¿Por qué eres creyente o ateo?
¿En qué basamos nuestra creencia o increencia en un dios determinado? ¿Por la fe de nuestros padres? ¿Eres un creyente cultural? ¿O un ateo tibio? ¿Encuentras razones para creer o para no creer?

Si alguien te pregunta por una norteamericana llamada Leah Libresco Sargeant, es posible que no tengas ni idea de quién es. Y es normal. Sin embargo, para el entorno católico angloparlante es una luz en la oscuridad, pues esta licenciada en ciencias políticas por Yale que mantenía un blog sobre ateísmo, en 2012 se convirtió en seguidora de la Iglesia de Roma. Semejante victoria se engrandece enardeciendo a la bloguera, una atea social pues, como ella misma reconoció, era atea porque sus padres lo eran. Éste es un camino muy transitado: muchos de nosotros somos creyentes (o ateos) culturales.
Con todo, su paso a las filas del catolicismo no fue por una reflexión racional sino por un planteamiento del origen de la moral: “La proposición por la que yo estaba definitivamente más segura es que la moralidad era trascendente”. Esto es que, como decía el periodista Christopher Hitchens autor del polémico libro Dios no es bueno, era una “de esos no creyentes que desearía tener fe”.

La fe del ateo
Su proceso de conversión fue, desde el punto intelectual, bastante naïve: el catolicismo le pareció “razonable” tras leer Mero Cristianismo, de C. S. Lewis (autor de la serie de libros juveniles Las crónicas de Narnia), Ortodoxia de G. K. Chesterton (creador del sacerdote-detective Padre Brown) y las Confesiones de San Agustín. El patrón es evidente: las tres obras son autobiografías espirituales, no importantes tratados de teología (como la obra fundamental de San Agustín, La ciudad de Dios), y no es de extrañar que le sirvieran de inspiración para su cambio, pues los tres autores recorrieron el mismo camino que Leah, del ateísmo a la conversión.
Leah es un claro ejemplo de ateísmo tibio, el de alguien que desea creer y necesita encontrar una razón para hacerlo. El lugar más fácil para encontrarla es en el origen de la moral; un camino muy trillado y que, por ejemplo, fue seguido por el director del Proyecto Genoma Humano, Francis Collins. En su libro ¿Cómo habla Dios? cuenta que el argumento que más cautivó su atención lo encontró en el título del Libro Primero de Mero Cristianismo: El bien y el mal como pista sobre el significado del universo. En esencia el argumento que Collins encontró en Lewis para creer en Dios es la existencia de una Ley Moral Universal.
Pero no todos los no creyentes son de ese corte. En el otro extremo se encuentran los ateos a machamartillo, que no conceden a la religión ni el beneficio de ser tan siquiera un sentimiento digno. Ejemplos son el biólogo Richard Dawkins o el neurocientífico Sam Harris, para los que la religión es un virus que debe erradicarse: Dawkins ha calificado la religión como "uno de los mayores males del mundo, comparable con la viruela". O como replica el filósofo Daniel Dennett cuando le comentan que algo tiene que haber de cierto pues el sentimiento religioso está en todas las culturas: “la gripe común se encuentra también en todas partes, pero eso no significa que sea buena para nosotros”.
La fe (o la no-fe) es algo que se siente en el estómago, por lo que no es sorprendente que se encuentre una fuerte componente emocional detrás de las conversiones, ya sean al teísmo o al ateísmo. De hecho, el que tiene la fama de ser el primer ateo, de la Grecia clásica, Diágoras de Melos, se convirtió al ver cómo un enemigo suyo salía de rositas de un juicio después de haber jurado en falso por los dioses ser inocente, lo que le bastó para salir indemne. Y dijo, "si la inmoralidad puede permanecer impune, ¿para qué creer en dioses que velan la virtud humana?". Algo similar le sucedió al estandarte del ateísmo moderno, Charles Darwin. En 1851 un hecho puso fin a la poca religiosidad que quedaba en el biólogo: la muerte por enfermedad de su hija más querida, Annie. Licenciado en teología, su fe en un dios bondadoso y solícito se evaporó ante un hecho brutal y sin propósito de la naturaleza.

La fe y el mal en el mundo
Y es que, querámoslo o no, la existencia del mal, así en genérico, no nos provoca mucha reflexión; nos preocupan más las calamidades particulares. ¿Cuántos creyentes no han tenido una crisis de fe por una desgracia personal? Se trata de una reacción egoístamente humana, como ya indicó a principios del siglo XX el dramaturgo Thornton Wilder, autor de la novela El puente de San Luis Rey. Wilder contó en la Universidad de Chicago lo absurdo de una obra de teatro donde la protagonista dejaba de creer en Dios porque pensaba que su amante había muerto. Al enterarse de que seguía vivo, recobró su fe. Wilder señaló que cada año millones de personas mueren de hambre o se matan en accidentes absurdos, pero el narcisismo de esa mujer era tal que su fe en Dios dependía de lo que le ocurriera a ella.
Sea como sea, en las religiones monoteístas el origen del mal es uno de los grandes fracasos de sus teologías. Lo que el matemático y filósofo alemán Gottfried Leibniz llamó teodicea, la coexistencia del mal y el sufrimiento en el mundo junto con un Dios infinitamente bondadoso y todopoderoso que lo permite, es una cuestión sin resolver a pesar de los ríos de tinta que se han vertido en 2000 años. Al final solo queda renunciar a la razón y asumir, como dice el jesuita Gómez Caffarena, que “la fe solo se mantiene a base de una voluntad de creer a pesar del mal”. Desde el punto de vista del ateo, salvo cuando hablamos de acciones humanas, no tiene sentido hablar del mal. Como dice el filósofo de la ciencia holandés Chris Buskes: “la naturaleza no es ni buena ni mala, sino peor aún: es terriblemente indiferente. En semejante mundo, Dios está abrumadoramente ausente”.