Asteroides: destructores de mundos
Cada día caen sobre nuestras cabezas cien toneladas de polvo y rocas procedentes del espacio. La mayor parte se desintegra en la atmósfera, pero, tarde o temprano, un gran asteroide o un cometa acabará chocando contra la Tierra, como, de hecho, ya ha ocurrido. ¿Podemos con nuestra tecnología evitar este tipo de sucesos que causan estragos en la biosfera y explican algunas de las grandes extinciones que se han dado en el planeta?
El pasado 25 de julio de 2019, el asteroide 2019 OK, de entre 57 y 130 metros de diámetro, pasó incómodamente cerca de nuestro planeta, a poco más de 71 000 km, la quinta parte de la distancia que nos separa de la Luna. Esta roca espacial forma parte de un tipo de objetos a los que algunos astrónomos denominan destructores de ciudades y no fue detectada hasta pocas horas antes de que se cruzara en nuestro camino. Este suceso constituye un buen ejemplo de lo mucho que aún nos queda por saber de estos cuerpos, que pueden constituir un peligro muy real. Prueba de ello la tuvimos en la mañana del 15 de febrero de 2013, cuando un bólido de unos 17 metros de diámetro y una masa de entre 12 000 y 13 000 toneladas, más que la de la torre Eiffel, sobrevoló el cielo de Cheliábinsk, en el sur de los Urales. Explotó a unos 80 km de la ciudad y a unos 30 de altura. La onda de choque abatió árboles, levantó tejados y rompió ventanas, dejó casi 1.500 heridos en seis poblaciones y causó pérdidas por más de 30 millones de euros.
No es la primera vez –ni será la última– que uno de estos objetos golpea Rusia. El valle del río Tunguska se encuentra en una vasta región de pantanos, ríos y bosques que se extiende desde el océano Ártico hasta Mongolia. Con una superficie mayor que Europa occidental, es una zona agreste cubierta de nieve durante buena parte del año, en la que apenas existen carreteras y núcleos habitados. Pues bien, el 30 de junio de 1908, una bola de hielo mayor que un campo de fútbol –probablemente un cometa– estalló a 8 kilómetros de altura sobre ese paraje. En un instante, 80 millones de árboles fueron aniquilados en un área de 2 150 kilómetros cuadrados. La onda expansiva envolvió la Tierra y lanzó tanto polvo a la estratosfera que la luz solar se dispersó desde la cara iluminada del globo a la parte oscura. A 10 000 km de distancia, en Londres, el cielo se iluminó a medianoche, como si se tratara de un segundo atardecer.
Diecinueve años más tarde, un equipo de investigadores liderado por el mineralogista ruso Leonid Kulik llegó al lugar del desastre. Los expedicionarios observaron un gran llano fangoso justo debajo de donde había tenido lugar la explosión, como si miles de excavadoras hubieran arrasado la foresta para construir una ciudad más grande que Madrid. Alrededor de ese paisaje había un anillo de tocones carbonizados y más allá yacían incontables árboles, esparcidos como cerillas. La vida había desaparecido.
Los bólidos que llegan a nuestro planeta
Si algo nos demuestra lo ocurrido en Tunguska es que la Tierra no se encuentra sola en su viaje alrededor del Sol. De hecho, en ese camino de 940 millones de kilómetros no es raro que se tope con polvo y rocas de todo tipo. La NASA estima que cada día caen sobre nosotros más de 100 toneladas de minúsculas partículas procedentes del espacio. La mayoría son tan pequeñas que arden al contacto con la atmósfera, lo que origina las fulguraciones que conocemos como estrellas fugaces. Pero las hay mucho mayores. Al menos una vez al año, la Tierra es golpeada por un fragmento del tamaño de un coche. ¿Qué sucede cuando uno de estos bólidos se cruza con nuestro planeta? Todo comienza con la aparición de una bola de fuego en el cielo, que surge como consecuencia de la fricción de la roca espacial con la cubierta de gases que nos envuelve. La superficie del objeto se funde, lo que origina grandes destellos y estelas de humo que es posible contemplar incluso después de que haya caído. Si la roca se desintegra antes de llegar al suelo, una lluvia de piedras acaba impactando contra la superficie a unos 2 km/s, mientras se sucede el atronador estruendo que origina la onda de choque.
