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Inquietos por naturaleza

En el reino animal somos los mejores maratonianos. Antropólogos y biólogos debaten desde hace tiempo el papel que correr largas distancias ha tenido en la evolución humana.

Como si de un buldócer se tratara, un incesante y molesto pitido se abre paso a través del delicado universo de los sueños en el que te encuentras.

Tira de ti con todas sus fuerzas, hacia el mundo real, destrozándolo todo a su paso. Te resistes. Pero acabas por abrir un ojo. Tardas unos segundos más en darte cuenta de que es la alarma del móvil. Son las 6:00 horas de la mañana y recuerdas que, la pasada noche, te pareció buena idea levantarte un poco antes para salir a correr. Dudas. Te enrollas un poco más en las sábanas y reflexionas: “Pero si todavía es de noche”. Aun así, la alarma ha ganado. Estás despierto. Te lavas la cara, te pones las zapatillas y sales de casa mientras el cielo empieza a clarear.

No estás solo; por el camino te cruzas con muchas personas que, con más o menos gadgets encima, más o menos preparadas, se dedican a lo mismo que tú: correr antes atender sus quehaceres cotidianos, cada mañana, como un ritual. Los motivos que los impulsan son de lo más variopinto, pero ¿y si te dijéramos que puede que estén escritos en los genes? ¿Y si te contáramos que la culpa de que te hayas levantado de noche para salir a correr la tienen nuestros ancestros?

Es lo que cree un conjunto de investigadores estadounidenses. A lo largo de la evolución, el género Homo desarrolló una dependencia de la actividad física que lo condena a moverse si quiere sobrevivir. Una hipótesis que explicaría por qué, a diferencia de lo que ocurre con nuestros primos, los grandes simios, el sedentarismo en humanos está en el origen de un sinfín de enfermedades.

No hace falta viajar hasta África ni Asia para comprobar que  gorilas, chimpancés, bonobos y orangutanes son relativamente vagos. En cualquier zoológico del mundo, el patrón de comportamiento de los ejemplares suele ser distendido y sin grandes aspavientos. En la naturaleza tampoco es que se muevan demasiado. Datos recogidos por Herman Pontzer, profesor de Antropología Evolutiva de la Universidad Duke (EE. UU.), indican que los chimpancés trepan a diario, de media, unos míseros cien metros, el equivalente calórico a caminar un kilometro y medio. Las cifras son similares para los orangutanes y, aunque nadie haya estudiado todavía este parámetro en los gorilas, Pontzer cree que el valor será incluso inferior, ya que solo suelen trepar a los árboles para dormir.

Intrigado por esa falta de actividad física, el científico decidió medir en 2016 la tasa metabólica y composición corporal de los grandes simios del Lincoln Park Zoo de Chicago, en colaboración con el experto Steve Ross. “Los resultados fueron sorprendentes —afirma Pontzer en un artículo reciente—. Incluso en cautividad, los gorilas y los orangutanes tenían una media de entre el 14 % y el 23 % de grasa corporal; y los chimpancés, menos del 10 %, a la par que un atleta olímpico”.

Nuestros primos lejanos no padecen enfermedades metabólicas ni cardiovasculares como resultado de su aparente falta de actividad física. Ni sus arterias se endurecen ni sus corazones dejan de funcionar de forma correcta. Huelga decir qué le ocurre al ser humano en una situación similar. Con el sedentarismo –y como tal entendemos caminar menos de 5000 pasos, unos cuatro kilómetros al día, según un estudio de 2004 de la Universidad del Estado de Arizona (EE. UU.)– por las nubes, en España se diagnostican 386 000 casos anuales de diabetes de tipo 2, la enfermedad metabólica más común a nivel mundial. Y casi un 28,5 % del total de muertes que se producen al año se deben a enfermedades cardiovasculares; 120 859 españoles solo en 2018, según un informe del Instituto Nacional de Estadística (INE) publicado en enero de este año. Dolencias que guardan una gran relación con la falta de ejercicio.

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Los neandertales eran más velocistas que corredores de larga distancia, según un estudio de 2018 de la Universidad de Bournemouth (Inglaterra).

En algún momento a lo largo de la evolución, después de que nuestra rama se separara de los actuales grandes simios, algo ocurrió que nos hizo depender más del ejercicio físico para que nuestros cuerpos funcionaran adecuadamente. Cómo llegamos a este punto concreto es un tema bastante controvertido.

En 2004, en un artículo considerado un referente en este campo de la investigación, Daniel Lieberman y Dennis Bramble, de las universidades estadounidenses de Harvard y Utah, respectivamente, argumentaron que esta necesidad proviene de que el género Homo evolucionó como corredor de fondo para cazar presas persiguiéndolas hasta el agotamiento, en una época en la que no disponíamos aún de herramientas ni, mucho menos, de armas para capturar y matar a los animales.

