entre 1952 y 1970. Ninguna de ellas aportó un resultado significativo. Como dijo el secretario de la Fuerza Aérea Robert C. Seamans Jr. en un informe en el que anunciaba el final del último de esos trabajos, “ya no puede justificarse ni por razones de seguridad nacional ni por interés de la ciencia”.

El temor a que detrás de todo ello haya algo real –sea lo que sea– es lo que ha llevado a algunos Gobiernos a investigarlo. En mayo de 2019, el Washington Post informó que la Armada norteamericana estaba desarrollando protocolos de actuación para que sus pilotos sepan cómo registrar y comunicar estos fenómenos. Es algo de lo que también se ha tomado nota en Japón. Su ministro de Defensa anunció a principios del pasado mes de mayo que en el país del sol naciente se iban a tomar medidas similares para adiestrar a los pilotos de sus fuerzas de autodefensa.

¿Quiere decir esto que los Gobiernos temen una invasión extraterrestre? Evidentemente, no. Ni siquiera significa que crean que haya alienígenas pululando por ahí, por mucho que se empeñen los ufólogos. En todo este asunto, las malinterpretaciones con sucesos puramente mundanos son el pan nuestro de cada día. Lo que realmente se pretende es enseñar a los militares lo que deben hacer cuando se topen con situaciones como las del Nimitz o el Roosevelt, ante las que no tienen ninguna experiencia previa. “Durante una misión, ya sea en tiempo de paz o en guerra, si un piloto o un soldado no puede identificar un objeto tiene un serio problema. ¿Cómo debería reaccionar si no sabe si es neutral, amigo o una amenaza?”, señala Iain Bold, profesor de Ingeniería Aeroespacial y asesor de la Fuerza Aérea

La presencia de los extraterrestres en la cultura estadounidense trasciende los anaqueles de las librerías o los despachos. También los encontramos en el mundo de la ciencia. La inmensa mayoría de la comunidad científica rechaza que estemos siendo visitados por naves alienígenas. “Si realmente estuvieran entre nosotros, hay que decir que son unos huéspedes estupendos, porque nunca hacen nada —indica el astrónomo Seth Shostak, que forma parte del Instituto SETI—. Lo único a lo que parecen dedicarse es a zumbar por aquí y por allá. Ni siquiera tratan de apoderarse de nuestro molibdeno”, señala. Los E.T. hicieron su aparición en la ciencia en 1960, cuando un joven radioastrónomo llamado Frank Drake decidió usar un radiotelescopio para tratar de captar posibles emisiones de civilizaciones ajenas a nuestro planeta. Así nació el programa SETI, la búsqueda de inteligencias extraterrestres.

Resulta curioso percatarse de que la popularidad de esta iniciativa ha ido bastante emparejada con la de los ovnis. En la década de 1970, por ejemplo, había en marcha 28 proyectos de escucha en Estados Unidos. Mientras tanto, en la Unión Soviética, los científicos no hablaban simplemente de búsqueda, sino de comunicación con extraterrestres. En 1971, en plena Guerra Fría, se organizó un congreso conjunto entre científicos estadounidenses y soviéticos en el observatorio armenio de Byurakan para discutir el tema.

Todo esto coincidió con los años de hegemonía de los ovnis en los medios de comunicación, con la aparición de los grandes casos de la ufología, como el de Roswell, y el aumento en el número de supuestas abducciones. A mediados de los 90, el interés en el SETI empezó a declinar, justo después de que viviese su gran momento: el 12 de octubre de 1992 la NASA puso en marcha su propio SETI, con financiación del Congreso: el High Resolution Microwave Survey (HMRS). Pero no duró ni un año. Un grupo de senadores liderados por Richard H. Bryan no vio con buenos ojos que se invirtiera el dinero de los contribuyentes “en la caza de marcianos”, mientras había problemas más terrenales, y consiguió cancelar el proyecto. El caso es que con los no identificados sucedió algo parecido: después de que en 1995 se airease la célebre y fraudulenta autopsia de un E.T., que hizo correr ríos de tinta, la estrella de la ufología empezó a declinar.

NRAO / T.JARRETT / B.SAXTON / AUI / NSF

Ráfagas de radioNRAO / T.JARRETT / B.SAXTON / AUI / NSF

Para algunos científicos, las superenergéticas ráfagas rápidas de radio que de vez en cuando detectan los radiotelescopios, cuyo origen se desconoce –en esta imagen, una recreación–, quizá revelen la existencia de los E.T.

