La Tierra tiene un corazón de hierro
Cuando ponemos los pies en el firme suelo no nos damos cuenta de que bajo ellos hay una furiosa combinación de fuerzas, materiales fluidos y campos magnéticos que dan forma al globo terráqueo.
Hay quien dice, y quizás con razón, que el ser humano tiene una deuda científica con el planeta que habita. Extasiado por la contemplación del cielo, impulsado por instinto a ir siempre "más allá", el hombre ha atesorado más conocimientos sobre la estructura de planetas lejanos que sobre el interior de la Tierra. De tal suerte que hace apenas 150 años incluso se desconocía que nuestro mundo albergara en su interior un corazón latiente. La deuda comenzó a saldarse en 1890, cuando surgieron las primeras observaciones sobre la relación entre las rocas terrestres y las fuerzas gravitacionales del Sol y la Luna que permitieron establecer que bajo el suelo que pisamos debía de haber una estructura complicada formada por capas de diferentes materiales. En 1906, el sismólogo Richard Dixon Oldham descubrió que las ondas sísmicas se desplazan a través del núcleo central de la Tierra a menor velocidad que a través de la corteza. La única explicación posible a este fenómeno es que el núcleo sea líquido. Había surgido por primera vez la imagen de un planeta sólido con un corazón caliente. Con el tiempo, la imagen se fue perfeccionando hasta configurar la idea hoy aceptada de que nuestro mundo cuenta con un núcleo central de hierro cristalizado y níquel rodeado de otro núcleo externo de material líquido. Pero lejos de despejar dudas, la nueva concepción geológica no hizo más que lanzar otras preguntas al aire. ¿Cómo se ha formado esta estructura? ¿Qué relación tiene con la creación del campo magnético terrestre? ¿Qué evolución seguirá a lo largo de los milenios? Hoy vivimos una auténtica edad de oro de la ciencia del núcleo terrestre, un aluvión de nuevos hallazgos a cual más inquietante sobre el origen, la formación y, sobre todo, el destino del corazón de hierro del planeta. Algunos de esos descubrimientos han inspirado, incluso, superproducciones cinematográficas. El año pasado el director británico John Amiel presentó un thriller titulado El núcleo, en el que proponía un escenario de ciencia-ficción basado en un posible colapso del núcleo terrestre y sus perniciosos efectos sobre la estabilidad global. La película no fue, precisamente, un exitazo, pero permitió recordar algunas ideas sobre la ciencia geológica.
Efectivamente, tal como se contaba en la obra, el núcleo terrestre está en permanente rotación. El hierro del que está compuesto es un material conductor y la parte líquida que lo rodea experimenta una serie de corrientes convectivas provocadas por el movimiento hacia arriba y hacia abajo de materiales calientes y fríos. Estas corrientes, puestas en circulación merced a la rotación de la Tierra, generan un campo magnético poderosísimo que rodea nuestro planeta y lo protege, entre otras cosas, del impacto de las emisiones de viento solar y los rayos cósmicos. Mientras el núcleo permanezca caliente y en movimiento, el campo magnético seguirá existiendo, aunque su polaridad cambia cada cierto tiempo, tal como han demostrado los estudios paleomagnéticos. Pero si el corazón terrestre se enfría y se detiene, el campo magnético desaparecerá y la vida se hará insostenible en nuestro mundo. ¿Y será posible algún día este escenario? Algunos científicos opinan que sí y, no sólo eso, sino que dibujan un destino catastrófico similar al que propone El núcleo.
Un reactor nuclear con fecha de caducidad
¿Hay un miniplaneta veloz dentro de nuestro mundo?
