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Los ofendiditos de la ciencia

Hay palabras, teorías o tendencias que no se pueden usar en el ámbito científico o académico porque ofenden. Y cuando eso ocurre, se impone la censura, y la ciencia deja de ser libre para no molestar a determinados colectivos, poderes fácticos o individuos.

A finales de los 80, la corrección política invadió la sociedad. Promovía el uso de un lenguaje más sensible hacia grupos marginados con el fin de reparar injusticias históricas, pero hoy se ha ido demasiado lejos.
Uno de los terrenos donde más se ha extendido el imperio de lo correcto es la educación. Si en 2007 la Comisión Británica para la Igualdad Racial lanzó una iniciativa para impedir la venta de Tintín en el Congo por tratarse de un cómic que contenía estereotipos racistas, en 2018 se prohibió la lectura en las escuelas de varios estados de Norteamérica de Las aventuras de Huckleberry Finn (Mark Twain) y de Matar a un ruiseñor (Harper Lee), dos obras maestras de la literatura estadounidense. ¿La razón? Porque los personajes racistas de esas novelas usan lenguaje racista, y en opinión de los responsables educativos hay que evitar que “los estudiantes se sientan humillados o marginados por el uso de insultos raciales”. La decisión fue aplaudida por la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color.
El arte tampoco se ha salvado de estos aires de ofendidismo. En 2014, la instalación de Tony Matelli Sleepwalker, que representa de forma realista a un hombre andando como un sonámbulo en calzoncillos y que formaba parte de una exposición al aire libre del Museo Davis del Wellesley College (Massachusetts), indignó a parte del alumnado. Algunas estudiantes pidieron retirarla y trasladarla al interior del museo mediante una campaña en Change.org, “porque puede provocar recuerdos de agresión sexual”.
El ofendidismo sacude a la población estudiantil norteamericana. Algunas facultades de humanidades incluyen en las listas de libros recomendados advertencias como esta: “El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald (¡Atención!: suicidio, abuso doméstico y violencia gráfica)”. Muchos alumnos se niegan a leer textos que les provoquen inquietud emocional y en el lenguaje universitario abundan términos como microagresiones y advertencias de contenido (hay términos o temas que no se pueden tocar en clase). Incluso se habilitan espacios seguros, unas habitaciones especiales donde el estudiante puede recobrar la calma cuando algo le ha estresado emocionalmente. El de la Universidad Brown (Rhode Island) ofrece música relajante, galletas, juegos de plastilina y vídeos de cachorros juguetones.
Para asegurar un ambiente emocionalmente estable, la comunidad estudiantil llega a inmiscuirse en la sacrosanta libertad de cátedra. A un profesor de Harvard, un alumno le pidió que no usara la palabra violar en contextos como ‘este comportamiento viola la ley’, porque el término podría desencadenar angustia en la clase. La periodista Ruth Sherlock refería en 2015 otro caso similar: “Mientras la profesora de Derecho preparaba una clase de acoso sexual, en el correo electrónico encontró una extraña petición de sus alumnos: ¿podría garantizar que el contenido no se incluiría en el examen de fin de curso? Les preocupaba que pudiera haber víctimas de agresión sexual entre sus compañeros de clase que pudieran traumatizarse si se enfrentaban a una pregunta de esa materia en el examen”.
Como suele suceder, los ofendiditos –allí se los llama snowflakes (copos de nieve)– han cruzado el Atlántico. En Gran Bretaña, la Universidad de Oxford tuvo que cancelar un debate sobre el aborto porque los manifestantes se opusieron al hecho de que los dos ponentes fueran hombres; y en la de Glasgow algunos libros de teología muestran advertencias de contenido, ya que pueden encontrar imágenes de la crucifixión que hieran su sensibilidad.
En 2014 el consejo de estudiantes del University College de Londres expulsó al Nietzsche Club de la universidad porque los filósofos sobre los que propuso unas sesiones de estudio –Nietzsche, Heidegger y Evola– eran “racistas de ultraderecha, sexistas, antiinmigrantes, homofóbicos, antimarxistas, antiobreros y habían tenido conexiones, directas o indirectas, con el fascismo italiano y el nazismo alemán”. En 2017, la Universidad de Oxford difundió entre sus miembros un pormenorizado listado de microagresiones. Entre otras cosas, se consideraba una forma de racismo sutil no mirar a los ojos de la persona con la que estás hablando. Pronto se alzaron voces de protesta, debida a que tal norma ofendía a los autistas, ya que a muchos de ellos les cuesta un mundo mirar a los ojos de su interlocutor. La universidad tuvo que pedir perdón a los autistas.