En el artículo, Lieberman y Bramble explicaban que este tipo de caza aprovecha dos factores: en primer lugar, que los humanos son capaces de correr largas distancias a velocidades que requieren que los mamíferos cuadrúpedos galopen; y, en segundo, que los animales, mientras corren, no pueden enfriarse porque son incapaces de jadear, mientras que los humanos cuentan con la capacidad de sudar. De esta forma, si se acosa durante largos periodos de tiempo a las presas, estas terminarán sobrecalentándose y es muy probable que al final deban detenerse para bajar su temperatura corporal, momento que los cazadores aprovecharán para capturarlas.

La idea de que podamos perseguir a un impala hasta matarlo de un golpe de calor es curiosa, pero no todos los científicos creen que la hipótesis expuesta por Lieberman y Bramble tenga validez científica. Para Emiliano Bruner, experto del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana de Burgos, no contamos con suficientes fósiles —ni siquiera con bastantes especies de homínidos— que analizar, así que basar nuestra necesidad de ejercitarnos en las teorías anteriores no pasa de ser una especulación. “En ciencia se suele proceder negando posibilidades, más que confirmándolas —nos explica Bruner. Y añade—: El caso de la hipótesis del hombre corredor ni siquiera alcanza evidencias suficientes para ser valorada. Porque se sustenta en unos pocos huesos, de media docena de individuos, algunas especies apenas con un ejemplar. Es una muestra muy pobre, que estadísticamente no permite avalar ninguna idea. Cualquier afirmación sobre este asunto no es ni hipótesis ni conclusión, sino opinión personal”.

En la misma línea se mantiene Santos Alonso, investigador de la Universidad del País Vasco. “A mi entender —expresa Alonso de forma tajante— la relación entre tener un cuerpo adaptado a las carreras de fondo y necesitar hacer ejercicio físico para mantenerse sano es falsa. Todos precisamos ejercitarnos para mantenernos sanos, pero no se debe a nuestra adaptación a las carreras de fondo. Desde entonces ha llovido mucho. Parece obvio que no hace falta ser un fondista para estar sano. Ser agricultor, que lo somos desde el Neolítico, hace unos 10 000 años, ha sido un trabajo duro también. Se suda igual y no hace falta correr. Hay una relación entre hacer ejercicio y estar sano, incluso a nivel mental, pero ligarlo específicamente al endurance running es otra cosa distinta”.

Haya tenido impacto o no en la evolución del género Homo, lo cierto es que, por muy increíble que suene, cazar animales hasta que estos colapsan acalorados no solo es posible, sino bastante eficaz. En la actualidad, los hadzas, un pueblo de cazadores-recolectores del norte de Tanzania, siguen obteniendo presas usando este método. Además, según datos recogidos por David Raichlen, de la Facultad de Antropología de la Universidad de Arizona (EE. UU.), y Brian Wood, de la Universidad de California en Los Ángeles, sus niveles de actividad física son increíblemente elevados. Aunque no estén cazando, caminan una media de 14 km al día para buscar comida y visitar a sus vecinos —tienen una intensa y rica vida social—.

“En ecología y evolución, la dieta marca el destino”, explica Pontzer en un artículo reciente en el que apunta que el cambio de una dieta vegetariana a una omnívora, que incluye la carne, pudo ser lo que marcó la diferencia para nuestros ancestros. “El alimento que consumen los animales da forma a sus intestinos y dientes, pero también a su fisiología y forma de vida —continúa—. La hierba no corre y se esconde. Comer alimentos que son difíciles de encontrar o capturar significa más viajes y, a menudo, más sofisticación cognitiva”. Una hipótesis apoyada por estudios realizados por Raichlen, que defiende lo siguiente: “Nuestra fisiología evolucionó para responder a esos aumentos en los niveles de actividad física, y esas adaptaciones fisiológicas van desde los huesos y los músculos hasta, aparentemente, el cerebro”.

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La búsqueda de alimento es un comportamiento cognitivo increíblemente complejo - explica Raichlen-. Y añade: "Te mueves por un paisaje, usas la memoria no solo para saber adónde ir, sino también para navegar hacia atrás, estar atento a lo que te rodea... Realizas varias tareas a la vez porque estás tomando decisiones mientras prestas atención al medioambiente, mientras monitoreas tus sistemas motores sobre terrenos complicados. Poner en marcha todo eso en conjunto supone un esfuerzo multitarea muy complejo”.