Al comienzo de su ya larga historia, la Tierra carecía de núcleo. Poco a poco, el interior del planeta fue aportando la materia necesaria para que el corazón se solidificase formando una inmensa esfera de hierro y níquel. Esa bola es todavía una caja de sorpresas y cada vez que la ciencia pone los ojos en ella -de manera indirecta, por supuesto- descubre alguna peculiaridad nueva. Por ejemplo, una de las cuestiones que más extraña a los sismólogos es la anormal forma en la que se comportan las ondas sísmicas cuando atraviesan el núcleo planetario. Cuando sucede un terremoto, las ondas elásticas que genera viajan a mayor velocidad en dirección norte-sur que en dirección este-oeste. El estudio de estas anisotropías sísmicas ha permitido inferir que el núcleo está compuesto, en realidad, de varias capas de materiales diferentes y que rota a velocidad distinta a la de la Tierra. Recientemente, dos científicos de la Universidad de Columbia lograron tomar mediciones más o menos precisas de este movimiento de rotación. El núcleo rota en la misma dirección que el resto del globo pero lo hace un poco más deprisa. En concreto, tarda dos tercios de segundo menos que la Tierra en completar un giro. Durante los últimos 100 años, esta ganancia de tiempo le ha permitido adelantarse un cuarto de vuelta al planeta. Aunque parezca una velocidad insignificante, esta diferencia supone una medida 100.000 veces superior a la de la deriva de los continentes. ¿Cómo se ha podido deducir este dato? Los geólogos han detectado que las ondas sísmicas no sólo van mas deprisa cuando se desplazan de norte a sur sino que, dentro de este haz de ondas, hay un eje más veloz todavía. Este eje superrápido se desplaza en la dirección del eje de rotación terrestre. La única explicación posible a este desplazamiento es que la parte central del planeta gire más deprisa pero en la misma dirección que el resto.
El geofísico Marvin Herndon presentó recientemente su sorprendente teoría al respecto. Hasta ahora, la ciencia nos ha explicado que las altísimas temperaturas generadas en el interior del planeta, responsables del estado líquido del magma y del movimiento de las placas tectónicas se deben a un doble proceso: el decantamiento radiactivo de isótopos de uranio, torio y potasio que libera energía y la conservación de calor procedente de la formación del planeta hace unos 4.500 millones de años. Pero Herndon propone una teoría más espectacular: en realidad, el corazón terrestre es un gigantesco reactor nuclear en pleno funcionamiento. A 6.000 kilómetros bajo nuestros pies, la fisión nuclear está fundiendo una bola de uranio de unos 8.000 kilómetros de diámetro. El intenso calor liberado hace hervir los metales del corazón terrestre y es, hasta que se agote, el responsable del movimiento de los continentes, de la actividad volcánica y del campo magnético protector. La tesis de Herndon, a pesar de haber sido publicada en revistas tan prestigiosas como Proceedings of the National Academy of Science de Washington, ha sido recibida con cierta frialdad por sus colegas. Muchos le acusan de seguir una línea de razonamiento más que una teoría basada en pruebas. La principal pega reside en cómo explicar que el uranio se haya concentrado en el centro de la Tierra hasta el extremo de convertirse en tan poderoso combustible nuclear. Los isótopos radiactivos tienden a formar uniones con los silicatos y dispersarse por todo el manto terrestre. Herndon tiene también respuesta para esto: según su modelo, la Tierra se formó en condiciones muy pobres de oxígeno lo que habría impedido la dispersión del uranio. ¿Qué tesis es la más correcta? De momento, hasta los geólogos más tradicionales reconocen que la idea de un núcleo de hierro y níquel rodeado de una esfera líquida no es más que un modelo; puede que el mejor que tengamos hasta el momento, pero simplemente un modelo. Son muchas las propuestas novedosas para conocer mejor el corazón de nuestro mundo. Algunas remedan el fantástico viaje al centro de la Tierra que imaginara Verne. Es el caso de la idea que pone sobre la mesa el físico neozelandés David J. Stevenson: quiere crear una fisura artificial en la corteza terrestre y enviar a través de ella una sonda exploradora del tamaño de una naranja que capte datos reales de la intimidad planetaria. Aunque parezca una misión descabellada, la mismísima revista Nature se hizo eco de ella el pasado mes de mayo. Stevenson pretende detonar una explosión nuclear controlada que provoque una grieta de unos 30 centímetros de ancho y varios cientos de metros de profundidad. Inmediatamente después de conseguido el orificio, vertirá en él 100.000 toneladas de hierro fundido en el que flotará la diminuta sonda. La densidad del hierro, mayor que la del manto terrestre, y la fuerza de gravedad harán el resto del trabajo. El infernal fluido seguirá descendiendo hacia la parte superior del núcleo terrestre y arrastrará con él a la sonda, que irá enviando señales durante todo su viaje.
