Este es el experimento que encierra todo el misterio de la teoría cuántica
El mundo subatómico se comporta de forma totalmente diferente al mundo que ven nuestros sentidos; estamos ante un mundo que no es lo que parece. Y hay un experimento que engloba todo lo absurdo y misterioso que encontramos a escala subatómica.
La ruptura de la mecánica cuántica con el mundo clásico, el mundo que ven nuestros ojos, es total pues propone una visión totalmente probabilística del mundo: un balín no está en un determinado lugar sino que existe una cierta probabilidad de que esté allí; de hecho, es posible encontrarle en cualquier lugar del universo. Incluso a nivel subatómico la noción de causalidad desaparece, quedando únicamente la probabilidad de que algo suceda. Podemos lanzar todas las veces que queramos una pelota contra una pared, no siempre rebotará; esto es sólo probablemente verdadero. Puede que la pelota vaya a otro sitio y, entonces, sólo podremos decir que había una cierta probabilidad de que eso sucediera. Como dijo Richard Feynman en sus clases de física, “a una escala muy pequeña las cosas dejan de comportarse como cualquier cosa de la que tengamos experiencia directa”. Un precio a pagar muy alto por querer comprender los secretos de la materia.

El experimento más enigmático
Tal y como también afirmó el propio Feynman, el llamado experimento de la doble rendija encierra todo lo enigmático y encantador de la teoría cuántica: “Es un fenómeno que es absolutamente imposible de explicar por medios clásicos, y contiene en sí el alma de la mecánica cuántica. Contiene, en realidad, el único misterio”. En 2002 la revista Physics World preguntó a los físicos cuál sería, a su juicio, el experimento más bello de la historia: éste se llevó el premio. Pero lo verdaderamente sorprendente es que desde su planteamiento teórico hasta su realización práctica pasaron más de 30 años. Inicialmente fue un experimento mental que se utilizaba para explicar ese extraño concepto de la física que es la dualidad onda-corpúsculo, pero en 1961, con la teoría cuántica ya firmemente asentada, Claus Jönsson de la universidad de Tubinga lo realizó por primera vez y lo publicó en la revista Zeitschrift für Physik.
Nuestra historia comienza en 1801, cuando Thomas Young enunció su ley general de interferencia de la luz. Uno de los experimentos consistía en iluminar con luz un cartón en el que se habían practicado dos pequeñas incisiones para observar el patrón de interferencias que se producía en la pantalla situada detrás (ver figura 1). La situación es idéntica a lo que sucede cuando las olas se cuelan por un malecón con dos aberturas no muy grandes y no demasiado separadas: cada rendija se convierte en foco de nuevas olas que interfieren con las de la otra rendija formando un distintivo patrón a lo largo de la playa. Lo que se observa en la pantalla es una franja luminosa situada justo enfrente del punto que se encuentra a mitad de camino entre ambas rendijas, luego una zona de oscuridad a ambos lados, después otra de luz menos intensa, y así sucesivamente. Esto es el patrón de interferencia, una figura que sólo puede formarse si la luz se comporta como una onda, que era lo que Young defendía en contra de la opinión de Newton, que se empeñaba en que estaba compuesta por partículas.

