Este fue el camino que nos llevó a conquistar el espacio
El 4 de octubre de 1957 el mundo entero se quedó con la boca abierta ante un acontecimiento francamente asombroso: la Unión Soviética acababa de lanzar con éxito el primer satélite artificial de la historia.

Era una esfera de aluminio brillante de algo más de medio metro de diámetro y unos ochenta kilos de peso, con cuatro antenas en forma de cola de casi tres metros de longitud, el Sputnik-1 (palabra rusa que significa “compañero de viaje”).
Los inicios de esta proeza se encuentran, quizá, en China, unos mil años antes de nuestra era: allí acababan de inventar la pólvora. Con ella se empezaron a fabricar los primeros cohetes y, cuatrocientos años más tarde Cyrano de Bergerag imaginó en su libro Historia cómica de los Estados e Imperios de la Luna una carroza donde en los costados había sujeto un buen número de cohetes con el fin de elevarse y llegar hasta la Luna.
Pero si queremos ser más realistas, los cimientos del logro del Sputnik-1 hay que buscarlos en tres hombres que centraron sus esfuerzos y sus ilusiones en encontrar un medio que permitiese al ser humano salir al espacio. El primero es el ruso Konstantin Eduardovich Tsiolkovski hacia 1883; el segundo, hacia 1909, el estadounidense Robert Hutchings Goddard; y finalmente, hacia 1923, el alemán Hermann Julius Oberth. A ellos habría que añadir otros dos nombres: el de Werner Von Braun, seguidor de la escuela de Oberth, y Sergei Pavlovilch Korolev, discípulo de Tsiolkovski. De hecho, sería Korolev el artífice de la victoria espacial rusa con el lanzamiento del Sputnik.

Konstantin Eduardovich Tsiolkovski
El primer cohete
Pero antes de continuar, volvamos nuestros pasos hacia el verdadero pionero del viaje espacial, Konstantin Tsiolkovski. Este profesor de escuela ruso ha pasado a la historia como el primer ser humano que estableció los fundamentos de la construcción moderna de cohetes. Y todo antes de finales del siglo XIX. A la edad de diez años Tsiolkovski enfermó de escarlatina, que le dejó prácticamente sordo y le convirtió, según confesaría el mismo bastantes años después, en víctima del ridículo. “Esta discapacidad me hizo extraño a la gente y me indujo a leer, concentrarme y soñar… Tenía el deseo de hacer algo grande, heroico… Toda mi vida consistió en la meditación, los cálculos y el trabajo experimental.”
Su gran fuente de inspiración fue Julio Verne: con 16 años se convenció que la manera de viajar al espacio era gracias a la fuerza centrífuga –esa fuerza que nos empuja hacia fuera cuando cogemos una curva con el coche-. “Todavía recuerdo aquella noche, e incluso ahora, 50 años después, a veces sueño que me elevo en mi máquina hacia las estrellas y siento la misma exaltación”.

Hermann Julius Oberth
Curiosamente, el interés de Tsiolkovski por el viaje espacial había sido alimentado por el místico ruso Nikolái Fiódorov, que jugó un papel crucial en sus años de formación al sacarle de la cabeza sus tendencias suicidas y enseñándole que el destino final de la humanidad pasaba por la conquista del espacio. El visionario Fiódorov creía en la unificación de la humanidad hacia un último estadio de “autocreación, inmortalidad y parecido divino”, a la “transformación de un universo mortal en un cosmos inmortal”. Para ello había que controlar y dominar el universo entero y eso pasaba por construir naves espaciales.
El acelerón alemán
Pues bien, es posible que hubiéramos llegado al espacio algo más tarde de 1957 si durante la II Guerra Mundial el alto mando alemán no se hubiera empeñado en crear un arma definitiva: un cohete capaz de destruir al enemigo. Para ello puso a disposición de Werner von Braun todos los medios de que disponía y con este fin construyeron la base de Peemunde en la costa báltica alemana, de donde salieron las temibles V-2. El 3 de octubre de 1942 se lanzó el prototipo, una máquina de 13 toneladas de peso capaz de alcanzar una distancia de 300 kilómetros volando a una velocidad de 5700 km/h. Al final de la guerra, rusos y americanos, conocedores del valor militar de esta nueva arma, intentaron hacerse con todos los conocimientos y medios de los alemanes, tanto humanos como técnicos.
Comienza la carrera espacial
Quien ganó la primera batalla fue la Unión Soviética. El lugar, Baikonur, situado en la hoy república de Kazajstán, al sur de los Urales y al oeste de Mongolia. Pero ubicar entonces ese lugar era realmente muy complicado. Hasta 1975 la localización oficial dada por el gobierno soviético era la de un antiguo pueblo minero del mismo nombre y situado a casi 400 km al noreste del verdadero puerto espacial. Éste se encuentra cerca de la pequeña población de Tyuratam y de la ciudad de Zarya, rebautizada Leninsk en 1958 y vuelta a rebautizar como Baikonur en 1996. Una ciudad que fue construida exclusivamente para albergar al personal del cosmódromo.

Robert Hutchings Goddard
El lanzamiento del Sputnik 1 fue un mazazo para el orgullo norteamericano. Tres años antes el presidente Eisenhower había anunciado que esperaban lanzar un satélite artificial y todo el mundo seguía el progreso tecnológico americano sin prestar atención a los soviéticos. El segundo golpe llegó el 3 de noviembre, cuando en el segundo Sputnik, un satélite de forma cónica, viajó como pasajera a una perrita llamada Laika. Era el primer ser vivo que viajaba al espacio y se convirtió en el primer mártir de la era espacial: murió en órbita a los siete días del lanzamiento. Ante semejante humillación pública Estados Unidos apretó el acelerador. El 6 de diciembre de 1957, el día previsto para su puesta de largo espacial, se ha convertido en la fecha maldita del programa espacial americano: el satélite Vanguard cayó al suelo dos segundos después de haberse encendido los motores. La NASA, que entonces no existía, registraría más tarde que el punto de la órbita del satélite más alejado de la Tierra había sido de 60 centímetros.