Un turista en las entrañas del mundo
El aparato descenderá a unos 16 kilómetros por hora mientras la grieta se va cerrando a sus espaldas conforme el material que la transporta se va enfriando. Las ondas de radio no se propagan bajo tierra, por eso, la sonda tendrá que realizar pequeños latidos que deformen el material con el que está en contacto y sirvan de soporte para la información transmitida. Por desmesurada que parezca, la idea no ha caído en saco roto. De hecho, algunos geólogos rusos, que llevan años buscando el modo de enviar bidones con residuos radiactivos al corazón terrestre, ya se han interesado por ella. Hasta que llegue tal aventura, que supondría invertir tanto hierro fundido como el que se produce en todas las industrias siderúrgicas del mundo durante una semana, los científicos sólo pueden acercarse a las peculiaridades del interior del planeta mediante modelos deductivos. El estudio de las ondas sísmicas y su modo de transmitirse de una parte a otra de la Tierra puede ofrecer algunas pistas sobre la densidad del material que han de atravesar. Pero existe un modelo más ingenioso. Se llama LHDAC (del inglés Laser Heated Diamond Anvil Cell) y consiste en simular las condiciones de altísima presión del centro de la Tierra para analizar cómo afectan a un metal. Dos cabezas de diamante aprietan la pieza metálica hasta alcanzar presiones cercanas al millón de atmósferas del núcleo planetario. Luego, se calienta el conjunto para ponerlo a una temperatura similar a la del corazón terrestre. Así pueden estudiarse los cambios en la estructura y el comportamiento de la materia estudiada. Más recientemente, este tipo de simulaciones se ha realizado con tecnologías mucho más poderosas.
El sincrotrón, al servicio de la geología
Por ejemplo, un equipo de científicos de cuatro países (Suecia, Alemania, Francia y Rusia) ha utilizado las instalaciones del sincrotrón europeo ESRF en Grenoble para someter diversos materiales a las condiciones extremas de presión y temperatura del seno terrestre. En concreto, se han repetido los valores que deberían encontrarse no en el núcleo sino en la frontera entre éste y el manto, es decir, en la zona que separa la capa líquida de hierro y el espeso corte sólido formado fundamentalmente por óxidos de silicio, magnesio y aluminio. Las relaciones entre el hierro y los complejos elementos del manto son fundamentales para entender algunos procesos geológicos que todavía son un misterio, como los bruscos cambios de densidad en el material terrestre, las leyes que regulan la conductividad eléctrica en esta zona o las diferentes formas en las que se propagan las ondas sísmicas. En el ESRF se han podido repetir condiciones de presión y temperatura similares a las que tuvieron lugar durante la formación del planeta para descubrir que, bajo esas variables, el hierro y la sílice reaccionan formando óxido de hierro. Pero cuando se aumenta la presión, el resultado es la diseminación de hierro casi puro y otros materiales muy conductores. Quizás este dato sirva para explicar un fenómeno tan misterioso como la nutación terrestre, es decir, los sutiles cambios de posición del eje de rotación. Estos cambios presentan una amplitud mayor de la que debería derivarse de las fuerzas de marea del Sol y la Luna. Quizás el impulso extra lo reciba de la gran conductividad hallada en esta zona del manto. Pero ése no es más que otro de los muchos misterios que aún nos reserva el corazón caliente de nuestro planeta.
Jorge Alcalde