Un estudio del economista australiano Paul Fritjers que probaba que había racismo en el transporte público de Brisban ofendió a sus responsables. Estos lograron que fuera degradado de su cargo.

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El ofendidismo no ha surgido de la nada; se ha estado cociendo durante muchos años en los claustros universitarios. Dice la experta en educación de la Universidad de Kent Joanna Williams en su libro Academic Freedom in an Age of Conformity (Libertad académica en la era del conformismo) que “los profesores universitarios, en lugar de enseñar a los estudiantes a mantener una solidez intelectual capaz de desafiar y debatir diferentes puntos de vista, les han enseñado que las palabras pueden infligir violencia y opresión, y deben ser censuradas”. Entre quienes se han alzado en contra de esta censura está el biólogo Richard Dawkins, que tuiteó: “La facultad no es un espacio seguro. Si eso es lo que necesitas, vete a casa, abraza a tu peluche y chúpate el pulgar hasta que estés listo para la universidad”.
Podríamos pensar que si hay un nicho donde el ofendidismo no tiene cabida es la ciencia. Craso error. La imagen de una ciencia aséptica que discute racionalmente todos los temas es un espejismo, sobre todo si se trata de sexo. En 2004, Yorghos Apostolopoulos, investigador de salud pública de la Universidad Emory de Atlanta, decidió estudiar el oscuro mundo de las zonas de descanso de camiones en Estados Unidos para buscar lo que llevaba a los camioneros a la depresión, el abuso de drogas y el sexo sin protección. Durante años entrevistó a prostitutas, chaperos, camellos, empleados de carga y descarga, y a los propios conductores, y les tomaron muestras de sangre y otras variables.
El trabajo, financiado por los Institutos Nacionales de la Salud norteamericanos, fue blanco de la ira de grupos de presión conservadores como la Coalición por los Valores Tradicionales. Su directora, Andrea Lafferty, declaró: “¿Qué justificación puede tener investigar las prácticas sexuales de prostitutas que dan servicio a camioneros?”. La sexualidad humana es tabú, y este trabajo y otros, como estudiar a los inmigrantes hispanos que viven a miles de kilómetros de sus mujeres, a los adolescentes que ven porno en internet o a las tailandesas y vietnamitas de los burdeles de San Francisco, es ciencia ofensiva. También molestan los activistas de FEMEN cuando protestan por el acoso sexual en las aulas universitarias.
Pero el ataque más furibundo lo sufrió en 2002 el libro Harmful to Minors: The Perils of Protecting Children From Sex (Nocivo para menores. Los riesgos de proteger a los chicos del sexo), de la periodista Judith Levine. En él se discutía la pedofilia, las relaciones consentidas entre adolescentes y adultos, el sexo adolescente... Nadie quiso publicarlo hasta que la Universidad de Minnesota se atrevió. Evangelistas y católicos conservadores intentaron impedir su salida al mercado, pues, según ellos, justificaba el abuso infantil y la violación por decir que la sexualidad es un asunto privado, ante el que solo caben el respeto, la información y la libertad.
Levine señalaba estudios científicos que demostraban que no todos los niños que habían sufrido abusos sexuales quedaban traumatizados para siempre, que había posibilidades de superación y resiliencia; y que obviamente, algunas experiencias son más terribles que otras: no es lo mismo ser violado por un padre que ver a un exhibicionista en el parque. Pero hablar sobre la capacidad humana para superar experiencias terribles se convirtió en motivo de persecución y ofendidismo. En marzo de 1999, la locutora de radio Laura Schlessinger criticó el estudio diciendo que era ciencia basura, que sus conclusiones eran contrarias a la sabiduría convencional y que nunca debería haberse publicado. O sea, que si una investigación científica concluye algo en contra de lo establecido o normal debe ser suprimida. Y así fue. La Asociación Psicológica Norteamericana negó las conclusiones del estudio por ser contrarias a la política de la propia asociación. Algo asombroso, pues el artículo había aparecido en una de sus revistas tras pasar los controles científicos habituales.
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El 12 de julio de 1999 el Congreso estadounidense dio un paso histórico al condenar y censurar por unanimidad una publicación científica sobre el abuso sexual en niños, realizado por Bruce Rind y sus colegas, porque los congresistas estaban en desacuerdo con los resultados y creían que podían tener un efecto negativo en los habitantes del país. En 2005, se publicó en la revista Scientific Review of Mental Health Practice una revisión del estudio: “Nuestros resultados y los resultados del metaanálisis de Rind pueden interpretarse como un mensaje lleno de esperanza y positivo para los niños”.