Raichlen llega a afirmar que alguien que no esté suficientemente involucrado en este tipo de actividad aeróbica, que siempre representa un desafío cognitivo, puede buscar ahí el origen de lo que a menudo consideramos envejecimiento cerebral normal. La simple falta de ejercicio implicaría habilidades cognitivas disminuidas, especialmente en edades más avanzadas.

Tanto es así que, según experimentos realizados por Raichlen en colaboración con el fisiólogo Gene Alexander, el cerebro evolucionó para recompensar el ejercicio físico prolongado liberando endocannabinoides que nos inundan de placer cuando lo practicamos —ese subidón que tan bien conocen los aficionados a practicar deporte—. Además, el ejercicio promueve la neurogénesis y el crecimiento y renovación de las células cerebrales. Prueba de ello son los resultados publicados por ambos científicos en el año 2017, que indican que los encéfalos de los corredores parecen estar más conectados que los de aquellos que no lo son.

El madrileño Arturo Casado, varias veces campeón de España de los 1500 metros lisos, doctor en Ciencias del Deporte y, en la actualidad, profesor e investigador de la Universidad de Isabel I de Castilla (Burgos), ha estudiado las bases del rendimiento de los atletas de Kenia, los mejores fondistas del mundo. En sintonía con los investigadores estadounidenses, no duda en afirmar que estamos dotados genéticamente para la carrera a pie de larga distancia. “El Homo sapiens es el único ser vivo que hoy está capacitado para la carrera de resistencia o carrera de larga distancia”, nos cuenta el exatleta, que menciona todas las características estructurales que diferencian al ser humano del resto de los animales y que apoyan esta hipótesis. “Tenemos piernas con largos tendones que cumplen una función parecida a la de un muelle, al unir las fibras musculares insertadas en la pierna con los huesos de los pies —el ejemplo más importante es el tendón de Aquiles—. Esta estructura provee a los seres humanos de un nivel mayor de eficiencia energética durante la carrera. Los hace más económicos. Por otro lado, el arco plantar del pie podría también representar una adaptación para el endurance running, un muelle que devuelve un 20 % de la energía generada en la fase de apoyo de la carrera”, destaca Casado.

Asimismo, enumera otras características distintivas del ser humano en comparación con el resto de primates y mamíferos cuadrúpedos: “La capacidad de respirar por la boca; unas piernas largas y amplia zancada; pies relativamente pequeños y dedo gordo del pie también bastante corto; la disposición de fibras musculares lentas; el aumento del tamaño del músculo glúteo mayor; modificaciones estructurales de las caderas y de los hombros que permiten movimientos de contrabalanceo que generan, a su vez, transiciones más económicas entre las zancadas de la carrera...”. Por último, “el desarrollo de glándulas sudoríparas y un reducido volumen de vello corporal, en un cuerpo que se dispone de forma vertical, permite que no nos sobrecalentemos por el contacto de los rayos del sol sobre una mayor superficie corporal y por el calor que desprende el suelo que pisamos”.

Más cauto, Alonso nos recuerda que, aunque a día de hoy podamos correr maratones, “la evolución nunca es dirigida, no prevé, no planea de antemano, simplemente sucede”. Y el cómo y por qué habrá sucedido es aún una incógnita. Como explica Bruner, “¿corremos porque nuestro cuerpo nos facilita el hacerlo o hemos evolucionado para que a nuestro organismo le resulte más fácil correr? No hay forma, en los fósiles, de resolver la cuestión del huevo o la gallina”. Lo que sí queda claro es que hay que moverse. Como detalla Pontzer, “aunque hace tiempo que sabemos que el ejercicio es bueno para nosotros, solo estamos empezando a entender las muchas maneras en que nuestra fisiología se ha adaptado a la forma de vida físicamente activa”.

Estudios llevados a cabo en su mayoría en la última década demuestran que el ejercicio de fondo reduce la inflamación crónica; disminuye los niveles basales de las hormonas esteroides, lo que explica la menor incidencia de cánceres reproductivos en quienes practican ejercicio regularmente; merma el estrés y la sensibilidad a la insulina, mecanismo que se encuentra detrás de la diabetes de tipo 2; mejora el sistema inmune, y ayuda a acumular glucosa en forma de glucógeno muscular en vez de grasa.

Datos recogidos entre los hazdas indican —en contra de lo que podía esperarse— que la actividad física ni siquiera afecta al gasto energético. Los cazadores-recolectores, aun moviéndose muchísimo más que nosotros, queman el mismo número de calorías al día. En cambio, lo que se ve afectado es el modo en que el cuerpo almacena y consume energía. El ejercicio implica a todos los sistemas orgánicos, hasta el nivel celular. “Desconocemos su alcance fisiológico, pero es probable que esté implicado en cómo se coordinan tareas vitales”, concluye Pontzer.