Si la explosión sucede a gran altura, la citada lluvia se convierte en un auténtico diluvio, como el que se dio en Polonia en 1868. La zona afectada sufrió un bombardeo de 100.000 aerolitos, la mayoría menores que un trozo de metralla. Es más, algunos meteoritos, fundamentalmente compuestos de hierro y níquel, pueden atravesar el cielo sin fragmentarse y llegar intactos al suelo.
Los bólidos espaciales alcanzan la atmósfera terrestre a velocidades de hasta 72 km/s y el daño que pueden hacer depende de la energía cinética que posean –dos objetos que se mueven a la misma velocidad poseen una energía que es proporcional a su masa– y de lo rápido que se desplacen. Si se dobla la velocidad, se cuadriplica la energía, por lo que un grano de polvo de una décima de gramo a 80 km/s libera tanta como un vehículo de una tonelada a 80 km/h. Dicho de otro modo: una partícula interplanetaria de un gramo penetra en la atmósfera con el mismo ímpetu que una furgoneta a alta velocidad. Si sobrevive al tránsito, un meteoroide que viaje a unos 17 km/s desaparecerá bajo tierra y dejaría un profundo cráter.

asteroide
Tenemos una muestra en el suroeste de Estados Unidos, en un área desértica de Arizona, no muy lejos de la ciudad de Flagstaff. Allí nos encontramos con un inmenso agujero, visible desde el espacio, producido por un objeto de 50 metros de largo que cayó en un ángulo de 45º. Durante unos segundos fue tan brillante como el Sol, hasta que chocó con la Tierra. El calor del impacto vaporizó el suelo y lanzó una inmensa nube a la estratosfera, de la que se precipitaron pedruscos mayores que una casa. La huella de la colisión tiene 1,2 km de ancho y es tan profunda que la Torre Picasso de Madrid, de 157 metros de alto, no superaría el borde. Ocurrió hace 50.000 años, cuando la zona era un bosque habitado por mamuts y perezosos gigantes. El cráter Barringer, como se conoce esta estructura –en inglés se denomina Meteor Crater–, es el más espectacular de los 190 confirmados que se han encontrado en la Tierra. Pueden parecer pocos, pero la erosión a la que está sometido el paisaje de nuestro planeta ha dejado un parco rastro de ellos. Para darnos cuenta de lo habitual que es este tipo de fenómenos y comprobar lo que significa este bombardeo solo debemos levantar la vista y mirar a la Luna.
Durante mucho tiempo no hemos sido conscientes de la amenaza que pende sobre nuestras cabezas. En 1898, el astrónomo alemán Carl Gustav Witt descubrió Eros, un asteroide que se mueve en el interior de la órbita de Marte, invierte unos pocos meses más que nosotros en dar una vuelta al Sol y se acerca más a la Tierra que esta a Venus. El hallazgo reveló que no todos los asteroides se encontraban entre Júpiter y el planeta rojo, como hasta entonces se sospechaba. Con el tiempo, se fueron descubriendo otras rocas espaciales errantes. Una de ellas, llamada Albert, fue encontrada en 1911 y, aunque se perdió, fue detectada de nuevo el 1 de mayo de 2000 por astrónomos del programa Spacewatch, un proyecto de la Universidad de Arizona (EE. UU.) especializado en la búsqueda de pequeños cuerpos celestes. El caso de Albert refleja lo difícil que resulta hacer un seguimiento de los asteroides potencialmente peligrosos que cruzan la órbita de nuestro mundo.