Décadas antes, Alfred Kinsey, autor de dos aclamados estudios sobre conducta sexual en 1948 y 1953, fue atacado por la derecha y los cristianos fundamentalistas, adalides de la moralidad, que lo tildaron de bisexual, sadomasoquista y pedófilo. Lo mismo sucedió con el humanista laico y sexólogo de la Universidad Estatal de Nueva York Vern Bullough, que fue acusado de pedófilo por formar parte del comité editor de una revista sobre pedofilia. Y es que cuando uno se siente ofendido, el ataque personal es más efectivo que la crítica científica, algo que ha subido de tono en los últimos años.
En agosto de 2017 la revista PLOS ONE publicó un artículo que provocó una incendiaria respuesta del colectivo transgénero –término que se aplica a aquellas personas que se identifican y desean pertenecer al género opuesto pero aún no se han sometido a un proceso de reasignación de sexo–. Lisa Littman, profesora de Salud Pública de la Universidad Brown, dio a conocer los resultados de un primer estudio descriptivo sobre disforia de género basado en 256 encuestas a padres que tenían un hijo adolescente transgénero.
Littman reclutó a esos progenitores en webs donde relataban sus vivencias al enfrentarse a lo que ella bautizó como disforia de género repentina, o sea, que, sin dar muestras de ella en la infancia, aparece de repente en la adolescencia. La experta sugería que podría ser  una vía de escape ante otro tipo de problema emocional, pues al 62,5% de los jóvenes se les diagnosticó algún trastorno psiquiátrico antes de anunciar que eran trans. Para Littman era una proporción muy alta que sugería una “población clínica problemática”. También vio que el 83% de los entrevistados con disforia de género repentina habían nacido mujer y que más del 33 % pertenecía a un grupo de amigos donde “el 50% o más habían comenzado a identificarse como transgénero en un periodo de tiempo similar”. Según Littman esto era más de setenta veces la prevalencia de personas transgénero en adultos. ¿Indica esta correlación un posible efecto de contagio social? Para Science este era “el dato más explosivo de los hallazgos de Littman”. La Universidad Brown así lo entendió al emitir una nota de prensa sobre el trabajo.
Para los activistas LGBT, el artículo de Littman era transfóbico. La presión fue tal que cinco días después de su publicación Science anunció que solicitaría una nueva evaluación sobre la metodología empleada. Por su parte, la universidad retiró la nota de prensa de su web con la excusa de que “miembros de la comunidad de Brown han expresado su preocupación de que las conclusiones del estudio pudieran usarse para desacreditar los esfuerzos para apoyar a los jóvenes transgénero”.
Pero Jeffrey S. FlIer, antiguo decano de la Facultad de Medicina de Harvard, señaló que dejaban sin explicar por qué la preocupación de unas personas no identificadas debe tener peso en la evaluación de un trabajo universitario: “En todos mis años en el mundo académico, nunca he visto una reacción comparable sobre un artículo que ha sido revisado, aceptado y publicado. Solo cabe suponer que fue debida a las fuertes presiones recibidas. Sus críticos no han hecho ningún análisis sistemático de sus hallazgos, sino que parecen estar motivados por una oposición ideológica a sus conclusiones”. Alice Dreger, historiadora de medicina y bioética de la Northwestern University de Chicago y estudiosa de los ataques a la libertad de cátedra, se preguntó: “¿Qué investigador va a querer trabajar en la Universidad Brown cuando el valor de su trabajo lo define la presión política?”. Como para los activistas LGBT no existe algo como la disforia de género repentina, toda investigación que insinúe que puede existir es, por definición, transfóbica. Y por extensión, también lo es su autor.
¿Y qué decir de los trabajos científicos sobre si existen diferencias innatas entre hombres y mujeres? En Noruega, elegido por la ONU en 2008 como el país con mayor igualdad de género, sorprendentemente solo el 10% de las mujeres son ingenieras y el 90% de quienes ejercen la enfermería son féminas. Curiosamente en los igualitarios países escandinavos es donde menos chicas eligen estudiar ciencias. En cambio, en países fuertemente machistas, como Argelia y Arabia Saudí, es muy alto el porcentaje de mujeres que optan por una carrera científica o ingeniería.
