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Exposición total

Los pedruscos de todos los tamaños, la arena, el polvo, las arcillas y los sedimentos del planeta rojo están expuestos a una constante y elevada dosis de radiación cósmica.

Autor: Elena Sanz

Planicies árticas, Sol 84. Son las 6 de la mañana y el ártico marciano amanece cubierto por una fina capa de escarcha. Hace frío. Más frío que en Antártica, que en Siberia. Bajo la luz horizontal del sol, que apenas asoma 22 grados por encima del horizonte, la filigrana de los cristales de hielo semeja una alfombra plateada. Las rocas cubiertas de hematita roja proyectan largas sombras. Tienen unos cuantos centímetros de altura. Pero en este paisaje ajeno y caótico a escalas minúsculas, bien podrían alcanzar cien metros.

Los pedruscos de todos los tamaños, la arena, el polvo, las arcillas y los sedimentos de este mundo oxidado, están expuestos a una constante y elevada dosis de radiación cósmica. Como balas invisibles, las partículas atraviesan una atmósfera delgada y poco efectiva, y nunca llegan a ser repelidas por el escudo de un campo magnético.

Esa radiación es nuestro Everest en Marte. Y se perfila como el mayor enemigo de cualquier misión cuyos tripulantes contengan ADN en los núcleos de sus células. Las partículas de radiación espacial son distintas de la radiación electromagnética (rayos X o luz ultravioleta). Por un lado están las partículas de alta energía, emitidas por el sol durante sus intensas tormentas, que son disparadas a razón de millones de kilómetros por hora. Estar expuesto a ellas -incluso con un traje espacial- es como estar desnudo. Y sus efectos sobre el cuerpo -a muy corto plazo- son devastadores.

Las otras partículas preocupantes son los rayos cósmicos. Provienen de fuentes galácticas no determinadas y suponen un riesgo mayor de cáncer, cataratas y defectos reproductivos a largo plazo. Estas partículas son especialmente peligrosas porque sus núcleos atómicos carecen de electrones y son capaces de penetrar muchos centímetros de materia sólida. De hecho, son más energéticas que sus primas solares. La atmósfera terrestre protege contra ambas clases de partículas. La atmósfera marciana, que tiene apenas el uno por ciento de la densidad de la terrestre, logra detener las partículas de una tormenta solar, pero no los rayos cósmicos.

La exposición combinada a partículas solares y cósmicas se mide en algo llamado sieverts. Contando con la exposición durante los trayectos de ida y regreso, más los 18 meses de estancia en Marte, un astronauta estaría expuesto a un total de 1 sievert. Los límites de exposición a la radiación impuestos por la NASA varían entre 1 y 3 sieverts, según la edad y el sexo del tripulante. Y eso son muchas vidas de rayos X en la silla del dentista.

Los expertos del instrumento MARIE, a bordo del orbitador Mars Odysssey, que está encargado de medir la radiación del suelo marciano, dicen que es una "dosis manejable", aunque muy cerca del límite. La idea, pues, sería organizar las misiones para que coincidan con los períodos de calma solar, cada 11 años. Pero hay un problema: aunque ese calendario supondría menos radiación solar, también significaría más radiación galáctica, porque, tristemente, estas partículas mega-energéticas se intensifican cuando el sol duerme.

Es decir: ¿prefiere usted vainilla o chocolate? La respuesta al dilema tendrá que ser una combinación de materiales repelentes a la radiación y bases enterradas muchos metros bajo tierra. Y quizás usar la materia prima del suelo marciano, como por ejemplo el magnesio, para pulverizarlo y formar una especie de hormigón que, aplicado en gruesas capas pueda darles más aislamiento. La protección durante el trayecto consistiría en colocar a los astronautas en medio de los tanques de agua de su nave espacial, pues los expertos han descubierto que el hidrógeno en el agua es uno de los mejores protectores contra la radiación de las partículas.

Con circuitos electrónicos en lugar de ADN, el robot Phoenix es ajeno a estas preocupaciones. Sus redondos paneles solares recogen ávidamente la luz de este amanecer, que ya baña el regolito con tonos cobrizos. Es hora de comenzar otra jornada.

Ángela Posada-Swafford



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