El lanzamiento del HMRS logró que empezaran a escucharse las voces de los científicos que se mostraban contrarios al SETI. Ernst Mayr, uno de los más destacados biólogos evolutivos del siglo pasado, criticó que el proyecto de la NASA estuviera dominado por físicos e ingenieros, que realmente sabían muy poco de su objeto de estudio, la vida. Por su parte, el físico Alan H. Cromer, publicó en 1993 el libro Uncommon Sense, en el que decía que el SETI venía a ser algo así como “la versión de la era espacial de hablar con Dios”, y lo comparaba con la búsqueda del monstruo del lago Ness.

No obstante, la iniciativa continuó gracias a esfuerzos privados. El citado Instituto SETI, una organización fundada en 1984, recogió los restos del programa de la NASA, pero tuvo que enfrentarse a una época de vacas flacas en los últimos compases del siglo pasado. Uno de sus rostros más visibles y carismáticos, la radioastrónoma Jill Tarter –en la que se basó Carl Sagan para dar forma a la protagonista de su novela Contact, de 1985–, dedicaba casi todo su tiempo a buscar financiación. Poco a poco, los programas de escucha se fueron cancelando y el SETI entró en sus años más oscuros.

Con la segunda década del siglo XXI, las cosas cambiaron y el mundo de los alienígenas y los ovnis ha vuelto a resurgir en documentales, series de ficción, películas... Hasta en los museos de ciencia se han multiplicado las exposiciones relacionadas con la vida lejos de la Tierra. ¿Vuelve la extraterrestremanía? Eso parece.

Para entender este cambio, debemos retroceder a mediados de los años 90, cuando la NASA se enfrentaba a un importante recorte presupuestario. En 1994, el administrador de la Agencia, Daniel Goldin, tenía que lidiar con una reducción de 15000 millones de dólares en un lustro. Fue el momento del bueno, bonito y barato de la exploración espacial. El desastre se cernía sobre todos los centros de la NASA, pero había un campo, en particular, donde las cosas pintaban peor: las ciencias de la vida. Los pocos recursos disponibles se iban a dedicar a misiones específicas y las cuestiones relacionadas con la biología tenían poco futuro.

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La astrónoma Jill Tarter, en la que se inspira el personaje que encarna Jodie Foster en el film Contact (1997), sostiene que una civilización extraterrestre avanzada habría dejado en el cosmos huellas tecnológicas posibles de captar.

Pero entonces, Lynn Harper, directora de la Advanced Life Support Division del Centro de Investigación Ames de la agencia espacial estadounidense, presentó un nuevo enfoque multidisciplinar que permitiría a esta institución dedicarse a un único tema: la vida en el cosmos. Su estrategia funcionó. Acababa de nacer la astrobiología, que fue definida en el Plan Estratégico de la NASA de 1996 como “el estudio del universo vivo”. Un doble golpe de suerte iba a afianzar este nuevo campo: en octubre de 1995, se descubrió el primer planeta extrasolar en órbita alrededor de una estrella normal distinta al Sol; y en agosto de 1996, la NASA dio una rueda de prensa para decir que se habían encontrado pruebas de la existencia de vida microscópica en el planeta rojo en el pasado. Hablamos del célebre meteorito de origen marciano ALH 84001, que fue encontrado en la Antártida en 1984 por una expedición del Instituto Smithsoniano. El dinero volvió a fluir.

La comunidad científica empezó a ver con buenos ojos lo que hasta entonces se habían considerado veleidades intelectuales de unos pocos, y el escepticismo de antaño acabó convirtiéndose en un explosivo optimismo. El número de artículos científicos publicados que abordaba este asunto se multiplicó, al igual que las detecciones de planetas extrasolares, algunos muy parecidos a la Tierra y situados en las zonas habitables de sus sistemas, y hasta los más escépticos comenzaron a admitir que podría haber otras formas de vida en el universo, al menos a nivel microbiano.

El caldo de cultivo para el renacimiento del SETI estaba ahí, pero esto tomó definitivamente forma de la mano de Yuri Milner, un físico ruso multimillonario. En 2016, este aportó 100 millones de dólares para relanzar la búsqueda de inteligencias extraterrestres, especialmente a través de la iniciativa Breakthrough Listen. En la presentación del proyecto, que fue anunciado en la sede de una de las sociedades científicas más prestigiosas del mundo, la Royal Society de Londres, Milner estaba flanqueado por Frank Drake, Geoff Marcy –uno de los cazadores de exoplanetas más prestigiosos del mundo–, el astrónomo real británico Martin Rees y la productora de televisión y viuda de Carl Sagan, Ann Druyan. Durante el acto, se leyó una elocuente carta de apoyo firmada por diversas personalidades de la ciencia y la cultura, entre ellas los premios Nobel de Física Kip Thorne y Steven Weinberg, entre muchos otros.