¿Ondas o balines?
Ahora introduzcamos un pequeña variante a este experimento. Primero, imaginemos una metralleta que dispara balas contra un dispositivo como el de Young pero de manera que a cada agujero le hemos añadido un obturador que nos permite cerrarlos a conveniencia. Por supuesto, los agujeros tienen el tamaño justo para que pase la bala. Empezamos a disparar nuestra metralleta, con uno de los dos agujeros cerrado. Al final encontraremos que, salvo aquellas pocas balas que hayan golpeado contra los bordes del agujero y salido rebotadas en una dirección totalmente impredecible, la mayoría se han acumulado en la pared delante del agujero que estaba abierto. Si ahora abrimos el otro agujero en la pared se formarán dos acumulaciones de balas delante de cada uno de los agujeros. Lo importante aquí, y que no podemos olvidar, es que la forma de agruparse que tienen las balas en la pared del fondo es independiente de si el otro agujero está abierto o cerrado.
Ahora hagamos este mismo experimento con luz. Si cerramos uno de los agujeros en la pantalla se formará una mancha de luz brillante en el borde que va perdiendo intensidad hacia los extremos, con una forma similar a como se acumularon los balines en el experimento anterior. Pero si abrimos el segundo agujero lo que veremos es que se forma el patrón de interferencia descubierto por Young. Esto es, la figura que se produce en la pantalla depende de si tenemos abierto o cerrado el segundo agujero.
La materia se comporta como la luz
¿Qué sucede si hacemos lo mismo con electrones? Si tapamos uno de los agujeros veremos que forman el mismo patrón que en el primer experimento con balas. Sin embargo, y esto es lo realmente extraño, si abrimos el segundo orificio lo que veremos aparecer en la pantalla es ¡el patrón de interferencias del experimento con la luz! Esto es lo que observó Clinton J. Davisson en los Laboratorios Bell en 1927: los electrones se comportan como si fueran olas en un estanque.
Podríamos pensar que como estamos enviando un chorro de electrones, estos interaccionan entre sí al pasar por las dos rendijas a la vez y se interfieren como si fueran ondas. Para convencernos de nuestra idea rebajamos la cadencia de tiro de nuestro cañón de electrones de modo que los disparamos de uno en uno. Nuestra pantalla del fondo está cubierta de minidetectores que sueltan un clic cada vez que un electrón impacta contra ellos (no olvidemos que este instrumental detecta partículas, no ondas). Decidimos disparar de modo que el cañón lanzará el siguiente electrón cuando haya sonado el correspondiente clic del anterior, que nos asegura que ha llegado a la pantalla.
Después de lanzar varios miles de electrones nos acercamos para ver cuál es la distribución de clics en la pared de detectores: la sorpresa que nos vamos a llevar es mayúscula pues imagen resultante es el clásico patrón de interferencia ondulatorio. ¿Cómo es posible? ¿Es que el electrón interfiere consigo mismo? Eso parece. Pero si se comporta como una onda, ¿cómo es posible que oigamos el clic del contador, que nos dice que allí ha llegado una partícula? Por dejarlo claro: si se produce un patrón de interferencias es que el electrón pasa por las dos rendijas a la vez e interfiere consigo mismo, que es lo que hacen las ondas, pero lo detecta el Geiger es que a la pantalla ha llegado una partícula. ¡Toda una locura!

Locura subatómica
¿Realmente el electrón pasa por las dos rendijas? Eso es fácil de comprobar. Pongamos un detector en una de ellas de modo que sepamos por dónde pasa y repitamos el experimento. Al hacerlo nos espera una nueva sorpresa: los electrones dejan de comportarse como ondas y obtenemos el resultado de nuestro experimento con balas: solo los contadores Geiger que se encuentran enfrente de cada rendija se activan mientras que el resto, muchos de los cuales soltaron un clic en el experimento anterior, permanecen mudos. Cada electrón ha seguido un camino definido a través de una de las rendijas y ha dejado su huella en la pantalla.
Para explicar este extraño comportamiento, los físicos dicen que el electrón lleva asociada una “función de onda” que, en un principio, se extiende por todo el universo. Esta función de onda es la que queda descrita matemáticamente por la ecuación de Schrödinger, que también nos explica cómo interaccionan estas ondas entre sí. Además, esta función de onda es más “intensa” en una región del espacio determinada, la que corresponde a la posición en la que uno esperaría encontrar al electrón, y se va debilitando a medida que nos alejamos de ella, pero no desaparece nunca. Así pues, la información que nos proporciona la función de onda es la probabilidad de encontrar al electrón en una región determinada del espacio y es mayor en el lugar donde, según nuestra forma de ver cotidiana, debe estar. Cuando detectamos el electrón la función de onda se “colapsa” y, en ese instante, sabemos con toda certeza dónde se encuentra. Pero en el momento en que dejemos de hacerlo “la función de onda se expande de nuevo por todo el espacio e interfiere con las funciones de onda de otros electrones, e incluso, bajo determinadas condiciones, con la suya propia”, explica el físico John Gribbin.
Así de extraño es el mundo cuántico.