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Imperialismo científico

Vivimos en una época en que muchos científicos creen que la ciencia está por encima de las humanidades y las artes. Más aún, defienden que ninguna de las dos últimas son una forma de conocimiento.

Para los eruditos de humanidades estamos en una sociedad donde el conocimiento científico adquiere un valor superior a cualquier otro; es lo que se llama 'cientifismo', que el crítico literario irlandés Mark O'Connell define como “la creencia de que todos los problemas y preguntas son potencialmente solubles por investigación empírica (y si no lo son, de alguna manera no son preguntas reales, pero no problemas reales)”.

En 2011 escribía en The Nation el historiador de la Universidad Rutgers Jackson Lears: “El positivismo depende de la creencia reduccionista en que el universo entero, incluida toda la conducta humana, puede explicarse con referencia a procesos físicos deterministas, medibles con precisión”. Por su parte, el médico Leon Kass, que fuera asesor de bioética de George W. Bush, escribió en 2007: “Se ha propagado entre nosotros una fe cuasirreligiosa que cree que nuestra nueva biología puede ofrecer explicaciones puramente científicas del pensamiento, el amor, la creatividad y el juicio moral”.

Imperialismo científico

Este 'imperialismo científico', como lo llama el filósofo de la ciencia John Dupré, es fácil verlo en muchos científicos. De hecho dentro de la propia ciencia puede verse en la relación entre sus diferentes ramas. Así, desde los años 50 se vive en bajo el imperialismo de la física: primero, porque esta disciplina es el espejo en el que deben mirarse todas las ciencias, y segundo, porque los físicos son los únicos que “aspiran a explicar casi todo... en el mundo natural”, comenta la filósofa de la ciencia Nancy Cartwright. De hecho, es la única disciplina que tiene la petulancia de buscar una 'Teoría de Todo'.

Por otro lado, cuando se habla de manera informal de 'ciencias duras' y 'ciencias blandas' está reflejando otro tipo de imperialismo, que nació en 1945 en “Science, The Endless Frontier”, el informe que escribió para el presidente de EEUU el ingeniero Vannevar Bush, que fue el coordinador del esfuerzo científico de su país durante la II Guerra Mundial e impulsor de la National Science Foundation que financia la investigación y define la educación fundamental en todos los campos no médicos de ciencia e ingeniería. Para él, el gobierno no debía financiar a las ciencias sociales pues no eran “los reinos más puros de la ciencia”.

¿Un ídolo con pies de barro?

Y no solo eso, sino hay quienes han ido más allá: para el que fuera sociólogo de la Universidad de Barcelona, Salvador Giner, “hay una cantidad de gente que cree en la ciencia de una forma religiosa". Una percepción que no es nueva; ya la ponía Pío Baroja en boca de uno de los protagonistas de El árbol de la ciencia: “la ciencia para vosotros no es una institución con un fin humano, ya es algo más; la habéis convertido en ídolo”.

Un notorio representante de este imperialismo científico es Jerry Coyne, profesor emérito de ecología de la Universidad de Chicago. En su libro Faith vs Fact niega todo valor intelectual a las artes y las humanidades: las primeras "no son una forma de conocimiento", y las segundas lo son solo en la medida en que emulan a las ciencias. Esto duele mucho en el otro bando. Al belicoso White -autor de El delirio de la ciencia- le irrita que científicos como Coyne coloquen la ciencia como única forma de conocimiento y que conviertan la ciencia en la vara de medir de toda producción intelectual humana.

También Mark O'Connell denuncia esa ciencia über alles: “He pasado una buena parte de mi vida adulta en el estudio académico de la literatura inglesa y, para mí, no hay prueba más dolorosa de la hegemonía intelectual de la ciencia que la forma en que se ha forzado a las disciplinas de humanidades a adoptar un lenguaje de empirismo”. Y concluye: “El estudio de las humanidades muy a menudo tiene que presentarse como una especie de filial secundaria de la ciencia”. Por su parte, White no se corta: “He vivido toda mi vida rodeado de científicos en un entorno universitario, y la mayoría de ellos eran arrogantes, en el sentido de que tendían a desdeñar cualquier disciplina ajena a las ciencias puras y duras”. Y apostilla: “Quién sabe lo que [los científicos] nos depararán los próximos siglos, pero lo que está claro es que no depararán humildad, aunque sobren las razones para exigírsela”.

Imperialismo y ciencia

¿Puede la neurociencia “explicar” el arte?

La llegada de la neurociencia y su empeño por comprender el funcionamiento del cerebro y, de ahí, decir que en un futuro cercano será capaz de explicar la consciencia y la creatividad, ha hecho saltar todas las alarmas. Como dijera el crítico literario Leon Wieseltier en 2013: “Ahora la ciencia quiere invadir las artes liberales. No permitamos que eso suceda”. Para White el caso de la neurociencia no es solo una extralimitación, sino un acto deliberado de arrogancia: "Lo que me parece más inescrutable de todos los libros y ensayos recientes que han buscado dar explicaciones mecanicistas para la conciencia, la personalidad, las emociones, la creatividad... es lo felices que parecen los autores al respecto. Están casi aturdidos por la emoción". 

Aunque lo que realmente les molesta es que los neurocientíficos parezcan poner al mismo nivel creativo un eslogan publicitario de Nike con un verso de Machado. “Para muchos -comenta O'Connell- es de una arrogancia e ignorancia supinas que la neurociencia vea X en la parte Y del cerebro de Bob Dylan cuando escribió Like a Rolling Stone, y eso signifique que puede 'explicar' la creatividad o la imaginación”.

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