El SETI ha vuelto al campo de juego, y poco a poco ha ido ganándose el apoyo de un creciente número de científicos. El último ha sido Anthony Beasley, director del Observatorio Nacional de Radioastronomía estadounidense. “Ha llegado la hora de que salga de la sombra y se integre adecuadamente en todas las demás áreas de la astronomía”, ha indicado recientemente. En una entrevista que cita la BBC, Martin Rees va aún más allá. En ella reclama que los Gobiernos deberían considerar apoyar financieramente el SETI, aunque sea modestamente. “El gran colisionador de hadrones (LHC), por ejemplo, es un proyecto internacional multimillonario, y aún no ha logrado su objetivo de encontrar partículas subatómicas más allá de la teoría actual de la física”, señala. Rees sostiene que preferiría defender el caso del SETI que el de un acelerador de partículas como el LHC, porque, según él recalca, “a pesar de las pocas probabilidades de éxito, vale la pena; en ello hay mucho en juego”.

¿A qué se debe este renovado interés por el SETI? Según el astrónomo Andrew Siemion, que dirige el Centro de Investigación SETI en la Universidad de California, en Berkeley (EE. UU.), lo que ha persuadido a muchos investigadores es el continuo descubrimiento de exoplanetas. De hecho, a finales de 2019 se anunció que el mencionado programa Breakthrough Listen iba a empezar a colaborar con científicos del Transiting Exoplanet Survey Satellite (TESS), un telescopio espacial diseñado para buscar mundos situados en otros sistemas solares.

La idea es que, además de ayudar a definir mejor las estrellas en las que se centra el proyecto Breakthrough Listen, el TESS podría tratar de localizar la pista de civilizaciones muy avanzadas, capaces de construir estructuras artificiales de tamaño planetario. Por ello, Tarter ha planteado que quizá es el momento de cambiar el nombre al SETI y que, en vez de simples señales, se hable de búsqueda de tecnofirmas. El caso es que, justo ahora, también ha variado la forma en que los militares de Estados Unidos se refieren a los ovnis, que han pasado a llamarse fenómenos aéreos no identificados.

Pese a todo, este SETI actual no es muy diferente del de hace 50 años. En él aún encontramos muchos físicos e ingenieros y una clamorosa ausencia de biólogos. Además, lo que les motiva es lo mismo que movía a sus fundadores, y que podría definirse como un sentimiento cuasirreligioso. La propia Jill Tarter confesó en la última reunión de la Sociedad Astronómica Estadounidense, celebrada en Hawái en enero de 2020, que, de alguna manera, lo que posiblemente estén buscando es una versión mejorada de nosotros mismos, y que un mensaje del cielo podría incluir los planos para un dispositivo que proporcionase energía barata y ayudara a aliviar la pobreza.

No es algo nuevo. Ya en 1971, en el discurso de inauguración de la primera conferencia internacional sobre comunicación con civilizaciones extraterrestres, que se celebró en la Armenia soviética, Carl Sagan recordó que cualquier sociedad que contactara con nosotros sería superior y más sabia, pues llevaría existiendo más tiempo, y que gracias a ello resolveríamos muchos de nuestros problemas. Por eso, es pertinente recordar lo que en aquella misma reunión sostuvo el historiador de la Universidad de Chicago William McNeill: “En las discusiones de estos días, he observado lo que podría denominarse una religión científica. Pero no lo digo en sentido condenatorio. Fe, esperanza y confianza han sido siempre factores muy importantes en la vida humana, y no es un error asirse a ellas y continuar con esa fe”. Pues bien, esa fe continúa intacta.

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OumuamuaiStock

Abraham Loeb, director del Instituto de Teoría y Computación del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian, sospecha que el asteroide interestelar Oumuamua -arriba- podría ser un objeto de origen artificial.

¿Por qué no captamos señales de ellos?

La respuesta evidente sería “porque no nos llegan”, pero los defensores de la iniciativa SETI tienen otra explicación: tal vez no las estemos entendiendo. Esta es la opinión de Alexander Bloshenko, director ejecutivo de Programas y Ciencia a Largo Plazo de Roskosmos, la agencia espacial rusa. “Es posible que algunas señales basadas en principios no clásicos, incomprensibles para nosotros, estén llegando a la Tierra”, asegura Bloshenko.

En este mismo sentido, los neuropsicólogos Gabriel de la Torre y Manuel García Sedeño, de la Universidad de Cádiz, publicaron en 2018 un artículo en el que sostenían que cuando pensamos en otros seres inteligentes tendemos a verlos desde nuestro tamiz perceptivo y de consciencia; sin embargo, estamos limitados por nuestra propia visión del mundo. Según estos científicos, podemos tener una especie de ceguera por falta de atención ante los alienígenas. Esto es, estamos tan pendientes de buscar el tipo de señal que esperamos encontrar que somos incapaces de ver las reales.

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