Esta amenaza se hizo tangible El 22 de marzo de 1989. Ese día, el asteroide 1989 FC, de unos 300 metros de diámetro, pasó por el mismo punto por el que transitaría nuestro planeta solo seis horas después. Entonces, el Congreso estadounidense decidió que la NASA debía estudiar este asunto, e incluyó en los presupuestos generales de 1990 el mandato de estimar “los costes, el calendario y el equipo necesario para la determinación exacta de las órbitas de esos cuerpos [...] y definir sistemas y tecnologías capaces de alterarlas o de destruir dichos asteroides si supusieran un peligro para la Tierra”. Se crearon dos grupos de estudio, uno compuesto esencialmente por astrónomos –estos propusieron cómo vigilar el cielo– y otro por especialistas formados en los laboratorios de armamento nuclear. El trabajo de estos fue considerar las rocas espaciales como si fueran misiles descomunales y plantear formas de destruirlas–. Presentaron su informe definitivo en febrero de 1993, un documento que ha servido de base para todos los programas de vigilancia del cielo que han ido desarrollado desde entonces universidades y agencias estatales.
En una de las reuniones que mantuvieron estos expertos, el entonces coronel de la Fuerza Aérea Simon P. Worden, que con el tiempo llegó a dirigir el centro de investigación AMES de la NASA, destacó otro de los peligros colaterales del impacto de estos objetos. Según Worden, los sensores militares habían detectado el 1 de octubre de 1990 una detonación aérea de diez megatones sobre el Pacífico central. “Si el choque se hubiera producido en Oriente Medio, fácilmente habría podido confundirse con una deflagración nuclear y haber provocado una reacción en cadena de graves consecuencias”, aseveró el coronel. Pero el impacto de un asteroide de gran tamaño, capaz de originar una catástrofe climática como la que acabó con los dinosaurios, no podría confundirse ni pasar desapercibido. ¿Hasta qué punto es posible que nos golpee uno de estos cuerpos, de varios kilómetros de diámetro?
Es un cálculo difícil, pues depende de muchas variables desconocidas, pero se estima que durante la vida de un ser humano hay aproximadamente una probabilidad entre diez mil de que la Tierra choque con algo lo bastante grande como para enviar a los supervivientes a la Edad de Piedra. Las agencias espaciales aseguran que tienen conocimiento del 25 % de todos los objetos que cruzan nuestra órbita y del 90 % de los asteroides de gran tamaño capaces de causar una gran extinción. Eso sí, que no sepamos nada del 10 % de esos destructores de mundos no resulta un gran consuelo. El problema con los más pequeños es que es complicado verlos venir. Todo depende de su brillo y en ello tiene que ver su composición y tamaño. Solo se ha encontrado el 35 % de los que miden entre 3 y 6 km, el 15 % de los que tienen entre 2 y 3 km y el 7 % de aquellos con un diámetro de 1 a 2 km. Por debajo de eso, es necesario esperar a que se nos acerquen. Se cree que hay unos 10.000 con un diámetro superior a 500 metros y unos 300.000 de 100 metros.
La amenaza de los cometas
A todo ello debemos sumar los cometas. Si uno del tamaño de Halley, de 15 km de largo, nos alcanzara a unos 50 km/s, se liberaría en un segundo una cantidad de energía similar a todos los arsenales nucleares del mundo estallando simultáneamente, más o menos como si tuvieran lugar a la vez medio millón de terremotos de intensidad 9 –la mayor jamás registrada–. Parte de la atmósfera se disiparía en forma de calor y la temperatura del aire subiría 190 grados centígrados. Los mares cerrados, como el Mediterráneo, podrían llegar a hervir y un manto de miles de toneladas de polvo cubriría lo que quedara de la atmósfera durante años. No obstante, de todos los cometas que pueblan el Sistema Solar los más peligrosos son los llamados de periodo corto, que dan la vuelta alrededor del astro rey en menos de veinte años. De ellos, solo entre el 10 % y el 20 % cruzan la órbita de la Tierra. Podría haber unos treinta de más de 1 km de diámetro, 125 de más de 500 metros y alrededor de 3.000 de más de 100 metros. Todo ello nos muestra claramente que nuestro barrio galáctico no es un lugar tan plácido como parece y que, de hecho, en él no hay donde esconderse.