Líos de familia
Nuestros ancestros, denisovanos y neandertales copulaban entre ellos y tenían vástagos fértiles. Este descubrimiento –basado en las técnicas de análisis del ADN antiguo– ha llevado a algunos expertos a sostener que no se trataba de tres especies distintas, sino de una sola con rasgos muy diferenciados.
Gracias a las nuevas técnicas de análisis de ADN antiguo sabemos que tanto denisovanos como neandertales tuvieron descendencia fértil con nuestros antepasados, los humanos anatómicamente modernos.
También se reprodujeron entre ellos, como ha demostrado el estudio genético de los restos de Denny –un solo fragmento óseo–, una adolescente que vivió hace unos 90.000 años en las cuevas de Denisova (Siberia, Rusia), hija de madre neandertal y padre denisovano. Cuando poblaciones de esos diversos miembros del género Homo se hallaban cerca, era común que hubiera contactos sexuales de los que surgían híbridos. Grupos que habían evolucionado largo tiempo por separado –neandertales y denisovanos divergieron hace como mínimo 400.000 años, por ejemplo– podían tener vástagos fértiles que transmitían sus genes a sucesivas generaciones. Sabido esto, surge una duda: ¿estos tres tipos de antiguos humanos pertenecieron a distintas especies o podían englobarse en una sola de rasgos muy variados?
En el núcleo de esta cuestión se encuentra el concepto de especie y su dimensión biológica. Dicha noción proviene de los filósofos griegos. Para ellos, las especies eran entidades inmutables y eternas, destinadas a una existencia ilimitada. No cabe duda de que esta es una idea que surge en nuestro intelecto de forma intuitiva. Cuando observamos el mundo animal y vegetal nos resulta evidente que hay individuos más parecidos entre ellos de lo que lo son con respecto a otros. Pero para que tengan validez científica, las especies deben ser consideradas unidades reales que existen en la naturaleza y no simples abstracciones morfológicas.
El primer paso en ese proceso lo dio el naturalista sueco Carlos Linneo (1707-1778), que agrupaba ejemplares que compartían un carácter o un conjunto de caracteres muy amplio y general. Con ese punto de partida, Linneo fue formando grupos menores dentro de aquellos, con individuos que, además del primer carácter general, compartían otros menores o subordinados. Así fue estableciendo grupos progresivamente menores, hasta llegar a la ultima categoría: la especie, que no admitía más divisiones jerárquicas. Esta metodología de ir de lo más general a lo más concreto permitió al científico escandinavo hacer el primer intento de organización del mundo natural. Denominó alrededor de 4.400 especies, en lo que supuso un formidable esfuerzo integrador.
Desde entonces, los biólogos han descubierto infinidad de especies que demuestran que la vida no se ajusta a una descripción simple, porque hay demasiados claroscuros y zonas intermedias. Cualquier intento organizativo en un sistema jerárquico necesitará de una definición formal de especie, a ser posible lo más extensa y precisa. El propio Charles Darwin fue consciente de este problema. Para él no resultaba posible solucionarlo, o no del todo. A este respecto, en el segundo capítulo de El origen de las especies (1859) escribió: “Considero el término especie como dado arbitrariamente, por razón de conveniencia, a un grupo de individuos muy semejantes entre sí”. En ese libro sugiere que las especies cambian con el tiempo por la evolución. Al no poseer una esencia fija, no debe preocuparnos demasiado su definición.
Darwin fue criticado por tal ambigüedad, principalmente por el biólogo evolutivo alemán Ernst Mayr (1904-2005), uno de los fundadores del moderno darwinismo. Mayr se ocupó de encontrar una definición de especie desde la perspectiva de las comunidades biológicas integradas en su medio. A tal fin, en 1942 definió el concepto biológico de especie como el conjunto de poblaciones que real y potencialmente pueden reproducirse entre sí, y que están genéticamente aisladas de otros grupos similares. Este aislamiento genético se produce porque existe un previo aislamiento reproductivo entre grupos distintos, que no pueden tener descendencia, o que si la tienen producen especímenes estériles.