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El cerebro adelgaza al correr grandes distancias

Casi 4500 km en 64 días –de Italia a Noruega– fue lo que duró la carrera Trans Europe Foot Race de 2009. El hombre que la ganó, el alemán Rainer Koch, tardó 378 horas y 12 minutos en completarla. En la competición femenina se impuso la japonesa Takako Furuyama, con 529 horas y 6 minutos. Por el camino, ambos dejaron muchas células neuronales. Sí, has leído bien: cuando el ejercicio se nos va de las manos, el cerebro sufre.

Esta carrera contó con 44 participantes que fueron seguidos de cerca por científicos del Hospital Universitario de Ulm (Alemania). Los resultados, que se hicieron públicos en 2016, desvelan que, debido al esfuerzo, el cerebro adelgaza hasta un 6,1 %. Aunque las lesiones no son a largo plazo, los participantes del ultramaratón tardaron de media ocho meses en recuperar la masa encefálica habitual. Las pérdidas se dieron mayormente en las zonas vinculadas a la visión, por lo que los científicos especulan que se debieron a la monotonía de pasar tantos días mirando siempre al frente.

Talonar, palabra de runner

Consiste en que, cuando corres, golpeas el suelo con el talón en lugar de con las puntas de los pies. Y, según muchos estudios, suele ser el origen de múltiples lesiones. Daniel Lieberman, en su laboratorio de la Universidad de Harvard, realizó diversos estudios biomecánicos que indican que nuestro cuerpo está diseñado para correr apoyando primero las puntas de los pies, y que las zapatillas de deporte inducen el efecto contrario. Gracias a sus investigaciones, más que una moda, la corriente que aboga por correr descalzo dispone de cada vez más modelos de zapatillas minimalistas –como el de la foto de arriba–, que protegen el pie sin condicionar la forma en la que corremos.

18 beneficios de la actividad física para la salud

La Organización Mundial de la Salud (OMS) señala que los adultos, a partir de los dieciocho años y hasta los 64 aproximadamente, deberían dedicar un mínimo de 150 minutos semanales a la actividad física aeróbica, si es de intensidad moderada, que debería realizarse en sesiones de 10 minutos de duración como mínimo; si dicha actividad es vigorosa, podemos reducirla hasta los 75 minutos en total. Hacer deporte ayuda a disfrutar de una mejor salud física y mental.

  • Cerebro. Reduce el estrés y la ansiedad. Previene el deterioro cognitivo. Aumenta la autoestima.
  • Músculos. Incrementa la masa y la resistencia musculares.
  • Pulmones. Aumenta la fuerza y resistencia de los músculos respiratorios. Se aprovecha mejor todo el oxígeno.
  • Sistema inmunológico. El ejercicio físico moderado refuerza las defensas.
  • Corazón. Disminuye el riesgo cardiaco. Reduce la presión arterial. Corrige los niveles de colesterol.
  • Sistema digestivo. Reduce el sobrepeso. Favorece la motilidad intestinal y, por tanto, la digestión.
  • Huesos. Se incrementa la densidad ósea. Previene la osteoporosis.
  • Y también...

- Reduce la incidencia de diabetes.
- Disminuye el riesgo de sufrir un accidente cerebrovascular.
- Produce hormonas del bienestar.
- Mejora la flexibilidad, lo que ayuda a evitar lesiones.

La paradoja del ejercicio

Regresemos al inicio de este reportaje: “Como si de un buldócer se tratara, un incesante y molesto pitido se abre paso a través del delicado mundo de los sueños en el que te encuentras [...], pero esta vez, en lugar de levantarte, apagas la alarma y duermes una hora más.

No te sientas mal. Acabas de caer víctima de la paradoja del ejercicio. Según explica el investigador Daniel Lieberman en el más citado de sus artículos, Is Exercise Really Medicine? An Evolutionary Perspective, publicado en 2015, la mayoría de las personas evitan el ejercicio a pesar de que la actividad física es vital para la salud. Pero ¿por qué nos cuesta tanto movernos? Lieberman argumenta que, aunque estamos adaptados para ser maratonianos en la búsqueda de alimento, no podemos olvidar que la selección natural actúa solo sobre el éxito reproductivo. Descansar siempre que no estamos corriendo puede que haya sido muy relevante. De hecho, el periodo actual es quizá el primero de la historia en el que podemos elegir estar físicamente inactivos. Hace unos miles de años, el movimiento era obligado y el descanso sagrado.

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