Al parecer, cuando hay igualdad de oportunidades entre géneros, ellas prefieren carreras y profesiones centradas en la atención a las personas y no aquellas más abstractas. Pues bien, por decir esto la psicóloga Susan Pinker ha tenido que renunciar a seguir escribiendo en un blog sobre psicología porque recibió amenazas personales y contra su familia. Los ofendiditos confunden igualdad de oportunidades con igualdad de resultados.
En 2017, Sergei Tabachnikov y Theodore Hill mandaron a la revista Mathematical Intelligencer un artículo donde proponían un modelo matemático muy simple que intentaba explicar el hecho de que parece existir más variabilidad de inteligencia en los hombres que en las mujeres; esto es, que hay más genios en el género masculino, pero también más idiotas. La revista aceptó el trabajo para su publicación, pero entonces entró en acción la asociación Women in Mathematics de la Universidad Estatal de Pensilvania, que contactó con Tabachnikov para advertirle de que, por lo vertido en el artículo, podría parecer que él apoyaba ideas sexistas. También presionaron a la Fundación Nacional de Ciencia (NSF), a la que transmitieron su preocupación por que el nombre de la institución apareciera mencionado en los agradecimientos de “un artículo que promueve ideas pseudocientíficas que van en detrimento del progreso de la mujer en la ciencia”. Resultado: la NSF pidió a los autores que la retiraran de los agradecimientos, y la editora de la revista, Marjorie Senechal, después de consultar con “un número significativo de partes interesadas”, rescindió su aceptación por temor a que “la prensa de derechas” lo usara en su beneficio.
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Tabachnikov retiró su nombre del artículo y Hill se quedó solo. Una nueva versión, con este último como único autor, fue aceptada por The New York Journal of Mathematics. Se publicó el 6 de noviembre de 2017, aunque no duró mucho: tres días más tarde desaparecía de la web y era reemplazado por otro totalmente diferente. No solo se impedía su publicación una vez aceptado; en una decisión sin precedentes, el consejo editorial de la revista decidió retirarlo por “no tener la calidad adecuada”, según uno de los editores. Paradójico, dado que había pasado con éxito dos revisiones previas. Hay que recordar que solo se retira un artículo científico si se demuestra que ha habido fraude académico.
Más sangrante fue la persecución que en 2013 sufrió el economista Paul Frijters, de la Universidad de Queensland (Australia), por investigar el racismo en el sistema de transporte público de la ciudad de Brisbane. Hizo que treinta estudiantes de diversas edades y orígenes étnicos subieran un total de 1.500 veces a autobuses con tarjetas de transporte defectuosas y preguntaran al conductor si podían viajar. El resultado fue demoledor: el 72 % de los pasajeros blancos y orientales fueron autorizados, mientras que solo el 50 % de los indios y el 36 % de los negros pudieron subirse al autobús. La evidencia de que existía racismo en el transporte público urbano no gustó nada a Brisbane Transport, la empresa responsable, que se lo hizo saber a la universidad. Esta tomó cartas en el asunto y acusó a Frijters de mala conducta, pues su estudio lo había realizado sin pedir permiso a los conductores ni a la empresa. Fue degradado a profesor ayudante y sancionado por conducta poco ética.
Tras dos años de litigio, Frijters, que se gastó 50.000 dólares en abogados, consiguió que la universidad diera marcha atrás. ¿Qué lección debemos aprender? Una buena y otra mala. La buena es que los políticos y la sociedad se toman cada vez más en serio la investigación científica. La mala es que si se sienten ofendidos por sus resultados van a la caza de quien la hizo. Bienvenidos a Ofendilandia.

Acoso académico

Edward O. Wilson, zoólogo de la Universidad de Harvard, publicó en 1975 el libro Sociobiología. La nueva síntesis. En él exponía la tesis de que buena parte del comportamiento de los seres vivos está modulada por los genes, una idea que no resulta polémica si hablamos de pulpos o chimpancés, pero que levanta ampollas si se refiere al ser humano, como afirmaba Wilson. Pronto, científicos entre los que se contaban el paleontólogo Stephen Jay Gould y el genetista Richard Lewontin, le acusaron de racista, sexista y esclavista. Wilson vio cómo exigían su despido o le interrumpían las clases. Un acoso en toda regla... ¡y por parte de mentes supuestamente sabias!

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