En el sistema de Mayr, el aislamiento reproductivo resulta básico, pues constituye un mecanismo protector contra la ruptura de un genoma adaptado a un medioambiente concreto. Su propuesta fue muy bien acogida por zoólogos y ecólogos por basarse en la dinámica de las poblaciones y su integridad biológica, y no en meras teorías. Pero la idea de aislamiento reproductivo genera incertidumbres en la práctica. Por ejemplo, a veces se desconoce si individuos que viven en distintas regiones son de la misma especie, porque se ignora si les sería posible entrecruzarse exitosamente si tuvieran la ocasión. Por otro lado, la propuesta de Mayr no se puede aplicar a la mayoría de los organismos, incluidos aquellos con reproducción asexual (como es el caso de numerosas bacterias, plantas y hongos) y los que están extinguidos.

Homo sapiens y neandertal
Esta comparativa de un Homo sapiens primitivo (izquierda) y un neandertal se basa en reconstrucciones faciales hechas a partir de fósiles encontrados en Europa. No éramos tan distintos.
Precisamente los seres desaparecidos son la materia de trabajo de los paleontólogos, a los que no les ha quedado más remedio que agrupar los fósiles en función de su semejanza física. Han seguido las mismas normas que sus colegas zoólogos, un reglamento internacional de nomenclatura que rige desde 1855. Además, desde 1947 existe una comisión internacional que edita el Código Internacional de Nomenclatura Zoológica (CINZ), un texto fundamental de referencia donde se aplican unas reglas y recomendaciones que todo estudioso de la vida en el pasado debe consultar cuando va a establecer formalmente una especie nueva. Por tanto, los paleontólogos no han clasificado los fósiles a su aire, sino siguiendo los procedimientos de otros especialistas.
Sin embargo, cuando hablamos de nuestra propia evolución el nivel de exigencia es mucho mayor que con cualquier otro organismo. Los paleoantropólogos también han definido especies humanas extintas, y se les ha exigido una concisión desconocida en otros ámbitos paleontológicos. Se les ha criticado por su incapacidad para llegar a un acuerdo sobre los antiguos grupos humanos que estudian. Ha habido vivas polémicas entre paleoantropólogos desglosadores (splitters en inglés), que ven muchas especies distintas entre los fósiles de homininos, y agrupadores (o lumpers), que ven pocas. Los primeros justifican su postura alegando que hubo una gran diversidad de seres humanos en el pasado y que muy pocos homininos se han fosilizado; no alcanzamos a vislumbrar la verdadera abundancia de nuestros ancestros. Los agrupadores tienen una actitud más conservadora, y piensan en la alta variabilidad individual de los humanos. Unas diferencias que podrían haber sido incluso mayores que las de hoy en día, sin que por ello tengamos que considerar muchas especies distintas.
A este respecto, el paleogenetista Carles Lalueza-Fox, investigador del Instituto de Biología Evolutiva del CSIC y la Universidad Pompeu Fabra, comenta que “no podemos esperar que los paleontólogos se pongan de acuerdo sobre la definición de las especies a partir de los restos fósiles. En parte no es culpa suya; ya Darwin describía que la separación de dos linajes en un proceso de especiación era algo gradual, y es lógico pensar que cuando no ha transcurrido mucho tiempo de esta separación, si los dos linajes vuelven a encontrarse es posible que todavía puedan hibridarse. Por tanto, dónde establezcamos nosotros el punto de diferenciación es hasta cierto punto arbitrario”.
La reciente capacidad de secuenciar el ADN de humanos extinguidos ha abierto una nueva perspectiva en el estudio de nuestros orígenes. Paleogenetistas como Svante Pääbo, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig (Alemania), sostuvieron que no se podía hacer una investigación del todo rigurosa a partir de la morfología de los huesos. Son los genes contenidos en ellos los que revelan más información evolutiva. Pääbo creyó que la secuenciación del ADN acabaría con la incertidumbre sobre las especies fósiles humanas. Armados con resultados paleogenéticos y cálculos estadísticos, los científicos podrían saber si un grupo antiguo había sustituido a otro, se había mezclado con él o se había transformado.

Científica con cráneo
Pero las cosas no han sido tan sencillas. "Los datos genéticos responden algunas preguntas, pero generan muchas más”, nos dice el genetista David Reich, que dirige el laboratorio que lleva su nombre en la Escuela de Medicina de Harvard (EE. UU.). Encontramos un ejemplo de esto en los neandertales. En las últimas cuatro décadas, los paleoantropólogos han recopilado numerosos caracteres anatómicos que han indicado que constituyeron una especie con entidad propia, denominada Homo neanderthalensis. Pero tal distinción se basa en aspectos morfológicos y no en la definición biológica formal de Mayr.
Hasta los modernos métodos de secuenciación del genoma de fósiles de homininos, no hubo forma de saber si estos protagonizaron hibridaciones exitosas con otras poblaciones. Ahora sabemos que se cruzaron con los humanos modernos (Homo sapiens) y que tuvieron descendencia fértil, por lo que tal vez deberíamos considerarlos un subgrupo de nuestro linaje: Homo sapiens neanderthalensis.
Pero también lo hicieron con los denisovanos (y no sabemos si con algún otro grupo por descubrir). Estamos ante una trama compleja de relaciones. Con todo, las diferencias anatómicas siguen siendo notables. Los neandertales conservaron a lo largo del tiempo sus características definitorias. Tanto es así que cualquier paleoantropólogo competente puede identificar un espécimen a partir de solo un fragmento de mandíbula con dientes. Hay, pues, un dilema entre la morfología y la definición biológica de especie de Mayr.
¿Puede la genética establecer especies fósiles como humanas y descartar otras que no lo son? Esto dice Reich: “No es la tarea de un genetista determinar qué es una especie y qué no. Se trata de un trabajo para ecólogos y paleontólogos. Aunque las pruebas genéticas de que los humanos modernos, los neandertales y los denisovanos se cruzaron dan argumentos a quienes piensan que no eran especies distintas”. Esta forma de abordar el asunto va ganando adeptos, como demuestra un hecho: desde que los paleoantropólogos conocieron la existencia de los cruces entre neandertales y humanos modernos, es infrecuente ver en una publicación científica la denominación formal Homo neanderthalensis. Los especialistas prefieren emplear el sustantivo neandertal, menos comprometido y que carece de referencias taxonómicas (la taxonomía es la ciencia que se ocupa de la clasificación formal de los organismos vivos y fósiles). No obstante, concebir a los neandertales como un pueblo extinguido del viejo continente europeo sigue siendo útil.
“Por mi parte, creo que es operativo pensar en los neandertales como un linaje diferenciado del de los humanos modernos, lo llamemos como lo llamemos”, afirma Lalueza-Fox. Algo está claro: la hibridación fue común. No sabemos si tales encuentros sexuales fueron consentidos o no, lo que no ha impedido a los medios publicar loas sobre el mestizaje y el encuentro amable con el diferente. También surge la incógnita de si este intercambio genético ha sido beneficioso para nuestra especie. ¿Pueden quebrarse tan fácilmente los aislamientos reproductivos o, por el contrario, nuestro genoma posee algún mecanismo para evitar su ruptura, como sostiene la hipótesis de Mayr?
El equipo de Reich descubrió un rasgo llamativo de los hombres no africanos: en su cromosoma X (el que determina el sexo, junto con el cromosoma Y) y en sus genes activos en los testículos apenas hay ADN neandertal, que por contra sí se halla en el resto de su material genético. Esta pauta se ha vinculado en animales con la llamada infertilidad híbrida, que se da cuando los descendientes del macho de una subespecie y de una hembra de otra distinta son poco fértiles o estériles. En los machos híbridos poco fértiles, los genes responsables de esta baja fecundidad se muestran muy activos y causan problemas en el tejido reproductor. Como un semen de baja calidad implica una descendencia pobre, la selección natural va eliminando a los varones con esta disfunción. Por eso, los genes de las células germinales de los testículos de un euroasiático o un norteamericano actual tienen menos ascendencia neandertal en promedio que los genes de otros tejidos.
En resumen, en las hibridaciones hubo rasgos neandertales que permanecieron, porque favorecían la supervivencia; y otros que desaparecieron, ya que su efecto era el contrario. Como declaró Reich, “parece que cuando nuestros ancestros se encontraron y se mezclaron con los neandertales, las dos especies estaban al borde de la incompatibilidad biológica”. Lógico, si pensamos que una y otra se separaron hace al menos medio millón de años (aunque hay algunos investigadores que afirman que la divergencia ocurrió hace alrededor de 800.000 años).
También se ha descubierto que nuestra herencia neandertal nos hace susceptibles a padecer dolencias como la diabetes de tipo 2, la enfermedad de Crohn o el lupus eritematoso. Pero también ha habido selección positiva: “Existen genes de origen neandertal implicados en el metabolismo, la inmunidad y los ritmos circadianos que con toda probabilidad nos ayudaron a adaptarnos antes a las condiciones medioambientales a las que esa especie llevaba medio millón de años adaptada”, indica Lalueza-Fox. ¿Y qué pasa con los genes purgados por su aportación negativa? “En este caso se estudia en qué regiones del genoma faltan fragmentos neandertales y qué implica esto. Dichas ausencias podrían ayudarnos a definirnos como una especie humana distinta a las del pasado. Para esta tarea, tan importante es conocer lo que hemos heredado de los neandertales como lo que no”, dice este experto.
Así, la esencia de lo que somos vendría marcada por un delicado equilibrio entre la herencia de nuestros antepasados arcaicos y las innovaciones genéticas que nos definen y hacen de nosotros la única especie humana. Nuestra mente tiende a identificarse con el entorno y la vida que lo puebla. Esta visión antropomórfica se magnifica cuando pensamos en nuestros desaparecidos congéneres que vivieron cerca de nosotros y tuvieron nuestra misma urgencia por sobrevivir. Tal vez por eso nos apasiona tanto la paleoantropología, porque deseamos ver en los humanos extinguidos la sombra de nuestra propia naturaleza.

ADN
Genes que se desvanecen con el tiempo
Pese a la robustez de los esqueletos que pertenecieron a varones neandertales, la hibridación de estos con hembras de nuestra especie produjo hombres poco fértiles. La herencia híbrida fue bajando en la mayoría de nuestros genes. Hay mucho más legado neandertal en el ADN basura de nuestro genoma, con pocas funciones biológicas. En 2016, el Laboratorio Reich de Harvard publicó el genoma completo de más de 50 euroasiáticos que vivieron en los últimos 45.000 años. Su conclusión: la ascendencia neandertal había caído con el tiempo del 6 % inicial al 3 %, para llegar al 2 % de hoy. El pasado enero, investigadores de la Universidad de Princeton sorprendieron al anunciar que habían encontrado ADN neandertal en africanos modernos. Los neandertales no pisaron África, así que esto implica que algunos H. sapiens que salieron de este continente se mezclaron y que sus descendientes volvieron.
Denisovanos: ¿especie o no?
El paleoantropólogo madrileño José María Bermúdez de Castro ha escrito que los denisovanos son considerados de facto como una especie humana más. Pero según dice en ese mismo texto, esto no puede ser admitido de modo formal por los científicos, porque supone incumplir las normas establecidas en el Código Internacional de Nomenclatura Zoológica (CINZ). Este no contempla el establecimiento de una nueva especie fósil a partir solo de la secuenciación de ADN, y de ahí su afirmación.
Pero lo cierto es que los denisovanos ya tienen un nombre en la literatura científica, y es gracias al arqueólogo ruso Anatoly P. Derevianko, uno de los implicados en el descubrimiento de este nuevo hominino en la cueva siberiana de Denisova. La secuenciación del genoma de los fragmentos óseos allí encontrados llevó en 2010 a considerar a estos seres como un subgrupo de nuestra propia especie, con el nombre de Homo sapiens altaiensis. Al año siguiente, Derevianko asignó a los denisovanos una especie propia: Homo altaiensis. Desde entonces, algunos antropólogos rusos han justificado la existencia de esta basándose en pequeños detalles en las cúspides de los dos dientes adultos que se conservan de estos humanos extintos, y han mantenido acalorados debates con los genetistas del Instituto Max Planck y de Harvard. Los datos genéticos indican que los denisovanos fueron primos de los neandertales. Los especialistas escépticos argumentan que si no se puede tener la certeza de que los neandertales son una especie, cabe decir lo mismo de los denisovanos.